lunes, 16 de marzo de 2015

“Tratado de la naturaleza humana”, 1739. David Hume

  David Hume merece hoy, visto en retrospectiva, las mayores alabanzas de los estudiosos modernos que, como él en su momento, profundizan en la complejísima problemática de la “naturaleza humana”. El filósofo escocés del siglo XVIII fue uno de los más lúcidos escépticos de su época y sus puntos de vista resultan sorprendentemente actuales.

Es imposible formarnos una noción de las fuerzas y cualidades (…) de la esencia del espíritu (…) más que por experimentos cuidadosos y exactos y por la observación de los efectos particulares que resultan de sus diferentes circunstancias y situaciones.  (…) No podemos ir más allá de la experiencia, y toda hipótesis que pretenda descubrir el origen y cualidades últimas de la naturaleza humana debe desde el primer momento ser rechazada como presuntuosa y quimérica

Hasta las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen en parte de la ciencia del hombre, pues se hallan bajo el conocimiento de los hombres y son juzgadas por sus poderes y facultades. (…) Así, pues, si las ciencias matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de tal modo del conocimiento del hombre, ¿qué no puede esperarse en otras ciencias cuya conexión con la naturaleza humana es más estrecha e íntima? 

  Lo que Hume descubre, desde su asentada posición de filósofo de la época en que comienza a desarrollarse la ciencia tal como la conocemos hoy (se trata de la Gran Bretaña de Newton, de Boyle, de Cavendish) es el principio básico de la psicología moderna: el conocimiento de todo lo humano solo puede partir de la percepción por el individuo del entorno que lo rodea. No contamos con más referencia veraz que ésta.

A las percepciones que penetran con más fuerza y violencia las llamamos impresiones y comprendemos bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y razonamiento, como, por ejemplo, lo son todas las percepciones despertadas por el presente discurso, exceptuando solamente las que surgen de la vista y tacto y exceptuando el placer o dolor inmediato que pueden ocasionar.(…) Todas las ideas se derivan de las impresiones, y las representan. 

  Ése no era el mundo del pensamiento estándar de la época. Todavía predominaba la idea de un mundo del espíritu, de un dualismo entre lo material y lo inmaterial: lo físico e intelectual serían cosas muy distintas, pues habría cuerpo y alma, mundo y Dios, así como leyes divinas, éticas, políticas, que nos habrían sido dadas por una tradición sagrada y que, aunque limitarían nuestra libertad de innovación, también nos aportarían seguridad.

Según mi sistema, todos los razonamientos no son más que efectos de la costumbre, y la costumbre no tiene influencia más que vivificando nuestra imaginación y dándonos una concepción intensa de un objeto.

Todo conocimiento degenera en probabilidad, y esta probabilidad es mayor o menor según la veracidad o error de nuestro entendimiento y según la simplicidad o complicación de la cuestión.

  Nuestro deseo de conocer, y el método objetivo de conocimiento que nos aporta una visión escéptica, no nos libran del hecho de que, sin las certidumbres de las tradiciones espirituales, la mera razón se revela escasa y frágil.

La consideración intensa de las varias contradicciones e imperfecciones de la razón humana han causado tanta impresión sobre mí y agitado de tal modo mi cerebro, que me hallo dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento y no puedo considerar ninguna opinión como más probable que otra. ¿Dónde estoy o qué soy? ¿De qué causas deriva mi existencia y a qué condición debo volver? ¿Qué favores debo buscar y qué cóleras debo temer? ¿Qué seres me rodean? ¿Sobre qué tengo yo influencia y qué tiene influencia sobre mí? Todas estas cuestiones me confunden y comienzo a imaginarme en la condición más deplorable que pueda pensarse, rodeado de la más profunda obscuridad y totalmente privado del uso de todo miembro y facultad.

  Inevitablemente, David Hume se convierte en el primer gran filósofo ateo. La sociedad británica era mucho más tolerante al respecto que cualquier otra del mundo en aquel momento (con la probable excepción de la sociedad holandesa) pero aun así debía mostrarse precavido. Su ateísmo se basaba en la honestidad de confesar un escepticismo generalizado que nadie gustaba de exteriorizar.

Un estado futuro se halla tan alejado de nuestra comprensión y tenemos una idea tan oscura del modo como existiremos después de la disolución del cuerpo, que todas las razones que podamos aducir, por muy poderosas que sean en sí mismas y por muy reforzadas que se hallen por la educación, no son capaces, con imágenes tan torpes, de dominar esta dificultad o conceder una autoridad suficiente o fuerza a la idea.

La superstición surge natural y fácilmente de las opiniones populares del género humano, arraiga más poderosamente en el espíritu y frecuentemente es capaz de perturbarnos en la conducta de nuestras vidas y acciones. La filosofía, por el contrario, si es exacta puede presentamos solamente opiniones indulgentes y moderadas

  Al comprender la inferioridad de la filosofía (la razón) frente a la superstición a la hora de impactar en el entendimiento humano, David Hume alcanza también una comprensión funcional de los límites de la Ilustración, porque la vida real no puede transcurrir por los mismos cauces que la indagación honesta del filósofo. Por muy natural que sea el escepticismo, la civilización está construida sobre “falsas filosofías”.

Podemos observar una gradación de tres opiniones que surgen las unas de las otras, según que las personas adquieran nuevos grados de razón y conocimiento. Estas opiniones son la del vulgo, la de la falsa filosofía y la de la filosofía verdadera, que se aproxima más a la opinión del vulgo que a la de un conocimiento equivocado.

  Lo que Hume llama “falsa filosofía” coincide con las verdades de la religión de la época. Con ser esto grave, son muchas otras las “verdades” de la “falsa filosofía” que quedan en entredicho al aplicárseles las exigencias de la filosofía escéptica y materialista, la misma que coincide un poco con la “opinión del vulgo” (el desenvolvimiento convencional de la vida convencional donde no tienen cabida las “grandes preguntas”).

  De la observación de causas y efectos aparece una naturaleza común y una explicación de las diferencias entre los diversos fenómenos humanos.

Existe un curso general de la naturaleza en las acciones humanas lo mismo que en las actividades del Sol y del clima. Existe, pues, un carácter peculiar a las diferentes naciones y a las personas particulares, y del mismo modo un carácter común al género humano. El conocimiento de estos caracteres está fundado en la observación de una uniformidad de las acciones que nacen de ellos, y esta uniformidad constituye la verdadera esencia de la necesidad.

En el espíritu humano se halla establecida una percepción del dolor y el placer como resorte capital y principio motor de todas sus acciones

  El comportamiento humano así observado (la percepción del dolor y el placer como resorte capital) resulta muy alejado del idealismo espiritual cristiano. De ahí el predominio de la pasión sobre la razón, mientras que la religión cristiana (“falsa filosofía”, aunque no se diga explícitamente) pretende aunar la razón y la virtud, es decir, que, guiadas por la razón (que es Dios), los hombres hallen la virtud verdadera. Sin embargo, la evidencia muestra que la pasión predomina.

Podemos considerar que cuando recibimos daño por parte de una persona nos inclinamos a imaginarla como criminal, y sólo con extrema dificultad reconocemos su justicia o inocencia. Esta es una prueba clara de que, independientemente de la opinión de la intención dañina, todo daño o dolor tiene la tendencia natural a excitar nuestro odio y que después buscamos las razones que puedan justificar y fundamentar la pasión. 

Solamente cuando un carácter es considerado en general sin referencia a nuestros intereses particulares causa un sentimiento o afecto que denominamos bien o mal moral. (…) Rara vez acontece que no imaginemos un enemigo como vicioso y que podamos distinguir entre su oposición a nuestros intereses y su villanía o bajeza real

  ¿Es inútil la razón?

La razón es y sólo puede ser la esclava de las pasiones y no puede pretender otro oficio más que servirlas y obedecerlas. 

La razón es el descubrimiento de la verdad y falsedad. La verdad o falsedad consiste en la concordancia o discordancia con las relaciones reales de las ideas o con la existencia real y los hechos. (…) Es evidente que nuestras pasiones, voliciones y acciones no son susceptibles de una concordancia o discordancia tal por ser los hechos y realidades originales completos en sí mismos y no implicar referencia a otras pasiones, voliciones y acciones. Es imposible, por consiguiente, que puedan ser estimadas como verdaderas o falsas y que sean contrarias a la razón o conformes con ella.

  La razón sí nos ofrece numerosos caminos en nuestro beneficio… pero siempre teniendo en cuenta cuál es su poder real. Digamos que el puro peso de la razón se muestra impotente, pero que queda la opción de tomar, gracias a la razón, estrategias hábiles en el manejo de las pasiones.

Se ha observado que la razón, en un sentido estricto filosófico, puede tener una influencia sobre nuestra conducta solamente de dos modos: cuando excita una pasión, informándonos de la existencia de algo que es un objeto propio de ella, o descubriendo el enlace de causas y efectos de tal forma que nos proporcione los medios para ejercer una pasión. 

Del mismo modo que una idea de la memoria, al perder su fuerza y vivacidad, puede degenerar en un grado tal que pueda ser tomada por una idea de la imaginación, una idea de la imaginación, a su vez, puede adquirir una fuerza tal que pase a ser una idea de la memoria y a producir sus efectos sobre la creencia y el juicio. Esto se nota en los casos de los mentirosos, que por la frecuente repetición de sus mentiras llegan a creer que las recuerdan como realidades

  El tortuoso camino de la virtud pasa, pues, por hacer uso de un complejo sistema de resortes emocionales instintivos –“enlace de causas y efectos”- que nos lleven a sentirnos compelidos a obrar por el bien propio y de los semejantes al mismo tiempo. La razón nos convence de que la virtud es conveniente para todos, pero las pasiones nos arrastran siempre con mayor fuerza. Para evitar el comportarnos siguiendo solo las pasiones egoístas recurrimos a estrategias como la selección preferente de algunas pasiones moderadas y amables, la imposición de ciertas restricciones y la retribución del entorno en forma de prestigio y aprecio para las acciones más virtuosas.

Y si la razón nos muestra que repetir una mentira puede hacer que acabemos por creerla, también se ha recurrido con frecuencia a repetirnos las falsas verdades de la religión, de modo que una idea de la imaginación(…) puede adquirir una fuerza tal que pase a ser una idea de la memoria y a producir sus efectos sobre la creencia y el juicio. Y puesto que lo que sirve para las falsas verdades también puede servir para la filosofía verdadera, la razón y la virtud cuentan también con mecanismos de este tipo (trátese de repetición o de  imitación o de seducción). De ese modo, un razonamiento puede llegar a “ser una idea de la memoria y a producir sus efectos” [hoy podríamos decir que se “interioriza”]. Así podemos evitar los peores daños del influjo de las pasiones destructivas.

  Veamos ahora una famosa paradoja moralista

No es contrario a la razón, para mí, preferir mi total ruina para evitar el menor sufrimiento a un indio o a un hombre totalmente desconocido. 

   Como la razón compasiva no puede imponerse a los intereses egoístas, de ahí la inevitable lectura pesimista de Hume acerca de las relaciones humanas.

Ninguna afección del espíritu humano posee a la vez la suficiente fuerza y dirección propia para equilibrar el amor de las ganancias y hacer a los hombres aptos para la sociedad llevándolos a que se abstengan de las posesiones de los otros. La benevolencia hacia los extraños es demasiado débil para este propósito

  Pero recordemos que este escepticismo lleva también, como hemos visto, a describir posibles mecanismos de controlar las pasiones y a  reconocer verdades ciertas que también aportan esperanza...

Si somos filósofos, debemos serlo tan sólo sobre principios escépticos (…). Cuando la razón es activa y se combina con alguna inclinación puede asentirse a ella. Cuando no lo hace, no puede tener derecho alguno a actuar sobre nosotros.

En general, las pasiones violentas tienen una influencia más poderosa sobre la voluntad, aunque sucede que las tranquilas, cuando son fortalecidas por la reflexión y secundadas por la resolución, son capaces de dominarla 

  Estas “pasiones tranquilas” sí pueden representar un ideal a nuestro alcance, siempre y cuando aceptemos nuestras dificultades para hallar la virtud, para burlar, mediante el conocimiento preventivo de las "pasiones violentas”, las trabas que éstas mismas ponen a nuestro razonable deseo de vivir en una sociedad justa y bondadosa.

Mansedumbre, beneficencia, caridad, generosidad, clemencia, moderación y equidad poseen la mayor consideración entre las cualidades morales, y se denominan comúnmente virtudes sociales para indicar su tendencia al bien de la sociedad. 

El arrepentimiento purifica de todo crimen, especialmente si va acompañado de una reforma evidente de la vida y maneras. ¿Cómo ha de explicarse esto sino afirmando que las acciones hacen de una persona un criminal tan sólo en cuanto son pruebas de pasiones de principios criminales en el espíritu, y que por una alteración de estos principios, si cesan de ser pruebas de ello, la persona cesa de ser criminal?

  Los “principios criminales en el espíritu” son el equivalente al “pecado” de la religión. El ser humano puede enmendar su espíritu mediante el arrepentimiento, y esto puede ser demostrado al evaluar sus actos. Aquí Hume, el escéptico escocés, se muestra de acuerdo con el calvinismo escocés…

  Finalmente, conviene hacer algunas precisiones actuales en el paisaje escéptico y lúcido que nos muestra David Hume. En algunas cosas, era en exceso pesimista:

¿Se puede concebir una pasión de una yarda de longitud, un pie de latitud y una pulgada de profundidad? Pensamiento y extensión son, pues, cualidades totalmente incompatibles, que jamás pueden unirse en un sujeto.

  En realidad, hoy no es imposible concebir tales magnitudes, pues pronto localizaremos el mecanismo fisiológico de la razón y las pasiones gracias al estudio de los procesos cognitivos en el cerebro y sus ramificaciones en las demás actividades del sistema nervioso. Y todo ello es empíricamente mensurable

Tanto el vicio como la virtud son igualmente artificiales y se hallan fuera de la naturaleza

Las impresiones que dan lugar al sentido de la justicia no son naturales al espíritu del hombre, sino que surgen del artificio y las convenciones humanas

  Aunque el sentido de la justicia varía de unas culturas a otras, hoy sabemos que existen instintos innatos de conducta equitativa, retributiva, punitiva y cooperativa no solo en los seres humanos, sino también en muchos animales. Por lo tanto, la virtud no es algo artificial, aunque sí lo son las modificaciones a ésta que la cultura elabora en su propio curso evolutivo.

Las acciones pueden ser laudables o censurables; pero no pueden ser razonables o irracionales: laudable y censurable, por consiguiente, no es lo mismo que razonable e irracional.  El mérito y demérito de las acciones contradicen frecuentemente y a veces se oponen a nuestras inclinaciones naturales.

  El sueño de los moralistas es lograr una descripción exacta de las necesidades y posibilidades del control del comportamiento social de acuerdo con la naturaleza fisiológica. Esto hoy tampoco se considera imposible. “El mérito y el demérito de las acciones” podemos llegar a concebirlo como basado en el desarrollo de la capacidad prosocial del individuo, es decir, de la capacidad objetiva de actuar en fomento de la mayor cooperación entre individuos. Esta capacidad del individuo para obrar por el bien común puede determinarse siguiendo un proceso racional de deducción a partir del control cultural de los instintos: desarrollo de los instintos de altruismo, empatía y antiagresividad, y control y represión de los de egoísmo y agresividad. Los comportamientos prosociales generan confianza, y la confianza garantiza la cooperación.

   Aunque lo prosocial es tan instintivo como lo antisocial, la razón nos muestra que lo prosocial es mucho más conveniente para todos en el mundo de hoy. En la prehistoria, sin duda se daba un equilibrio espontáneo entre todas las “pasiones” humanas que era el más conveniente en la forma de vida ancestral. Hoy aspiramos a niveles mucho más altos de cooperación que los propios de la vida de los cazadores-recolectores, de modo que tenemos que controlar la manifestación de las “pasiones” que puedan resultar demasiado destructivas. Podríamos llegar a tener comportamientos que fuesen racionales en la medida en que obedeciesen a los criterios de prosocialidad. La bondad también es natural, y es posible incentivarla, estimularla y hacerla más socialmente aceptable en base al establecimiento de mejores costumbres.

Los animales son susceptibles de las mismas relaciones con respecto a los otros de la especie humana, y por lo tanto serían susceptibles de la misma moralidad si la esencia de la moralidad consistiese en estas relaciones.

  Eso tampoco es exacto porque los animales carecen de la capacidad humana para la prosocialidad, ya que no pueden establecer entre ellos relaciones de extrema confianza que les permitan una plena cooperación. Tales relaciones exigen una inteligencia suficiente para comprender los deseos ajenos del semejante-“inteligencia social”, “teoría de la mente”. Esta inteligencia insuficiente hace que la moralidad entre los animales no pueda alcanzar la complejidad de la moralidad humana.

   De todas formas, sí es cierto que entre muchos animales el grupo castiga al que incumple las reglas y que, por tanto, aparte del equilibrio resultante de la lucha por los propios intereses entre los individuos (lo que el darwinismo llama “selección individual”), también se dan cierto tipo de reglas dentro de la vida social animal. Entre los grandes simios abundan las interactuaciones bastante complejas que implican actitudes morales. Pero lo que no existe es la "conciencia" moral, que nos permite a los humanos interiorizar las pautas de conducta socialmente aceptadas al evaluarlas emocionalmente (sentidos de vergüenza y de culpa).

  La conclusión de leer hoy a David Hume es que este autor tan lejano en el tiempo comprendió el fundamento de las ciencias sociales de hoy: que el ser humano se halla sometido a instintos equiparables a los de los animales, a pasiones egoístas y conflictivas, pero que dispone también de la razón para tejer (mediante la inventiva cultural) una red de compensaciones entre unos instintos y otros. La solución a los problemas humanos pasaría entonces por hacernos más conscientes de esa capacidad de regular nuestras pasiones a fin de poder ejercerla en nuestro beneficio con más precisión y eficacia. Así de simple es todo en principio, pero resulta complejísimo llevarlo a cabo.

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