miércoles, 25 de abril de 2018

“De vinagre a miel”, 2008. Ron Leifer

“De Vinagre a Miel” es un manual de siete pasos para comprender y transformar la energía de la ira, agresión y violencia en sabiduría y paz interior (…) “Miel” es una metáfora para un estado que, mientras que alguno podría llamarlo felicidad tal como ordinariamente la comprendemos, abre a un espacio de aceptación de los hechos de la vida con ecuanimidad y equilibrio interior. Es un estado de apertura tanto a la bondad como al dolor de la vida, y de simpatía para todos porque todos vivimos en el mismo discurso humano (…) [Este libro] está basado en la antigua y reconocida tradición del budismo.

   La metáfora de “de vinagre a miel” se origina propiamente en esa tradición budista, cuyas aportaciones a muchas actitudes de mejora social en los últimos decenios de Occidente supone algo más que una anécdota. Y si bien, por una parte, muestran la necesidad de llenar el vacío dejado por las decadentes religiones teístas, por otra parte muestran las limitaciones de las propuestas actuales para una vida benevolente, ya que, al fin y al cabo, el budismo es sospechoso debido a que las culturas nacionales de Oriente inspiradas por su tradición ética no han experimentado el progreso social que ha tenido lugar en las culturas cristianas de Occidente. Sin embargo, son varias las concepciones morales positivas que, habiendo costado tanto tiempo que llegaran a ser descubiertas en Occidente, los orientales ya conocían mucho antes.
 
La ira, la agresión y la violencia están arraigadas en la naturaleza humana

  Solo la aceptación de nuestra naturaleza violenta permite abordar de forma realista el control de la agresión. Occidente tardó en reconocer esto, pues el pensamiento clásico consideraba que el alma humana está predispuesta a la sabiduría y que la mera ilustración intelectual basta para resolver los conflictos (el marxismo, por cierto, también creía eso). El budismo y el cristianismo, ideologías bondadosas, parten, sin embargo, del presupuesto pesimista de la malignidad innata del ser humano, y todo ello no tiene otro origen que una introspección psicológica más realista y profunda. El psicoterapeuta Ron Leifer no olvida señalar la necesaria complejidad del pensamiento simbólico sin el cual nunca alcanzaríamos la sabiduría.

La evolución del lenguaje creó una nueva forma de consciencia, un nuevo entorno de realidad donde los símbolos, ideas y significados son más importantes que las cosas físicas

  Tras el reconocimiento de nuestra conflictiva complejidad, llegan las necesarias conclusiones y aquí podemos estar atentos a algunos hallazgos y apuntes que nos pueden permitir un mejor enfoque del mundo real. Los aciertos de una interpretación personal del budismo aplicado a la psicoterapia no se contradicen con el simple hecho de que este libro es, al fin y al cabo, un texto de autoayuda convencional en sus fines –el convencionalismo de que cada cual ha de hacer una vida lo mejor posible dentro de la sociedad actual tal como es.

El hecho de que somos animales sociales y debemos vivir en armonía con otros requiere límites en nuestras opciones y acciones. Esto genera frustración en todos nosotros porque no podemos tener todo lo que queremos y debemos soportar algunas cosas que no queremos, y ello [a su vez] crea culpa porque todavía albergamos nuestros deseos y aversiones más apasionadamente prohibidos. Cuando, como con frecuencia sucede, no podemos encontrar una forma moral o legal de satisfacer nuestros poderosos e insistentes deseos, cuando sentimos que no hay nada que podemos decir o hacer para mejorar nuestro dolor y humillación, somos vulnerables a la frustración, la sensación de impotencia, la ansiedad, la ira y la depresión.
  Lo que se nos predica es, a primera vista, algo tan sencillo como la resignación.

Debemos estar preparados para dejar pasar las cosas cuando debamos, y para ser hábiles y flexibles en nuestra visión de la vida.

  Pero hay una implicación mucho más valiosa que se deriva de esto, y es que, para que la resignación resulte viable, necesitamos un cambio general de nuestra actitud y aquí no todo es tan convencional. Por ejemplo, hoy se predica mucho la autoestima (muy emparentada nada menos que con la “dignidad”) pero al cultivar la autoestima ¿no se obstaculiza el que nos resignemos a los  límites en nuestras opciones y acciones?

Autoestima (…) es el deseo de sentirse bien con nosotros mismos y de ser valorado por otros. Es muy peligrosa porque todos tenemos defectos y debilidades

La frustración del deseo de construir y preservar un sentido sólido del yo es la fuente de la violencia humana más fanática y de la ira cotidiana que todos sufrimos

  Y algo más

No siempre podemos ser felices, pero podemos cultivar una calma, serenidad interior y quietud que depende de nuestros propios esfuerzos más que de las circunstancias externas

  Por otra parte, predicar la resignación debido a que la felicidad convencional no es alcanzable no sería tampoco suficiente si no contáramos con alternativas. La alternativa a la felicidad convencional no puede ser otra cosa que las estrategias de consuelo, y eso es para lo que sirven muchas religiones (especialmente el budismo y el cristianismo) y desde luego es para lo que sirve la psicoterapia.

El problema es que ponemos condiciones a nuestra felicidad (…) Tenemos ideas sobre lo que nos hará felices y hemos elaborado esperanzas y planes para conseguir nuestros sueños –nuestros proyectos de felicidad (…) La mente, sin embargo, es dialéctica. Funciona mediante contraste, comparación, contradicción, paradojas y polaridades (…) Quizá creemos que la vida de familia es la fuente de la felicidad. Seguramente puede ser la fuente de una gran felicidad, pero si una vida familiar maravillosa, armoniosa, donde todo es feliz con todos todo el tiempo es nuestro proyecto primario de felicidad entonces nuestros problemas familiares serán la fuente de nuestro peor sufrimiento (…) Podemos convertirnos en adictos a cualquiera de nuestros proyectos de felicidad

  Esto, básicamente, es el desapego budista: no desear para no correr el riesgo de ser infelices. Y esto no es consuelo. En realidad, la actitud positiva no es tanto evitar las expectativas, sino generar nuevas expectativas que sean más profundas y menos vulnerables. Y para eso hay que pensar, algo que también hacemos cuando deseamos.

Cuando era residente de psiquiatría aprendí una importante técnica que uso con frecuencia. Uno de mis maestros me aconsejó: “Si el paciente habla sobre sentimientos, pregúntale sobre los pensamientos que acompañan esos sentimientos. Si expresa una idea o cuenta una historia, pregúntale qué sentimientos se despiertan cuando piensa sobre ello”.

   Dentro del pensamiento más bien tenemos soluciones y no tanto expectativas de felicidad condenadas a verse frustradas. Los pensamientos, los sentimientos, las ideas quizá no tengan mucho que ver con el desapego budista, pero sí tienen que ver con los contenidos humanos generados por la propia actitud del individuo. Así que no parece muy evidente la conexión entre el desapego budista, que lleva a la soledad y a la higienización mental, con el mundo vivo y cada vez más complejo y profundo en contenidos propio de la psicoterapia.

  Por tanto, este libro no nos da una alternativa completa, pero sí nos presenta, más allá de las recomendaciones de desapego, el problema de la agresión desde una perspectiva útil.

El primer sacrificio es renunciar a echar la culpa a otros como una forma de apaciguar nuestro ego. Esto enfáticamente no quiere decir que los otros no han actuado de forma errónea o que no nos han hecho daño, o que los sucesos externos no han sido desafortunados o trágicos. Quiere decir que nuestra intención es trabajar nuestra ira cualquiera que sea la provocación

  Despojarnos de ira nos aporta una visión mejor y nos puede dar expectativas mejores. E incluso a la hora de juzgar, el hacerlo “desapasionadamente” nos permite adoptar una actitud más prometedora para nuestras expectativas futuras. El budista o estoico (más o menos son lo mismo) al ser desapasionado no se convierte tampoco en indiferente o impasible. Incluso el planteamiento de no adoptar actitudes “juzgamentales” implica evaluar de forma lógica y razonada. De lo que se trata es de despojarse de la ira, de la ofuscación apasionada.

  Pero también se observa alguna apreciación que parece errónea.

No toda la agresión es alimentada por la ira. Un jugador de ajedrez puede atacar agresivamente en su juego sin ira

  En realidad, la competitividad de la agresión acaba llevando a la ira. No parece realista desvincularlas, pero sí es conveniente para mantenernos en un entorno convencional (curiosamente, después de haber atacado la autoestima…). Y tampoco es diferente a aquel “doctor de la Iglesia” que, cuando el cristianismo se hizo religión oficial del Imperio romano, opinaba que el que el soldado cristiano amase a los enemigos no le impedía darles muerte… pues podía hacerlo sin dejar de amarlos. Más o menos como ser competitivo sin agresividad.

Epicteto, que probablemente fue influenciado por el pensamiento budista que llegó por la ruta de la seda de la India a Grecia, dijo “lo que perturba las mentes de las personas no son los sucesos, sino sus juicios acerca de los sucesos”

  El estoicismo de Epicteto o Marco Aurelio era la filosofía vital de la clase superior de la sociedad romana en la época en que aparece el cristianismo. Y Roma no fue una sociedad fracasada: creó un sistema de confianza socialmente eficiente en el cual las autoridades lograban articular de una forma cohesiva la compasión y el rigor. Partían del reconocimiento de que la agresión impregna indebidamente el juicio. Pero ¿cómo evaluar los conflictos si no es “juzgándolos”? La alternativa estoica-budista era “compartimentalizar” los instintos sociales contradictorios: tanto el hombre común en su vida cotidiana como el magistrado o el mismo Emperador deben buscar la objetividad en su mente imperturbable. Esa objetividad implica no solo el conocimiento descriptivo de los sucesos, sino también el reconocimiento tanto de la propia naturaleza maligna de la humanidad (implicada en toda acción individual), como de las cualidades compasivas que todos compartimos y cuya explotación debemos cultivar; partiendo de esta realidad, al activar el razonamiento la ira y el deseo quedan apartados. Hoy parece sencillo, pero en la Antigüedad esta separación entre el ánimo propio del razonamiento objetivo y el ánimo agresivo no podía darse nunca a la hora de enfrentar conflictos sociales (públicos o privados), pues razón y emoción eran indistinguibles en todos los actos humanos y la actitud agresiva resultaba imprescindible en una sociedad sin garantías de orden. La activación intencional de los estados de ánimo (lo que hoy se llama "inteligencia emocional") no formaba parte de la forma de vida del hombre "en estado de naturaleza".

  Este sistema fue un logro tan grande que todavía hoy un psicoanalista experimentado como Ron Leifer le encuentra aplicación en su práctica profesional, lo que le permite ayudar a muchas personas que se ahogan en sus juicios y emociones contradictorios.  Sin embargo, solo es un paliativo porque la actitud así generada carece de poder para alterar los sucesos. La innovación del cristianismo fue el rechazo directo a las formas sociales contradictorias, no solo a las actitudes personales contradictorias. Predicando un imposible (una armonía social derivada de la armonía psicológica: sustituir la autoridad política por la autoridad ética interiorizada en cada individuo, la santidad) el cristianismo forzó la evolución cultural, sembrando una insatisfacción espiritual dinámica y aparentemente inacabable.

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