viernes, 6 de marzo de 2015

“¿Cuántos amigos necesitas?”, 2010. Robin Dunbar

   El biólogo evolucionista Robin Dunbar es el descubridor del famoso “número de Dunbar”

El número de personas que conocemos personalmente, aquellas en quienes podemos confiar, con quienes sentimos afinidad emocional, no es más de 150, el número de Dunbar. Ha sido 150 por tan largo tiempo como hemos sido una especie. Y es 150 porque nuestras mentes carecen de la capacidad de hacerlo mayor.

  ¿Qué implica esta relación entre individuos?, ¿cómo podemos describirla? Algunos estudiosos han creído reconocer detalles reveladores…

Nuestras redes sociales tienen una estructura muy definida basada en múltiplos de tres. (…) Tres a cinco personas parecen constituir el pequeño núcleo de amigos realmente buenos a quienes acudes en momentos de preocupación –para pedir consejo, obtener confort o incluso para que te presten dinero. Más allá de este núcleo hay un grupo algo más grande que consiste típicamente en diez personas adicionales. Y más allá de este grupo hay un círculo más grande de alrededor de treinta más.(…) Si tienes en cuenta cada sucesivo círculo inclusivo de todos los círculos internos, se muestra un patrón claro: parecen formar una secuencia que va por un factor de tres (cinco, quince, cincuenta y ciento cincuenta)

El agrupamiento de doce a quince, por ejemplo, ha sido durante largo tiempo conocido por los psicólogos sociales como el “grupo de simpatía”  (…) Éste es también el tamaño típico de grupo en la mayor parte de los deportes, el número de miembros de un jurado, el número de los apóstoles…

  Estos hallazgos ya nos proporcionan una muy valiosa referencia a la hora de abordar la naturaleza humana, pero la importancia del número implica algo más. Para Robin Dunbar

la capacidad para manipular información sobre el constantemente cambiante entorno social podría estar limitada por el tamaño del neocórtex

  Es decir, que esas cantidades (ciento cincuenta, tres, doce…) serían un límite cuantitativo. Supone nuestro límite porque nuestro cerebro (del cual el neocórtex es la estructura más moderna y compleja) tiene el tamaño que tiene como resultado de la evolución biológica que nos ha llevado hasta el punto donde hemos llegado (y no más lejos). Otros no han llegado siquiera: el chimpancé, cuyo cerebro es tres veces de menor tamaño que el humano, también vive habitualmente en grupos, pero el número de individuos que los forman es tres veces menor de promedio (unos cincuenta).

   La capacidad para la vida social es consecuencia, en la psicología individual de cada ser humano, de disponer de la llamada “teoría de la mente”, es decir, de la capacidad para ponerse en el lugar de otro, de incorporar en nuestra propia mente una simulación de la perspectiva del semejante. Esto es lo que permite interactuar con grupos cada vez más grandes.

Mientras todos los animales funcionan como los conductistas siempre han supuesto que actúan (aprenden reglas de comportamiento) los monos y simios han cambiado lo suficiente para ser capaces de actuar en términos de comprender al menos un poco de la mente que se encuentra detrás del comportamiento.

   Hay también por ello un límite para el número máximo de “órdenes de intencionalidad” a la hora de utilizar esta capacidad:

Se ha demostrado experimentalmente que los humanos normales adultos pueden aspirar hasta el quinto orden de intencionalidad de forma habitual, pero que esto representa realmente el límite más alto para la mayor parte de la gente. El quinto orden de intencionalidad es el equivalente de formular una línea de pensamientos como: supongo que tú crees que yo quiero que pienses que pretendo que…(…) Si los humanos tienen un límite en el quinto orden de intencionalidad, los chimpancés (y quizás otros grandes simios) están en el segundo orden y los monos en el primer orden.(…) Estas capacidades son una función relacionada directamente con el tamaño relativo del lóbulo frontal del cerebro

  Dunbar nos ilustra este concepto de "orden de intencionalidad" con el ejemplo de las estrategias maquiavélicas del malvado Yago en la tragedia de Shakespeare “Otelo” (aunque también la utilización de un mayor número de “órdenes de intencionalidad” caracteriza la capacidad estratégica de los maestros del ajedrez). Se sabe que los grandes simios son capaces de llegar a un segundo orden de intencionalidad, pero lo que hace Yago pensando en lo que puede que Otelo piense que Desdémona piensa (y Shakespeare pensando lo que Yago piensa que Otelo piensa que Desdémona piensa…) escapa de la capacidad mental de los grandes simios

Un simio (…) podría haber apreciado que Yago pretende decir algo a Otelo (creo que Yago pretende…) pero no habría sido capaz de comprender cómo, en adición a esto, Yago pretendía que Otelo interpretara sus palabras –eso habría requerido intencionalidad de tercer orden a la que él nunca habría podido aspirar. (…) Los grandes simios podrían ser capaces de imaginar el estado mental de alguien e incluso podrían ser capaces de construir una historia muy simple, pero nunca podría ser más que una narrativa que implicara a un solo personaje.

El nivel de intencionalidad que una especie puede alcanzar parece relacionado con el volumen de sus lóbulos frontales (…) La evidencia sugiere que hace dos millones de años Homo erectus habría aspirado a un tercer orden de intencionalidad, quizá permitiéndole tener creencias personales acerca del mundo.

Para realmente ser capaz de desafiar y encender a la audiencia, un gran contador de historias ha de ser capaz de llevar a la audiencia a los límites de sus habilidades intencionales hasta el quinto orden de intencionalidad. Pero eso quiere decir que el contador de la historia ha de ser capaz de trabajar al menos un nivel más alto, al sexto orden de intencionalidad. Esto está más allá del alcance de más de los tres cuartos del resto de nosotros.

  (Se puede incluso presentar la cuestión de si es imaginable un ser humano capaz de establecer en su mente un octavo, noveno o décimo orden de intencionalidad. ¿Podría lograrlo la inteligencia artificial en el futuro?)

  Esta limitación podemos (y debemos) relacionarla con una cuestión mucho más práctica: la capacidad para enfrentarse al medio con la habilidad de prevenir el futuro.

En solo dos aspectos las herramientas de los chimpancés difieren de las herramientas de las sociedades humanas pretecnológicas: los chimpancés no tienen vasijas para el almacenamiento y no construyen trampas (para pescar o cazar)

  Y no pueden hacerlo porque los grandes simios apenas si cuentan con sentido del tiempo: viven al día. Poner trampas supone una espera con vistas al futuro, y lo mismo en cuanto a almacenar víveres. Así pues, la misma insuficiencia de racionalidad para ir más allá de dos órdenes de intencionalidad se muestra en la insuficiencia para imaginar el futuro. (No confundamos esto con el comportamiento instintivo de animales irracionales como las ardillas que almacenan alimentos o las arañas que tejen su red: en estos casos se limitan a seguir sus muy convenientes instintos, consecuencia de una larguísima historia evolutiva: las ardillas no saben que esas nueces que están amontonando les permitirán alimentarse durante el invierno, pero cuando llega el invierno y pasan hambre, al tenerlas cerca, pueden comérselas y sobrevivir).

  ¿Y cuál es el origen evolutivo de todo esto?  Muy probablemente se trata de la evolución de los seres vivos en su lucha por la supervivencia en un medio hostil a lo largo del complejo proceso darwiniano… Un camino diferente al del puro instinto...

El núcleo de la moderna teoría evolutiva y sus muchas derivaciones intelectuales todavía yace firmemente en la elegante y sencilla idea de Darwin: los organismos se comportan de manera que tienden a incrementar la frecuencia con la cual los genes que ellos llevan pasan a futuras generaciones

  El número de Dunbar implica que el Homo Sapiens originario, los cazadores –recolectores prehistóricos a los que debemos la práctica totalidad de nuestra estructura genética, era un tipo de homínido que vivía en comunidades relativamente grandes (hasta los ciento cincuenta individuos) y al que el que la comunidad fuese más grande aportaría muchas ventajas a la hora de defenderse de los depredadores, a la hora de explorar para obtener recursos y a la hora de conservar estos recursos.

  Este principio también se evidencia en primates que no son grandes simios ni homínidos, y podemos ver en estos casos una proporción parecida en cuanto al desarrollo de su neocórtex con respecto a otras especies.

Los primates que viven en los grupos más grandes y que tienen los neocórtex más grandes son especies tales como los babuinos, macacos y chimpancés, que pasan la mayor parte del tiempo en el suelo y viven en hábitats relativamente abiertos como la sabana o el límite de los bosques, donde están expuestos a mayores riesgos por parte de los predadores que las especies que viven en las selvas.

  Parece evidente que los primeros homínidos poblaban hábitats abiertos. Un austrolopiteco era poco más que un chimpancé bípedo que vivía fuera de la selva (mientras que el chimpancé actual, aunque suele vivir en el suelo y no en lo más profundo de la jungla, sigue dependiendo de la protección de los árboles). Del australopiteco surgiría el “Homo erectus”, el auténtico “eslabón perdido” entre nosotros y los grandes simios.

El incremento dramático en el tamaño del neocórtex que vemos en los humanos modernos refleja la necesidad  de evolucionar en grupos mucho mayores de los que son característicos de los otros primates (o bien para enfrentarse con niveles más altos de predación o bien para facilitar un estilo de vida más nómada)

    Así que, en general, podemos concluir que

los primates usan sus conocimientos sobre el mundo social en el que viven para formar alianzas más complejas con cada uno de los demás en mayor medida que otros animales. Esta hipótesis de inteligencia social está sostenida por una fuerte correlación entre el tamaño del grupo- y en consecuencia la complejidad del mundo social- y el tamaño relativo del neocórtex en varias especies de primates no humanos

  Pero el aumento del tamaño del cerebro ha implicado no solo el aumento del grupo social dentro del cual se interactúa (así como el aumento de número de “órdenes de intencionalidad”) sino también la capacidad para el desarrollo cultural en lo que se refiere a las habilidades económicas, al permitir un aprendizaje más eficaz.

  En los casos en que se dan comportamientos culturales entre animales, (es decir, aprendizaje de habilidades que no recibimos por instinto) algo que no es únicamente humano, somos solo los humanos quienes poseemos la capacidad de desarrollar los comportamientos culturales hasta el punto de poder cambiar por completo nuestra forma de vida.

La atención de un animal observador es atraída hacia un problema por el comportamiento de su enseñante y entonces aprende la solución al problema por sí mismo mediante un proceso de prueba y error. En humanos, sin embargo, el tutor enseñaría al observador tanto la naturaleza del problema como la solución, o bien el alumno simplemente copiaría al tutor, y esto marca una clara distinción entre la cultura en los humanos y la cultura en los animales

Solo los humanos tienen el potencial para la cultura que les permite explotar nuevas innovaciones que construyen progresivamente a partir de lo que otra gente ha hecho antes

La capacidad para embarcarse en las formas más altas de cultura que nosotros asociamos con el ritual religioso, la literatura e incluso la ciencia depende de la habilidad para ir más allá del propio ser, para ver el mundo desde una perspectiva independiente. Esto requiere no solo ser capaz de preguntarse “¿qué sucede?” sino también “¿por qué ha de ser así?” Los animales, parece, toman el mundo tal como es.

  Todo estas ventajas de la vida social de los mamíferos de gran cerebro son sencillas de comprender, pero todavía nos resta el problema del comportamiento antisocial.  Está claro que establecer complicadas relaciones interpersonales favorece la cooperación pero, entonces ¿por qué persiste el comportamiento egoísta y violento? El  interés propio no tiene mucho sentido si dificulta el obtener provecho de nuestras inclinaciones sociales y cooperativas del cual todos y cada uno nos beneficiaríamos espectacularmente dadas las extraordinarias capacidades de la inteligencia humana…

  Para tratar de ver algo claro en este problema debemos comenzar por preguntarnos en qué consiste exactamente el comportamiento prosocial

Comportarse prosocialmente (…) [es] actuar altruistamente hacia aquellos que no esperamos volver a ver

  El caso es que el comportamiento altruista favorece enormemente la cooperación no solo por su utilidad práctica, sino sobre todo por generar confianza, y, por lo tanto, a corto, medio y largo plazo, beneficiaría a todos, pero dentro de cada grupo de individuos permanece el instinto para el beneficio egoísta aún a costa de echar a perder las oportunidades de cooperación. Aquí es oportuno considerar el concepto de “selección multinivel”:

Los procesos de selección multinivel son especialmente importantes para nosotros porque muchas de nuestras soluciones a los problemas de supervivencia y éxito reproductivo son sociales (cooperamos para conseguir aquellos fines más exitosamente), y las soluciones sociales requieren un paso intermedio –asegurarse de que la comunidad trabaja unida. (…) Esto equivale a observar que algunos beneficios para el individuo llegan a través de funciones a nivel de grupo. 

  Por tanto, dentro de un grupo social pugnan los intereses del individuo por su propio beneficio y los intereses del individuo por el beneficio del grupo que lo incluye (los dos niveles de actividad social). Dunbar no entra en la difícil cuestión de cómo pueden compensarse ambas tendencias (beneficio para el individuo y beneficio para el grupo en el cual vive el individuo). En cualquier caso, en ambos niveles se ponen a prueba las capacidades sociales de cada individuo a la hora de interactuar.

  El interés individual se convierte en antisocial cuando supone una merma para los intereses ajenos (y, a corto y medio plazo, también para el interés propio, puesto que todos se beneficiarían de una eficiente cooperación).  La moralidad es el instinto que busca salvaguardar la sociabilidad del individuo dentro del grupo, y aquí es donde se considera que surge la necesidad de una autoridad sobre cada individuo por el bien común.

Si queremos que la moralidad se consolide, tenemos que hallar alguna fuerza más alta para justificarla. El brazo del derecho civil lo hará bien como un mecanismo para hacer cumpir la voluntad colectiva pero igualmente lo hará un principio moral más alto –en otras palabras, la creencia en un principio filosófico sacrosanto o en una autoridad religiosa más alta

“Quiero que tú creas que Dios quiere que actuemos correctamente”. Esto es intencionalidad de cuarto orden, y nos da la religión social.(…) añade un quinto nivel (“quiero que sepas que ambos creemos que Dios quiere que actuemos correctamente”) y ahora, si tú aceptas la validez de mi planteamiento, entonces aceptas implícitamente que tú también crees. Tendríamos así lo que podemos llamar religión comunal: juntos, podemos invocar una fuerza espiritual que nos obliga, quizá incluso nos fuerza, a comportarnos de cierta manera.

  La necesidad de la autoridad (también de una autoridad imaginaria, de tipo sobrenatural, como tantas veces se ha dado) es sola una de las manifestaciones evolutivas de naturaleza social formadas durante la prehistoria. Para algunos psicólogos evolutivos, la división en comunidades lingüísticas diferenciadas y xenófobas tendría también una causa de interés biológico de grupo.

Las barreras del lenguaje reducen significativamente las oportunidades para el contacto entre diferentes poblaciones, minimizando así el riesgo de contaminación. Crear sociedades xenófobas más pequeñas, más vueltas hacia el interior, puede así ayudar a reducir la exposición a enfermedades para las cuales uno no tiene inmunidad natural. Resulta que la religión tiene una distribución similar

  Esto, que parece una mala noticia (estamos predispuestos a buscar el enfrentamiento contra nuestros semejantes encuadrados en otros grupos), puede compensarse también con unas cuantas buenas: la mejor de todas es que, al igual que nuestros primos los simios, estamos instintivamente predispuestos a gratificarnos emocionalmente con el comportamiento afectivo de nuestros semejantes.

En contra de la imaginación popular, el grooming de los monos no tiene que ver con quitar pulgas. (…) Más bien tiene que ver con la intimidad del masaje. La estimulación física de la piel dispara la suelta de endorfinas en el cerebro.

  Y es mucho el tiempo que estos animales dedican a esas actividades de toqueteo mutuo. Se trata del equivalente a nuestro gusto por disfrutar de la compañía , de charlar, chismorrear o compartir aficiones… Algo muy barato, muy poco costoso, y que suele tener como consecuencia psicológica el facilitar la confianza y la cooperación dentro del grupo.

Para hacerse alguna idea de lo importante que son los chismes, monitorizamos las conversaciones en un refectorio universitario:(…) las relaciones sociales y las experiencias personales contaban sobre el 70 % del tiempo de conversación. Sobre más de la mitad de esto se dedicaba a las relaciones o experiencias de personas no presentes.

  De la observación del comportamiento de interactuación social ociosa se destacan algunos importantes rasgos:

Considerando que los varones tienden a hablar más sobre sus propias relaciones y experiencias, mientras las mujeres tienden a hablar más sobre otra gente, esto podría sugerir que el lenguaje evolucionó en el contexto de vínculos sociales entre mujeres.

  Lo referente a la forma en que interactúan las mujeres socialmente parece confirmarse con otras observaciones

Las conversaciones de las mujeres están principalmente generadas para servir a sus redes sociales, construyendo y manteniendo una compleja trama de relaciones en un mundo social que siempre está en flujo (…) Las conversaciones de los hombres parecen estar generadas más para darse publicidad que para otra cosa. Hablan sobre sí mismos o hablan sobre cosas de las que pretenden saber mucho. Es una especie de forma vocal de la cola del pavo real.

  Quizá esto tenga algo que ver con que las actuaciones antisociales son más propias de los varones que de las mujeres. La “cola del pavo real” es un ejemplo de cómo los machos de todas las especies animales compiten entre sí, y el uso del lenguaje de interés meramente social (es decir, no informativo) entre los varones podría tratarse de un sustitutivo de la agresión mutua. Los pavos reales utilizan su llamativa cola como una forma de proclamar públicamente su vigor y buena salud, lo que resulta atractivo para las hembras de la especie.

 En cualquier caso, tanto hombres como mujeres comparten esa misma tendencia a interactuar socialmente en lo que parece una actitud de consolidar los vínculos sociales por el bien común. La moral es también una consecuencia de esta interactuación tanto como del interés del grupo.

Kant argumentó que nuestros sentimientos morales (…), son el producto del pensamiento racional a medida que evaluamos los pros y los contras de las acciones alternativas.

  Sin embargo, esta visión racionalista se enfrenta a otra concepción del comportamiento moral humano:

David Hume argumentó que la moralidad es principalmente un asunto de emoción: nuestros instintos viscerales dirigen nuestras decisiones sobre cómo debemos comportarnos. La simpatía y la empatía juegan un papel significativo.

  Nuestra capacidad innata para la interactuación social nos ha predispuesto a hacer juicios morales, incluso sin atenernos a un razonamiento estricto, y lo que pasa es que nuestras emociones pueden hacer degenerar irracionalmente las consecuencias lógicas de nuestra propensión a la moralidad.

  La religión, con su origen en la necesidad de una autoridad común y sostenida por los diversos órdenes de intencionalidad que tienen cabida en la mente humana, ha probablemente cumplido la función de favorecer un orden moral por el bien común. De esta forma, la carga emocional religiosa logra impulsar el uso de la razón. Razón y emoción coexisten dentro de la complejidad de la vida social humana, pero no son el mismo mecanismo psicológico.

Los juicios sobre moralidad y los juicios sobre la eficiencia utilitaria se hacen en lugares distintos del cerebro y no tienen necesariamente por qué ser activados al mismo tiempo.

  Es decir: a pesar de que podemos comprender racionalmente la importancia del interés común y el valor de la cooperación, cuando juzgamos moralmente dependemos aún de instintos irracionales. Esto es lo que hace inevitable la persistencia del comportamiento antisocial… al menos, en la medida en que la cultura no pueda prevenirlo ni reprimirlo.

  La modesta conclusión final:

¿Qué es lo que nos hace humanos? La respuesta a la que somos conducidos inexorablemente tiene que ver con la capacidad para comprender la mente de otro individuo.

  Esto es, de nuevo la “teoría de la mente”, de donde surge el ramaje de los “órdenes de intencionalidad” que ya conocemos: Yago comprende la mente de Otelo cuando éste imagina lo que Desdémona siente por Casio…

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