domingo, 5 de febrero de 2017

“El sentido de la existencia humana”, 2014. Edward O. Wilson

En su uso más habitual, la palabra «sentido» implica intencionalidad; la intencionalidad implica creación; y la creación implica un creador.  (…) La palabra «sentido» puede utilizarse de otra manera, más general, que implica una forma de ver el mundo muy distinta: son los accidentes de la historia, y no los propósitos de un creador, los que generan un sentido. No hay una creación previa; en vez de ello, existen imbricadas redes de causa y efecto material.

  Por lo tanto, hablar del “sentido de la existencia humana”, según el fundador de la “sociobiología”, E. O. Wilson, se refiere a identificar, en cuanto a nuestra especie, una red de causa y efecto en la naturaleza que sea relevante para nuestra visión del mundo (qué consecuencias tenga esto, depende de la importancia que demos al “sentido”) .

La pregunta que más nos interesa es cómo y por qué somos como somos para, a partir de ahí, darle un sentido a nuestras diferentes visiones del futuro.

  La búsqueda del sentido, en apariencia, no es una cuestión que debería preocupar a la ciencia. Si alguna disciplina intelectual aborda, en general, el “sentido” de la vida, ésta sería la que se suele englobar bajo el epígrafe de “humanidades”. Pero E. O. Wilson es un científico que no está de acuerdo con esta convención tan extendida que separa ambos conocimientos.

En las próximas décadas, la mayoría de avances tecnológicos probablemente acontezcan en lo que solemos llamar BNR: biotecnología, nanotecnología y robótica. (…) Dentro de unas décadas el conocimiento de la cultura tecnocientífica será brutal comparado con el de ahora, pero también será el mismo en cualquier parte del mundo. Lo que sí continuará evolucionando y diversificándose eternamente son las humanidades. Si nuestra especie tiene un alma, ésta reside en las humanidades. (…) Si el poder heurístico y analítico de la ciencia pudiera sumarse a la creatividad introspectiva de las humanidades, la existencia humana ganaría un sentido infinitamente más productivo e interesante.

La empresa más grande de todos los tiempos: la unidad de la raza humana. 

El prerrequisito para lograr ese objetivo es lograr una autocomprensión certera. Así pues, ¿cuál es el sentido de la existencia humana? He insinuado que es la epopeya de la especie, que empezó con la evolución y la prehistoria biológicas, continuó en la historia documentada, y ahora es también aquello en lo que elegiremos convertirnos, que avanza más y más rápido, día tras día, hacia un futuro indefinido.


  Es decir, captar el sentido de la existencia humana nos permitiría elegir ante nuestras expectativas de futuro. Eso es una elección moral: elegir, de entre lo posible, qué es lo mejor para el bien común (¿o para el bien de la especie?). Y a la hora de hacer tal cosa, requerimos un punto de vista, un posicionamiento general: el que nos da el sentido para nuestra elección.

Doy mi voto al conservadurismo existencial: nuestro deber sagrado de preservar la naturaleza humana biológica.

  ¿Deber sagrado?

Después de haber conseguido que pueda accederse a todo el conocimiento cultural con la pulsación de unas pocas teclas, y tras lograr la construcción de robots que son mejores que nosotros a la hora de pensar y de trabajar —proyectos que ya llevan tiempo en marcha—, ¿qué nos quedará por hacer a los humanos? Sólo es posible una respuesta: optaremos por conservar la mente humana que tenemos hoy; una mente excepcionalmente enrevesada, autocontradictoria, conflictiva consigo misma, infinitamente creativa. Ésa es la verdadera Creación, el don que se nos otorgó antes de que lo reconociéramos como tal, antes de que supiéramos su significado, antes de la invención de la imprenta de tipos móviles, antes de que emprendiéramos viajes espaciales. Seremos conservadores existenciales: decidiremos no inventar un nuevo tipo de mente para injertarla encima de los sueños (desde luego débiles y erráticos) de nuestra vieja mente, ni tampoco optaremos por suplantarla. 
 
  Pero ¿en base a qué autoridad moral hemos de satisfacernos con ese "don que se nos otorgó” (¿quién lo otorgó?, ¿una voluntad externa al ser humano?), cuando en base a nuestras propias capacidades para la producción de herramientas (la inteligencia artificial también lo es, tanto como el hacha de sílex) es posible ir mucho más allá?

  E. O. Wilson elige ser “conservador existencial”. Tal vez no a todos parezca una buena idea. Si se tiene la opción de ser mejor, de ser diferente pero mejor a partir de la tecnología futura posible, no parecería esto más temible que la situación en la que se halla un niño inteligente de diez años que considera con lucidez los cambios en su vida y en su mente que habrá de afrontar al cabo de sus siguientes y previsibles otros diez años de vida, cuando ya sea un adulto y, no dejando de ser quién es, sin duda se comportará de acuerdo con deseos muy diferentes. El conservadurismo durante la infancia no es recomendable. Y tiene “sentido” considerar que la humanidad está ahora en su infancia.

   No se fundamenta la necesidad de tal “conservadurismo existencial” como no sea por una un tanto narcisista admiración por las peculiaridades del género humano como fruto de un proceso de selección natural en el que nos comparamos con las especies menos desarrolladas.

   A lo largo del libro, se nos muestra cómo se formó probablemente la singularidad “eusocial” de la humanidad. Como científico evolutivo, el autor considera que es esta peculiaridad con respecto a las demás especies la que ha generado todo lo que nos caracteriza, lo que nos une a todos los humanos (aquello que nos hace únicos ante la Naturaleza es lo que nos hace iguales entre nosotros). La “eusocialidad” es una característica muy especial de algunos animales. Y la “eusocialidad” es también la base de nuestras más queridas emociones y sentimentos.

Las formas más complejas de organización social surgen de niveles elevados de cooperación. Las fomentan actos altruistas que desempeñan, por lo menos, algunos de los miembros de la colonia. El grado de cooperación y altruismo más elevado es el de la eusocialidad, en la cual algunos miembros de la colonia renuncian a su reproducción personal, en parte o totalmente, con tal de incrementar la reproducción de la casta «real».

La singularidad humana [parte de] la división altruista del trabajo en un nido protegido (…) Tres de las líneas que llegaron a este nivel preliminar final son mamíferas, en concreto, dos especies de ratas topo y el Homo sapiens, esta última un descendiente extraño de los simios africanos. Catorce de los veinte triunfadores de la organización social son insectos. Tres son camarones marinos que viven en arrecifes de coral. Ninguno de estos animales no-humanos cuenta con un cuerpo ni (por lo tanto) con una capacidad cerebral lo suficientemente grandes como para alcanzar un nivel de inteligencia elevado.

  La “eusocialidad” de unos animales con cerebros tan grandes como los nuestros es la que ha producido este fenómeno extraño en el mundo animal que es la expansión del “Homo Sapiens”. Viene a cuento reflejar cómo E. O. Wilson señala el probable proceso selectivo –ya vislumbrado por Darwin- que llevó a la expansión del altruismo: la “selección de grupo”

Para obtener altruismo, cooperación y división laboral a nivel grupal —en otras palabras, para lograr sociedades organizadas— es necesario un nivel distinto de selección natural. Ese nivel es la selección de grupo.

  En la selección de grupo, los humanos actúan por el bien de perfectos extraños, no emparentados (recordemos que los otros animales eusociales, no solo las hormigas, sino también las ratas topo, son parientes entre sí: se sacrifican por sus hermanos, no por perfectos extraños)

Dentro de un grupo, los individuos egoístas se imponían sobre los altruistas; pero los grupos formados por altruistas se imponían sobre aquellos compuestos por egoístas. Es decir, aunque corramos el riesgo de simplificar demasiado, la selección individual fomentaba el pecado, mientras que la selección grupal fomentaba la virtud. Así pues, la selección multinivel de la prehistoria sentencia a los humanos a un conflicto eterno. Oscilan inestables, en constante cambio, entre las dos fuerzas extremas que los crearon.

    Es sorprendente que estos fenómenos de selección de grupo llegaran a darse. Puede parecer fácil que un grupo prospere en un momento dado gracias al sacrificio de los altruistas… pero no lo es tanto que esta situación se mantenga a lo largo de generaciones, porque el sacrificio de los altruistas, lógicamente, haría también desaparecer las características altruistas hereditarias ya que los que tienden a sacrificarse por fuerza dejarán menos descendencia que los que no se sacrifican. En cualquier caso, una vez el fenómeno acabó produciéndose y el grupo que siempre contaba con individuos altruistas logró consolidarse… entonces su progresión resultó imparable.

  Cabe preguntarse entonces si esta peculiaridad seleccionada tan asombrosa no será más bien la que da sentido a la vida, y no tanto nuestra vinculación con el mundo de la naturaleza del que surgimos pero en cuyo desarrollo en su conjunto, como individuos, no participamos (ningún ser humano, ni ningún ser vinculado con el ser humano, ha tomado decisión alguna acerca del surgimiento de los seres vivos). No solo vivimos en sociedades caracterizadas por la eusocialidad y las pulsiones morales que nos llevan a la práctica benéfica del altruismo, sino que experimentamos en nuestras propias vidas las emociones propias de los seres altruistas y que son estas emociones (amistad, amor, afecto) las más valoradas en nuestra vida privada. Las peculiares cualidades cooperativas de nuestra especie conforman nuestra psicología diaria. Nuestra vinculación con la naturaleza y con nuestro origen biológico no. 

No estamos predestinados a alcanzar ninguna meta, ni tampoco podemos responsabilizarnos de cualquier poder que no sea el nuestro. 

[Son] rasgos idiosincrásicos de nuestra especie (…) la curiosidad intensa, incluso obsesiva, que siente la gente por los otros (…) el abrumador deseo instintivo de pertenecer a un grupo ya de entrada, algo que tenemos en común con la mayoría de animales sociales.


  Porque existe el peligro de que pasemos, más allá de las supersticiones tradicionales sobre la existencia del mundo de lo sobrenatural (que en esencia se trata de una conexión ilusoria entre la subjetividad personal y el mundo natural) a una nueva superstición “ecológica” (el “conservadurismo existencial”) como si tuviéramos alguna responsabilidad sobre el mundo natural… olvidándonos de que la mera existencia de tal mundo como un conjunto en sí -como abstracción- procede exclusivamente de nuestras mentes.

Cargamos con toda la responsabilidad de sacarnos a nosotros mismos y a cuantos más seres vivos podamos de ese atolladero, y emprender una existencia edénica sostenible. Nuestra decisión será profundamente moral. Para cumplirla dependemos de un conocimiento que aún nos falta y de un sentimiento de decencia común que todavía somos incapaces de sentir. Somos la única especie que ha comprendido la realidad del mundo viviente, que ha visto la belleza de la naturaleza y que le ha dado valor al individuo. Sólo nosotros hemos valorado la cualidad de la misericordia entre los de nuestra clase. Ahora, ¿podríamos preocuparnos también por el mundo viviente que nos dio a luz?
   
  Observemos que eso puede ser más grave de lo que parece a primera vista

Si nos resignáramos a las ansias de la selección grupal nos convertiríamos en robots angelicales —una versión gigantesca de las hormigas—.

   E. O. Wilson ve aquí un  peligro, cuando lo que ahí tenemos es una posible solución a los problemas humanos. Esa “versión gigantesca de las hormigas” fruto de la selección por el grupo de los instintos más altruistas y prosociales, si bien no sería la forma “natural” de la condición humana sí es a lo que parecen apuntar nuestras tendencias sociales expresadas en la cultura contemporánea (como aspiración, no como realidad, de momento), y son estas tendencias sociales las que marcan nuestra peculiaridad. El “hombre en estado de naturaleza”, el hombre prehistórico, practicaba el altruismo solo bajo ciertas limitaciones impuestas por su historia evolutiva. Los “robots angelicales” practicarían el altruismo de forma masiva, lo que resultaría en comportamientos sociales y desarrollo tecnológico absolutamente imprevisibles hoy pero siempre en el sentido de un ahondamiento aún más profundo de las prácticas prosociales que tanto nos importan como individuos (por las emociones gratificantes derivadas de ellas). 

Nos frena la Maldición Paleolítica: las adaptaciones genéticas que tan bien nos funcionaron durante millones de años de existencia cazadora-recolectora cada vez estorban más en una sociedad globalmente urbana y tecnocientífica. Por lo visto, somos incapaces de estabilizar las políticas económicas y cualquier forma de gobernación que esté por encima del nivel de una aldea. Además, gran parte de la gente del mundo todavía se somete a religiones organizadas tribales, dirigidas por hombres que reivindican un poder sobrenatural para ganarse la obediencia y los recursos de los creyentes. Somos adictos al conflicto tribal, algo que es inofensivo y entretenido si lo trasladamos a los deportes de equipo, pero que resulta letal cuando se traduce en luchas étnicas, religiosas e ideológicas.

  La Maldición Paleolítica no nos deja en un callejón sin salida si consideramos que, a lo largo del proceso civilizatorio, hemos construido, y transmitido culturalmente, nuevas estrategias psicosociales en el sentido de la “eusocialidad” universal (es decir, no limitada a las relaciones de parentesco). Estas estrategias (como la filosofía y religión éticas, el humanismo políticamente organizado, las terapias psicológicas…), al readaptar nuestros deseos, nos permiten controlar con creciente eficacia el tribalismo, el sobrenaturalismo, el irracionalismo, la agresividad y el resto de instintos naturales del Paleolítico. El resultado a medio o largo plazo sería precisamente esa versión gigantesca de las hormigas que no solo tiene a su alcance la posesión de unas capacidades inmensas de transformar el entorno gracias a la tecnología, sino que además se puede convertir en una manifestación única de la naturaleza, tan única y original que no se atendría a modelo conservador alguno.

   La idea de que debemos vivir en armonía con la misma naturaleza que nos ha situado en una posición casi imposible supone una contradicción. La Naturaleza, de la que surgimos, es hoy nuestra enemiga (la “Maldición Paleolítica”). O, para decirlo de forma más afín a la psicología evolutiva que apoya el autor de este libro: habiendo surgido la condición existencial del ser humano de una serie de procesos de selección excepcionales pero ya conocidos en la naturaleza (la eusocialidad y la selección de grupo), ahora nos toca inaugurar procesos de selección ya no solo excepcionales, sino únicos… aunque probablemente presentidos a lo largo de las culturas religiosas de la Antigüedad.

  El conservadurismo existencial no tiene sentido en la misma medida en que no tiene sentido la existencia de un ser como el Homo Sapiens. En realidad, la naturaleza no tiene sentido. Somos los humanos los que le damos un sentido y, aunque pueda sonar equívoco, el sentido se limita a nuestra propia peculiaridad como seres biológicos únicos. El ser únicos hace que sea coherente mantener una actitud única que no tiene por qué ser “conservadora”.

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