martes, 2 de abril de 2013

“La tabla rasa” , 2002. Steven Pinker

   Steven Pinker, psicólogo de Harvard, es uno de los más destacados divulgadores científicos actuales acerca de la apasionante cuestión de la "naturaleza humana” y, de entre sus muchos libros, quizá “La tabla rasa” es el más popular de todos ellos. En él aborda temas como la educación, la violencia, el feminismo y el orden social, es decir, todo lo abordable dentro de lo que supone una reflexión bastante completa acerca de nuestro mundo y su futuro.

  Pero la hilazón de este extenso y documentado comentario (no falto de muy personales opiniones) es la crítica a lo que llama la “teoría de la tabla rasa”:

La idea de que la mente humana carece de una estructura inherente y que la sociedad y nosotros mismos podemos escribir en ella a voluntad.

  Esta teoría la relaciona Pinker con el optimismo de la era científica y la Ilustración: de una sociedad fijada en las tradiciones, que asignaba cruelmente a cada uno su lugar inamovible por causa de su nacimiento (condición de raza, sexo, clase social), pasamos a un mundo donde

cualquier diferencia que se observe entre las razas, los grupos étnicos, los sexos y los individuos procede no de una diferente constitución innata, sino de unas experiencias distintas.

   De ahí surge la idea de que mediante la ayuda de la ciencia, la fuerza de voluntad y la efectiva acción social, cualquier obstáculo al desarrollo humano podría ser superado, ya que el punto de partida siempre será la virtud natural del ser humano, lo que nos lleva, inevitablemente, a la idea del “Buen Salvaje”: 

La creencia de que los seres humanos, en su estado natural, son desinteresados, pacíficos y tranquilos, y que males como la codicia, la ansiedad y la violencia son producto de la civilización. 

  Durante buena parte del siglo XX los científicos sociales se acogieron a esta visión de la naturaleza humana que contaba con un notable componente democrático al considerar que todo individuo, nacido pobre o rico, de una u otra raza, de uno u otro sexo, podía alcanzar el mismo desarrollo intelectual y moral, y que para conseguir esto sólo teníamos que mejorar las condiciones sociales y establecer la pedagogía y la tecnología adecuadas.

  Pero esta visión también contaba con un componente autoritario, pues el control del entorno podía asimismo manipular a cualquier individuo a fin de que sirviera a fines interesados…

    Para Steven Pinker (entre otros muchos), este juicio acerca de la influencia del entorno en el comportamiento humano (relacionado con lo que puede también denominarse “ambientalismo”) está muy alejado de la realidad, y hoy ya contamos con conocimientos suficientes como para determinar unas cuantas cosas acerca de la naturaleza innata del Homo sapiens. Gracias a tales conocimientos nos es posible deshacer otros tantos equívocos al respecto, referidos, por cierto, no sólo al ser humano, sino también al conjunto de nuestros parientes, los animales irracionales.

La falacia naturalista es la creencia en que todo lo que ocurre en la naturaleza es bueno. (…) [Pero] el infanticidio, el fratricidio y la violación se pueden observar en muchos tipos de animales; la infidelidad es habitual incluso entre las especies llamadas «de pareja»; se puede esperar el canibalismo en todas las especies que no sean estrictamente vegetarianas; las focas leopardo matan a los pingüinos por diversión; la muerte debida a peleas es más común en la mayoría de las especies animales que en la mayor parte de las zonas urbanas deprimidas de Estados Unidos

  Y concretamente en el caso de los seres humanos, sabemos que el principal obstáculo a la cooperación y, por tanto, al desarrollo social, que es la violencia, también tiene un origen innato, y que existe una herencia genética, sobre todo en los varones, que nos hace agresivos en mayor o menor medida. Desde luego, también sabemos, de acuerdo con los registros antropológicos, que no hay ni nunca ha habido “buen salvaje” alguno, sino que, muy al contrario, el hombre no civilizado es mucho más violento que el civilizado, y sin más motivo para ello que el satisfacer sus necesidades ilimitadas de alcanzar la superioridad sobre sus semejantes en estatus social y posesión de mujeres (existe, en todo caso, una reserva en este tema en cuanto a la posibilidad de una muy escasa actividad bélica en el Paleolítico). 

  Pero “La tabla rasa” es un libro que no se limita en absoluto a polemizar acerca de estas teorías “ambientalistas”, ya que el autor nos proporciona al mismo tiempo todo tipo de informaciones valiosas y sorprendentes que se refieren a lo que se sabe, hasta el momento, de las características propias del comportamiento humano innato.

  Así, Pinker aborda la cuestión de qué es lo que propiamente convierte en humano el comportamiento de cada individuo, distinguiendo así su conducta de la de otros animales, tema éste que resulta esencial a  la hora de fundamentar nuestras normas éticas. 

Algunos filósofos morales intentan trazar una línea divisoria y equiparan la condición de persona con la posesión de los rasgos cognitivos que resulta que poseen los humanos. Entre ellos están la capacidad para reflexionar sobre uno mismo como un locus continuo de la conciencia, para elaborar y saborear planes para el futuro, para temer la muerte y para expresar la decisión de no morir. A primera vista, esa divisoria es atractiva porque coloca a los seres humanos a un lado y a los animales y los embriones al otro. Pero también implica que nada hay de malo en matar a los recién nacidos no deseados, a los ancianos seniles y a los disminuidos mentales, que carecen de esos rasgos cualificadores. 

  Sea dicho de paso que la objeción levantada por Pinker en la última frase es acorde con muchos usos culturales: el infanticidio de los recién nacidos es habitual en casi todas los pueblos primitivos y hoy se debate abiertamente el reconocimiento legal de la eutanasia. La polémica de estos casos quizá tendría más que ver, no tanto con las peculiaridades de la inteligencia humana, sino con implicaciones éticas “colaterales”, referidas sobre todo a la implicación emocional de quienes tomen parte en esas cruentas actuaciones: hoy se acepta el aborto con normalidad, mientras que nos horrorizamos si alguien arroja a un recién nacido a la basura... comportamiento que era tan aceptable como el aborto en la muy civilizada Grecia clásica.

  Otras características psicológicas que podrían ser propiamente humanas:
 
La composicionalidad es la capacidad de considerar un pensamiento nuevo y complejo que no es sólo la suma de los pensamientos simples que lo componen, sino que depende de sus relaciones. El pensamiento de que los gatos cazan ratones, por ejemplo, no se puede aprehender activando cada una de las unidades de «gatos», «ratones» y «cazar», porque este patrón podría servir igualmente para ratones que cazaran gatos.

Los científicos cognitivos creen que la capacidad para albergar proposiciones sin creérselas necesariamente -para distinguir «John cree que existe Santa Claus» de «Existe Santa Claus»- es una capacidad fundamental de la cognición humana

  Y otra notable información acerca de la mente humana que nos proporciona Steven Pinker en su libro es la que se refiere al fenómeno de la “reducción de la disonancia cognitiva»:

Es el proceso por el que las personas cambian cualquier opinión que convenga para conservar una autoimagen positiva. Equivale al autoengaño, que es una de las raíces más profundas de los conflictos y la locura humanos.

  Por lo demás, al abordar cuestiones tan críticas, es inevitable que se adopten posiciones polémicas de acuerdo con una visión personal:

Lo que es bueno para uno (la beligerancia) es malo para ambos, pero lo que es bueno para los dos (el pacifismo) es inalcanzable si ninguno puede estar seguro de que ésa sea la opción del otro.

  Es un principio que podría aplicarse a cualquier desventaja: nadie puede estar seguro de nada con respecto a lo que haga otro, pero aprendemos a confiar de acuerdo con las costumbres de nuestra cultura, y de lo que trata el pacifismo es de dar los primeros pasos que permitan cambios culturales en el sentido de alcanzar “lo que es bueno para los dos” de forma parecida a otros que ya se han dado y sobre los cuales el mismo Steven Pinker nos ilustra en su libro.

  Propiamente, se nos aportan noticias acerca de la teoría del “círculo expansivo” de Peter Singer, según la cual

las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad.  

  El pacifismo no supondría entonces más que extender el círculo hasta sus últimas consecuencias futuras, con independencia de que nos esto nos pueda parecer hoy tan inconcebible como la declaración universal de los derechos humanos le hubiera podido parecer a cualquier jurista de la Roma clásica.

  Y todo esto, sin menoscabo de una aproximación realista a los inconvenientes del mundo real:

En la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de las peleas. En primer lugar, la competencia; segundo, la inseguridad; tercero, la gloria.

Estudios sobre la guerra en las sociedades anteriores a la creación del Estado confirman que no es necesario que los hombres padezcan una escasez de alimentos o de tierras para entregarse a la guerra

  Observemos que esta gratuidad de la violencia tiene su origen en principios irracionales: la competencia es menos productiva que la cooperación -como puede comprobarse a simple vista-, la inseguridad nace de la escasez, que a su vez puede remediarse con la cooperación, y la gloria depende exclusivamente de una convención cultural que puede ser cambiada a voluntad. El mismo Pinker reconoce que el origen de los conflictos sociales suele estar en la “trampa hobbesiana”, enunciada por el famoso filósofo pesimista del siglo XVII Thomas Hobbes: todos tendemos a armarnos e incluso a atacar preventivamente ante la mera sospecha de vernos amenazados, actitud que, al extenderse, crea una situación de conflicto inevitable.

  En un sentido parecido, viene dada la explicación del altruismo que compensa la agresividad:

La generosidad social procede de una compleja serie de pensamientos y sentimientos cuyas raíces están en la lógica de la reciprocidad.

  Esta idea de “reciprocidad” presupondría la existencia de todo un instinto humano que no sería entonces de origen cultural. 

  Pinker, por eso, no cree mucho en el altruismo en sí, prefiriendo hablar de “altruismo recíproco”, concepto éste que resulta un tanto sospechoso: ¿uno puede llamarse “altruista” cuando actúa sólo guiado por el interés de que será correspondido? El mismo Pinker, sin embargo, tiene que reconocer que un puro altruismo (sacrificio del que no espera recompensa, lo cual excluye la “reciprocidad”) se da en todas las culturas humanas (también en muchos animales), incluso si eso supone que el altruista no sobrevive para tener la oportunidad de dejar su herencia genética a sus descendientes, ya que, en tal caso, la herencia logra igualmente transmitirse gracias a la dotación genética compartida por todos los parientes que se han beneficiado del sacrificio del altruista (esto es lo que suele llamarse el principio de la “adaptación inclusiva”-inclusive fitness). 

  Esto implicaría, pues, que el altruismo “puro” ("no recíproco”) existe y que, por tanto, puede fomentarse culturalmente y hasta extenderse genéticamente cada vez en mayor medida (por ejemplo, a medida que los sacrificios de los altruistas no sean ya tan extremados que limiten la transmisión de su herencia). 

  Y es que, cuando acabamos dándonos cuenta de que Pinker justifica la pena de muerte y rechaza el pacifismo, nos encontramos también con que su idea “pesimista” sobre la naturaleza humana (pesimista en tanto que no podemos manipular infinitamente tal naturaleza mediante medios culturales de control del entorno) parece un tanto tendenciosa y cargada de ideología. 

  Si se admite que las culturas han pasado de una extrema violencia entre los cazadores-recolectores (que son quienes nos han dejado la herencia genética que nos convierte en aquello que somos) a una extraordinaria disminución de la violencia en las sociedades modernas (menos guerras, gran descenso de la criminalidad, aumento del altruismo), entonces no se entiende por qué se da por sentado que existe un límite, en alguna parte, a la reducción de la violencia. Excepto que pensemos que nuestra forma social actual es inmejorable en el futuro (¿por qué hoy es inmejorable y hace cien años no lo era?).

  Pinker, por ejemplo, no relaciona la alta criminalidad en Estados Unidos con la pena de muerte que sigue existiendo en este país (y cuya inexistencia en los países de baja criminalidad debería demostrar lo inútil que es) y expone esta necia opinión:

«No hará que la víctima resucite», dicen quienes se oponen a la pena de muerte, pero lo mismo se puede afirmar de cualquier forma de castigo. 

   Claro, por supuesto, pero sucede que la pena de muerte no es “cualquier forma de castigo”, de la misma forma que el uso sistemático de la tortura o el exterminio de familias enteras por el delito cometido por uno de sus miembros tampoco son “cualquier forma de castigo” y han sido generalmente rechazadas en muchas culturas (tras larguísimos periodos en las que fueron muy bien aceptadas) una vez la resistencia conservadora fue vencida (es decir, una vez fue vencida la resistencia de actitudes equivalentes a la de Steven Pinker). De hecho, precisamente lo que cuestionan los opuestos a la pena de muerte es la necesidad de que existan castigos que hacen inviables las alternativas de corrección no punitivas.

  La evolución cultural consiste en el conocimiento y desarrollo de las opciones sociales, y, por lo tanto, el pacifismo tiene tanto sentido como las leyes punitivas moderadas en la medida en que ambas pueden ser igualmente aceptadas socialmente. Considerar el riesgo de que el otro no sea pacifista es como considerar el riesgo de que un asesino actúe según el pensamiento de que vale la pena matar en un país donde el castigo máximo efectivo por homicidio son sólo diez o quince años de prisión.  A un texano, partidario acérrimo de la pena de muerte, le parecería tan inevitable el que la gente recurriera habitualmente al asesinato en Dinamarca (donde, con los beneficios penitenciarios, un asesino rara vez pasa más de quince años en prisión, en un alojamiento confortable) de la misma forma que al señor Pinker le parece improbable una sociedad pacifista.

   No deja de ser relevante el que, a la hora de abordar la cuestión de los enfrentamientos entre grupos, Pinker considere la cuestión en base a principios menos conformistas de este tipo:

Se trata de desactivar la trampa de Hobbes con «medidas de construcción de confianza», por ejemplo, haciendo transparentes las actividades militares y aportando a una tercera parte como aval.

   El pacifismo, de hecho, no es más que una actitud racional de fomento de “medidas de construcción de confianza

  Igualmente, si en lo que se refiere al pacifismo Pinker se muestra, a la vez, un tanto ilógico y conservador, también lo es en lo que se refiere al feminismo:

Las tesis del sector alocado del feminismo asegura, por ejemplo, que el coito es una violación, que todas las mujeres deberían ser lesbianas, o que sólo se debería permitir que fuera macho un 10% de la población.  

  Pero si partimos de la idea de que la naturaleza humana se contradice con las aspiraciones de una humanidad pacífica y armoniosa (puesto que hemos dejado claro que el hombre “en estado de naturaleza” es más bien un indeseable) no parece que tengamos por qué considerar “alocadas” las opiniones –cualesquiera que éstas sean- que pretenden poner límites a la conflictividad social. Muchas ideas actuales socialmente aceptadas en materia sexual (madres solteras, matrimonios gais, inseminación artificial, "amor libre") también eran consideradas "alocadas" hace no tantos decenios, y es el mismo Pinker el que nos informa de que:

La violación podría haber sido adaptativa como una táctica oportunista, que se haría más probable cuando el hombre es incapaz de conseguir el consentimiento de las mujeres

  Y de que: 

Las chicas cometen asesinatos en un porcentaje del 10% respecto de los chicos

  Así pues, las teorías “alocadas” parecen hasta cierto punto justificarse por los conocimientos acerca de la naturaleza humana, propiamente por lo que sabemos de las tendencias violentas del comportamiento masculino. Sobre todo si tenemos en cuenta que el humanismo consiste precisamente en manipular esta misma naturaleza en beneficio del bienestar humano. Como el mismo Pinker afirma:

Si el interés biológico de la especie coincidiese con el interés particular humano, toda obligación ética se reduciría a reproducirnos lo más abundantemente posible.

   Precisamente ha sido la derrota de las pasadas concepciones de “la tabla rasa” y “el buen salvaje” las que nos llevan a admitir que el futuro social humano está alejado del “estado de naturaleza”. Y, de ahí, en adelante, todo puede ser posible, tanto las teorías “alocadas” de algunas feministas, como la misma posibilidad de una pacífica, indolora y armoniosa autoextinción de la especie.

    Cambiando un poco de tema, y ya para terminar, quizá lo más polémico del libro es el empeño de Pinker en convencernos de que
  
tanto la personalidad como la inteligencia demuestran poca o ninguna influencia del entorno familiar particular del niño dentro de su cultura: niños educados en una misma familia se parecen sobre todo por los genes que comparten.

   Esto resulta poco convincente, pues más tarde se reconoce, por supuesto, la relevancia del entorno, con lo que resulta difícil de distinguir el “entorno familiar particular" (es decir, el papá y la mamá) del otro entorno que sí es relevante:

Las diferencias entre las familias no importan dentro de las muestras de familias contempladas en esos estudios, que suelen ser más de clase media que la población en su conjunto. Pero las diferencias entre esas muestras y otros tipos de hogares podrían importar. Los estudios excluyen los casos de negligencia culpable, de malos tratos físicos y abusos sexuales, y de abandono en orfanatos sombríos, por lo que no demuestran que los casos extremos no dejen sus cicatrices.

   En suma, que hay tantas excepciones que resulta difícil estar de acuerdo con el señor Pinker en lo indiferente o irrelevante que pueden ser determinados tipos de entorno en la formación de la personalidad. Claro está que lo que el autor desea es hacer ver al gran público que, dentro de una familia cualquiera del mismo entorno social (sin entrar en casos extremos), sería irrelevante el esfuerzo que los padres hiciesen para mejorar el comportamiento de sus hijos, en la medida en que no se diesen “casos extremos”. Todo esto parece tranquilizador para los padres, que dejarían de estar obsesionados con su responsabilidad: no importa mucho lo que uno haga con su hijo (excepto que se llegase a “casos extremos” de abuso) porque el chico, al fin y al cabo, será lo que determina su herencia genética y su entorno “no familiar”. Gran comodidad. 

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