lunes, 29 de diciembre de 2014

“La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, 1905. Max Weber

  El famoso libro del profesor Max Weber sobre ”La ética protestante y el espíritu del capitalismo” supuso la primera formulación académica de una realidad que muchos llevaban tiempo sospechando: que existe una relación directa entre el progreso social (y específicamente el económico) y las doctrinas religiosas

¿Qué serie de circunstancias ha determinado que sólo sea en Occidente donde hayan surgido ciertos sorprendentes hechos culturales (ésta es, por lo menos, la impresión que nos producen con frecuencia), los cuales parecen señalar un rumbo evolutivo de validez y alcance universal? Es únicamente en los países occidentales donde existe “ciencia” en aquella etapa de su desarrollo aceptada como “válida”. (…) La historiografía china, que logró gran profusión, careció del pragma tucididiano. En la India hubo precursores de Maquiavelo; sin embargo, la teoría asiática del Estado se encuentra falta de una sistematización similar a la aristotélica y de toda clase de conceptos racionales. Fuera de Occidente no hay una ciencia jurídica racional

Así acontece también con respecto al poder de mayor importancia en nuestra vida moderna, el capitalismo. Tanto el deseo de lucro, como la tendencia a enriquecerse hasta el máximo, en especial monetariamente, no guardan ninguna relación con el capitalismo (…) El capitalismo debería ser considerado, justamente, como una sujeción o, al menos, como la moderación racional de este instinto desmedido de lucro.

Nos interesa (…) la investigación acerca de cuáles fueron los incentivos psicológicos originados por la convicción religiosa y la práctica de la piedad que señalaron situaciones para la vida y en ellas sujetaron al hombre

  Alemania era un país idóneo para llevar a cabo ese tipo de hallazgos, pues en esta nación coexistían  dos grandes iglesias muy diferenciadas

Remontándonos al año 1895, ponemos el ejemplo de que en Baden existía un capital tributario integrado por rentas de capital de 954,060 marcos por cada millar de protestantes, frente a 589,000 marcos por la misma suma de católicos. Los judíos, por su parte, superaban en exceso estas cifras, pues por cada mil de ellos correspondía cuatro millones de marcos.

  La diferencia era grande, pues, entre alemanes protestantes y alemanes católicos. Parecía entonces explicar también en buena parte por qué naciones mayoritariamente católicas, como España e Italia, estaban menos desarrolladas económica y socialmente que naciones cuya población era en su gran mayoría protestante, como Inglaterra u Holanda.

  Max Weber trata de analizar el mecanismo de esta diferenciación. En teoría, las religiones se ocupan poco de promover los intereses económicos. Si acaso, se ocuparían de promover los intereses morales. Pero ciertos usos y actos de la vida ciudadana parecen muy relacionados con la Iglesia frecuentada por cada comunidad de individuos.

Los protestantes, tanto en calidad de oprimidos u opresores, como en mayoría o minoría, han revelado siempre una singular inclinación hacia el racionalismo económico, inclinación que no se manifestaba entonces, como tampoco ahora, entre los católicos en ninguna de las circunstancias en que puedan hallarse. La causa de tan disímil conducta habremos de buscarla no sólo en una cierta situación histórico-política de cada confesión  sino en una determinada y personal característica permanente.

  ¿Racionalismo?

El “capitalista aventurero”, ha existido en todas partes del mundo (…) [pero] en Occidente existe un tipo de capitalismo desconocido en cualquier otra parte del mundo: la organización racional-capitalista del trabajo básicamente libre. En cualquier otro lugar no existen más que atisbos, embriones de ello.

  El cristianismo, sin embargo, surgido con un mensaje social que promovía el desprendimiento y cierto igualitarismo, no podía promover las riquezas directamente. ¿Debemos considerar, por tanto, que los cristianos se enriquecen “a pesar suyo”? ¿Como consecuencia de ser más racionalistas en su búsqueda de la virtud?

El espíritu ascético del cristianismo fue el que originó uno de los factores que intervinieron, a su vez, en el nacimiento del moderno espíritu capitalista y hasta de la propia civilización de hoy en día: la racionalización del comportamiento 

Lo primordial es conocer las características particulares del racionalismo occidental, así como explicar sus orígenes.

  Todas las religiones han buscado siempre la virtud. La razón de ser y la necesidad de las religiones siempre ha sido esa: fomentar un comportamiento social más armonioso que haga posible una mayor cooperación entre los hombres. Convivir exige sacrificios mutuos y el cristianismo ofreció su propia fórmula mediante el ascetismo, una disciplina de los propios deseos organizada en torno a las exigencias de una divinidad superior. Una divinidad obviamente superior al ser humano, pero que a la vez no puede ser extraña a él en su forma de expresión, en su espíritu. De ahí la exigencia de racionalidad que lleva a desarrollar el comportamiento humano en base a las pautas marcadas por la divinidad. En este contexto de racionalidad, surge la sacralización del trabajo.

El trabajo es el medio ascético más antiguo y acreditado; así lo ha reconocido la Iglesia occidental en todas las épocas. Ante la tentación sexual, así como la duda o la ansiedad religiosa, se recetan varias curas: dieta moderada, alimentación vegetariana, baños fríos; pero, en especial, esta máxima: “trabaja tenazmente en tu profesión”.

  Así pues, la peculiaridad del protestantismo tenemos que verla a partir de la misma condición ascética del cristianismo. Los protestantes dieron su propia respuesta a la búsqueda de la virtud más allá de las fórmulas cristianas ya conocidas. Puesto que se trataba de una Iglesia reformada, debía de ofrecer una alternativa mejor. Más virtud y más eficaz.

El concepto ético-religioso de profesión (…) traduce el dogma extendido a todos los credos protestantes, opuesto a la interpretación que la ética del catolicismo divulgaba de las normas evangélicas (…) Como única manera de regirse en la vida que satisfaga a Dios acepta no la superación de la moralidad terrena por la mediación del ascetismo monacal, sino, ciertamente, la observación en el mundo de los deberes que a cada quien obliga la posición que tiene en la vida, y que por ende viene a convertirse para él en ‘profesión”.

  El ejercicio del trabajo cotidiano se convierte doblemente en “profesión”: se trabaja en servicio a la comunidad y a la vez en servicio a Dios. Aunque éste es un principio extendido a todas las variedades de iglesias protestantes, se resalta en algunos casos más que en otros. Max Weber cita, por ejemplo, a los cuáqueros

De acuerdo con la moral cuáquera, la vida profesional del individuo debe ser una práctica ascética y consecuente de la virtud, una justificación del estado de gracia en la honestidad, esmero y normas que se aplican en la propia observancia del trabajo profesional

   Pero Weber se interesa en especial por las congregaciones más poderosas en Europa Central y del Norte, por los luteranos y los calvinistas. Encuentra entra ellos grandes diferencias.

No se podría concebir a la Reforma sin el ánimo evolutivo propio de Lutero, y a la recia personalidad de él se debe su ineludible sello; sin  embargo, sin el calvinismo su obra reformista no hubiera perdurado. (…) La vida religiosa y la manera de obrar en el mundo por parte de los calvinistas guarda una relación de índole fundamental distinta a la que es peculiar de los católicos y luteranos (…) constituye la idea religiosa que originó todas y cada una de las luchas relativas tanto a la religión como a la cultura de los pueblos civilizados más avanzados dentro del capitalismo, esto es: el de los Países Bajos, de Francia e Inglaterra, durante los siglos XVI y XVII

  Veamos en qué consiste la peculiaridad del calvinismo. Lo que más se conoce generalmente de esta iglesia reformada es su doctrina acerca de la predestinación, es decir, que el individuo, desde el momento en que nace, ya está juzgado por Dios para la salvación o la condenación. Esto conllevaría, en opinión de Weber, determinadas consecuencias psicológicas, entre ellas, por supuesto

La determinación del influjo de ciertos ideales religiosos en la constitución de una “mentalidad económica” 

  En tanto que se da

el gran ascendiente de la doctrina de la predestinación en el más ínfimo pormenor del comportamiento y la manera de concebir la vida 

  El calvinista está salvado o condenado porque Dios le juzga no en base a sus obras o a su voluntad, sino en base a lo que él es como individuo, en base a lo que él es como persona particular, expresión de su psicología íntima, inalterable, inconfundible. No se trata, por tanto, de cambiarse a sí mismo, sino de aceptarse como se es realmente. Ahora bien, ¿cómo es realmente uno?, ¿cómo salir de la incertidumbre de si se está entre los salvados o los condenados?: tu propia vida, cada día de tu existencia, es el testimonio, la prueba evidente de si serás salvado o condenado. Evidente para ti, y evidente también para los que te rodean…

El calvinista elabora para sí su propia salvación, mejor dicho, la, seguridad de ella. Ahora bien, esto no implica (como en el catolicismo) el hecho constante de acumular buenas obras aisladas; conviene más pronto el propio control metódico ante la alternativa que se presenta a diario de ¿elegido o condenado?

Las buenas obras no son absolutamente adecuadas si se las conceptúa como recursos para alcanzar la bienaventuranza, pero, esto sí, en su calidad de signos de la elección son absolutamente necesarias, por cuanto constituyen un factor técnico que, aun cuando no patentiza la bienaventuranza, es favorable para desasirse de la contrita ansiedad por alcanzarla.

Los calvinistas, de acuerdo con “su” Dios, no se veían obligados a la realización de tal o cual “buena obra”, antes bien a una santidad en el obrar a un alto nivel del método. Ya no se menciona a la doctrina católica (y positivamente humana) oscilante entre el pecado y la contrición, así como la penitencia, la descarga de conciencia y la nueva caída del pecador; tampoco se fija para la vida un saldo purificante por castigos temporales y que pueden ser anulados por la intervención eclesiástica de la gracia. Así fue como el hombre común se desprendió del sello anárquico e intermitente de su comportamiento ético, reemplazándolo ya por un planteamiento y una metodización del mismo.

En vez de aquel pecador humilde, sumiso, que ha recibido la gracia acordada por Lutero, y que podía ser santificado si con su arrepentimiento se confía a Dios, ahora se modelan “santos” con personalidad propia,como los que saltan a la vista personificados en determinados hombres de negocios del capitalismo en su época.

  Este rigor inaudito tiene, sin embargo, una consecuencia muy “burguesa”: el que la vida cotidiana se convierte, para el hombre religioso, en el escenario de la lucha extrema por la virtud (o más bien por averiguar si se cuenta con tal virtud, poniéndola a prueba cada día, en cada circunstancia), se trata de

la tesis sostenida con firmeza de que la observación de los propios deberes en el mundo es la sola manera de complacer a Dios

El pietismo, desde nuestro personal punto de vista, diríamos que constituye, simplemente, la “ascetización” de la conducta, mediante el sistemático ejercicio y control

Los puritanos creían profundamente que Dios bendice a los suyos concediéndoles el triunfo en su trabajo

  (“Pietismo” y “Puritanismo” son denominaciones de otras tendencias protestantes en el sentido calvinista)

  De ahí que este rigor en la vida mundana tenga consecuencias económicas…

Tan pronto como el ascetismo traspuso el umbral de los claustros monacales a fin de integrarse en la vida profesional y regir la ética mundana, tomó parte, en la medida de sus posibilidades, en la erección de este colosal mundo del orden económico moderno

  La referencia a los claustros es muy importante, porque antes de la Reforma, la excelencia de la vida religiosa era la que llevaban a cabo los monjes, diferenciados de la vida cotidiana de los seglares, menos perfectos que ellos. Con la reforma, esa separación, como hemos visto, desaparece. El rigor monacal se extiende universalmente, lo que implica la racionalidad propia en la vida seglar de la conducta reglamentada del claustro.

El ascetismo cristiano de Occidente se distinguió siempre por un sello racional. En ello se apoya, justamente, el significado histórico de la vida monástica occidental (...). De ese sello está impregnada la regla de San Benito y, también, la de los cluniacenses, aún más se destaca en la orden cisterciense y muy particularmente en la jesuítica, cuyo ascetismo se independiza por igual de la anárquica evasión del mundo y de la incesante aflicción por la virtud en sí, a fin de adquirir una sistematización del proceder racional, y mejorar el status naturae, arrebatando al hombre del dominio de los deseos irracionales y restituyéndole su libertad ante el mundo y la naturaleza. Así quedaba testificada la preponderancia de una planificación de la voluntad, se sujetaban sus actos al propio control constante, se educaba (de una manera objetiva) al monje en calidad de trabajador al servicio del reino de los cielos y (de un modo subjetivo) se le infundía, a su vez, la seguridad de la salvación del alma. (…) Este propio dominio incesante, propósito explícito de los exercitia de San Ignacio y de las formas más elevadas de las virtudes racionales monásticas, coincidía con la racionalización del proceder obligado en el puritanismo.

  Todavía hoy muchos católicos creen que el protestantismo supuso una relajación de las exigencias de piedad entre la ciudadanía. Todo lo contrario. El protestantismo, sobre todo el calvinista o puritano, exigía una piedad mucho más acusada precisamente porque al disminuirse mucho el poder y la influencia del estamento eclesiástico, las exigencias extremas de la virtud pasaban a la totalidad de la ciudadanía.

Opuestamente a la concepción del catolicismo, lo característico y específico de la Reforma es el hecho de haber acentuado los rasgos y tonos éticos y de haber acrecentado el interés religioso otorgado al trabajo

El hecho de fundamentar la ética profesional de la doctrina de la predestinación dio por resultado el reemplazo de la aristocracia espiritual de los monjes, que se sucedía fuera y a espaldas del mundo, por la de los santos en él

  El éxito del protestantismo en la nueva sociedad económica del siglo XVI en adelante (grandes estados, ascenso de la burguesía, comercio internacional…) hace que sus peculiaridades ascéticas tan convenientemente vinculadas al racionalismo acaben siendo imitadas por su gran rival en la cristiandad, el catolicismo. Ya hemos visto cómo la orden de los jesuitas, poderosa impulsora de la Contrarreforma, adoptará su propia versión de la sistematización racional de la vida ascética.

La religiosidad católica moderna implantada por los jesuitas, sobre todo en Francia, y los más estrictos centros eclesiásticos reformados, coincidían en la costumbre de llevar la cuenta de los pecados, las tentaciones y los frutos cosechados en la gracia, anotando la síntesis en el libro diario religioso

  Pero a los católicos les seguirá pesando una grave limitación: la falta de autonomía del laborioso asceta con respecto a la autoridad eclesiástica

En tanto que el católico se valía de este libro para una cabal confesión, o bien al ponérsele en conocimiento del “director espiritual”, a éste le servía de fundamento para extremar el principio de autoridad en la dirección del cristiano (y aún más de las cristianas), mientras que el creyente reformado “se tomaba el pulso” con él, sin otra ayuda que la propia. Los teólogos moralistas, especialmente los de cierta importancia, se refieren a este libro. El propio Benjamín Franklin nos da un ejemplo clásico al contabilizar en forma de sinopsis y como estadística, los progresos por él logrados en cada una de las virtudes

  Dicho sea de paso que la invención de los diarios personales modernos, esa sorprendente herramienta de autoanálisis psicológico, tiene también este origen, a la vez sagrado y profano, de los libros de contabilidad

   La peculiaridad de la vida económica del puritano tendría una interesantísima consecuencia añadida, aparte de la inevitable eficacia que es consecuencia de la autodisciplina y la fiscalización de la comunidad que vigila la virtud de cada ciudadano, y es que el puritano, esa especie de monje seglar, no trabaja para enriquecerse y disfrutar de su dinero para darse lujos, vicios y caprichos…

Como sea que el capital amasado no debía disiparse vanamente, resultaba obligado invertirlo con propósitos fructuosos

 Y precisamente, lo que caracteriza el capitalismo moderno y que lo diferencia con otras formas de enriquecimiento financiero ya conocidas en la Antigüedad, es el hecho de la inversión, el vincular el dinero con la producción. De hacer, por tanto, que repercuta socialmente. El dinero ni te lo gastas ni te lo guardas: lo inviertes y lo haces producir más, y cuando tienes más, lo vuelves a invertir… El puritano no es un judío avariento, ni un lujurioso pagano: se enriquece por su trabajo y proclama públicamente el valor de su dinero… por ser fruto de su virtud de hombre racional y esclarecido.

Al desear racionalmente el lucro de índole capitalista, la correspondiente actividad se basa en un cálculo de capital, esto es: se integra en una serie planeada de verdaderas prestaciones provechosas o particulares, como medio adquisitivo, de modo que el valor de los bienes estimables monetarios (o el valor de apreciación calculado con periodicidad de la riqueza valorable en moneda, de una empresa estable) en el balance final deberá superar al “capital”, digamos al valor estimativo de los medios adquisitivos reales que fueron aplicados para la adquisición por cambio, que deberá, por consiguiente, aumentar sin interferir con la existencia de la empresa.

  Los abusos del capitalismo llevaron más tarde a relacionar popularmente el enriquecimiento de las clases altas de la sociedad industrial con una continuidad de la opresión de los poderosos sobre los desposeídos. La desigualdad persistió, desde luego, y el uso de la tecnología la hizo más espectacular en ocasiones, pero los progresos sociales nunca han sido fáciles y lo que no puede negarse hoy, contemplando la revolución económica del capitalismo y su consecuente industrialismo en perspectiva, es que su origen está en un cambio del comportamiento de los habitantes de las ciudades, deseosos de obtener una mayor libertad y autonomía. El protestantismo encarnó esas aspiraciones: la religión –la virtud- se identificó con la vida cotidiana, con el trabajo, con el juicio de la comunidad que se hacía autónoma, responsable y que, en consecuencia, se hacía merecedora de la libertad .

  El hombre virtuoso ya no dependía de los dictámenes del estamento eclesiástico. Ahora la virtud se buscaba en el día a día, estaba a la vista de todos, puesto que se proclamaba que Dios estaba en todas partes y la Fe del hombre se hacía evidente en todos sus actos, y no solo en los Sacramentos. La vida religiosa se hacía íntima, psicológica y social porque se manifestaba de forma inequívoca. También democrática: cada cristiano podía ser tan virtuoso como el sacerdote, no había estamentos de excelencia ante Dios del mismo modo que no había distinciones entre las almas en el Cielo. Esto generó confianza a la comunidad, ahora que la virtud era pública y debía ser demostrada diariamente. También generó disciplina en el cristiano, que debía cuidar él mismo de su propia virtud, y no dependería ya de la intercesión de la Iglesia. Por ello el resultado fue también económico, y ahora los ricos podían decir que, si lo eran, era como consecuencia de su virtud.

   Y, habiéndose hecho ricos por ser virtuosos, hubiera sido absurdo que en adelante dejasen de ser tanto lo uno como lo otro. Esto explicaría las consecuentes obras de filantropía y la relativa ductilidad de la clase social alta en las naciones protestantes más desarrolladas que, paso a paso, sin grandes trastornos, iría aceptando lo que hoy llamamos “la economía social de mercado”.

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