martes, 15 de noviembre de 2016

“El hombre y lo sagrado”, 1939. Roger Caillois

  Hace más de cien años, notables pioneros de la ciencia social, como James Frazier, Herbert Spencer o Emile Durkheim, comenzaron una indagación seria, profunda y apasionante acerca de la condición humana, acerca de unos cimientos psicológicos universales de la Humanidad que son difíciles de percibir por debajo del barniz de la “cultura civilizada”. Se buscaba confirmar la sospecha de que existe una naturaleza “salvaje” dentro de todo hombre de nuestro tiempo.

  Hacia la década de 1930 ya se habían alcanzado algunas conclusiones, de las cuales este libro de Roger Caillois (con constantes referencias a autores precedentes como Levy-Bruhl o Marcel Mauss) es una buena muestra.

  De todos los elementos decisivos de la vida humana en sociedad, el que más destaca, porque es el que más importancia tiene a la vez para el grupo y el individuo, es la religión.

La religión es la administración de lo sagrado. 

  No puede haber definición más orientadora, si bien, naturalmente, exige ser complementada, y aquí hay que seguir paso a paso:

Lo sagrado pertenece como una propiedad estable o efímera a ciertas cosas (los instrumentos del culto), a ciertos seres (el rey, el sacerdote), a ciertos lugares (el templo, la iglesia, el sagrario), a determinados tiempos (el domingo, el día de pascua, el de navidad, etc.). No existe nada que no pueda convertirse en sede de lo sagrado

  ¿Y qué implica que algo, cualquier cosa, reciba la estimación de poseer la propiedad de “sagrado”?

Se emplea con razón la palabra «sagrado» fuera del terreno propiamente religioso para designar aquello a lo que cada uno consagra lo mejor de su ser, lo que cada uno considera como valor supremo, lo que venera y a lo que sacrificaría incluso su existencia.

  ¿”Lo sagrado” como “valor supremo”?, ¿el valor inequívoco, lo que da razón de ser a cada cosa? No exactamente. O, al menos, originalmente no fue así. Los científicos sociales han encontrado en el origen del concepto de “lo sagrado” no solo lo benévolo, admirable y supremamente estimable.

Lo sagrado suscita en el fiel exactamente los mismos sentimientos que el fuego en el niño: el mismo temor de quemarse, el mismo afán de encenderlo; idéntica emoción ante lo prohibido (...) Toda fuerza, en estado latente, provoca a la vez el deseo y el temor, y suscita en el fiel el miedo de que venga a derrotarlo y la esperanza de que acuda en su socorro. Pero siempre que se manifiesta lo hace en un solo sentido, como manantial de bendiciones o como foco de maldición. 

  Es decir, “lo sagrado” es, en su origen, algo así como “la fuerza sobrehumana”. Se diría que el individuo, llegado al mundo desde la protección materna, se encuentra con un entorno peligroso de poderes extraños que son tan incontrolables como fascinantes. Éste puede ser el punto de partida de la distinción de “lo sagrado” opuesto a “lo profano”.

Cualquier definición que de la religión se proponga, es sorprendente advertir que envuelve esta oposición entre lo sagrado y lo profano, cuando no coincide pura y simplemente con ella

Toda concepción religiosa del mundo implica la distinción entre lo sagrado y lo profano, y opone al mundo donde el fiel se consagra libremente a sus ocupaciones, ejerciendo una actividad sin consecuencia para su salvación, un dominio donde el terror y la esperanza le paralizan alternativamente y donde, como al borde de un abismo, el menor extravío en el menor gesto puede perderle de manera irremediable.

El mundo de lo sagrado, entre otras características, se opone al mundo de lo profano como un mundo de energías a un mundo de sustancias. De un lado, fuerzas; del otro, cosas.

  Ésta no es la concepción cristiana de “lo sagrado”, en la cual un Dios tan misterioso como benevolente nos incita a desarrollar las mejores cualidades para alcanzar una convivencia armoniosa y próspera, ni tampoco es la concepción psicológica actual, en la que “lo sagrado” es aquello que ha sido interiorizado psicológicamente por el individuo en forma de símbolo, que posee un valor social y moral, y que se toma como referente que ha de ser considerado y respetado a partir de nuestra propia reacción emocional al invocarse (por ejemplo: el Holocausto judío se ha convertido en un símbolo sagrado en Occidente... pero no en el mundo árabe). La que Caillois nos muestra en su libro, en cambio, es la concepción originaria de “lo sagrado” en el hombre primitivo -el “hombre en estado de naturaleza”-, y en esta concepción dioses, demonios y otras entidades y símbolos sobrenaturales, con sus correspondientes mitologías y en el conjunto de sus manifestaciones, comparten más o menos la misma dimensión de lo misterioso, terrible o prohibido. Y aunque el ser humano de entonces ya conoce la moralidad (la capacidad para discernir los comportamientos que, o bien impulsan, o bien obstaculizan el bien común) el mundo de “lo sagrado” ni la conoce ni le importa conocerla, porque “lo sagrado” se encuentra en las fuerzas del entorno natural separado del hombre, cuyo hábitat, a su vez, constituye el mundo de “lo profano”. Ambos ámbitos han de entrecruzarse de forma inevitable, pero en esencia son mundos ajenos e incluso antagónicos.

La contagiosidad de lo sagrado lo impulsa a derramarse instantáneamente sobre lo profano, corriendo así el riesgo de destruirlo y de perderse sin provecho. (…) Lo profano necesita siempre de lo sagrado y se ve empujado a apoderarse de ello con avidez a trueque de degradarlo y de aniquilarse a sí mismo. Por eso deben reglamentarse severamente sus mutuas relaciones. Ésa es, justamente, la función de los ritos. Unos, de carácter positivo, sirven para trasmutar la naturaleza de lo profano o de lo sagrado según las necesidades de la sociedad; otros, de carácter negativo, tienen por objeto mantener al uno y al otro dentro de su ser respectivo, por miedo de que provoquen recíprocamente su ruina entrando en contacto en sazón inoportuna.

  Mediante la vida religiosa, el ser humano primitivo se desenvuelve frente a la esfera de la sobrenaturalidad que representa la naturaleza incontrolable… todo lo incontrolable que nos rodea. Indefenso ante una naturaleza hostil, el cerebro humano reacciona "antropomorfizando" lo natural incontrolable en lo sobrenatural accesible a través del mundo simbólico; aprende a respetar las prohibiciones, los límites de su capacidad, y aprende a obtener ventajas de su conocimiento de este mundo extraño y potencialmente terrible. El resultado de estas relaciones con “lo sagrado” parece revertir, a fin de cuentas, en beneficios para la vida en común, cuando menos porque da cohesión –por necesidad- a la comunidad afectada.

  En generaciones posteriores, en sociedades más avanzadas, el buen conocedor de la religión puede encontrar en el mundo de lo sagrado los más altos bienes. Pero este conocimiento es difícil de conseguir y se transmite culturalmente de generación a generación en un sentido que parece ciertamente progresivo. Al cabo, el hombre religioso moderno solo toma de la antigua forma de lo sagrado la estructura psicológica de interiorización de reacciones de extrema atención ante lo trascendente.

Si quisiéramos expresar en fórmulas abstractas el concepto del mundo que parece sugerir la polaridad de lo sagrado, su papel alternativamente inhibitorio y estimulante, tendríamos que describir el universo (y todo, dentro del universo), como una composición de resistencia y de esfuerzos. Por una parte, las prohibiciones protegen el orden del mundo, contienen el exceso, aconsejan una actitud de humildad, un saludable sentimiento de dependencia. Por otra, el reconocimiento del obstáculo crea la energía capaz de derribarlo

  Con el tiempo, el ser humano descubrirá que el camino del esfuerzo por descubrir los secretos de lo sagrado nos da la misma respuesta: hemos de aplicar nuestra imaginación, afinar nuestro juicio, almacenar y sopesar la experiencia, y es ese mismo proceso el que nos hará libres. La reacción interiorizada –automática como un instinto- del hombre primitivo ante lo sagrado lo precipita a tomar actitudes supersticiosas –ritos, ceremonias, exorcismos-, mientras que en la religiosidad moderna, el hombre civilizado reacciona cada vez más haciendo uso de su racionalidad (la Doctrina y la Teología son ejemplos claros de esto). Y gracias a la acumulación de la sabiduría milenaria, el individuo contemporáneo, ya imbuido de criterio científico, tratará de diseñar criterios de lo sagrado que se asignen a los conceptos, simbólicamente expresados, más adecuados al bien común.

   Lo que encuentran los científicos sociales, los antropólogos, los psicólogos, los historiadores y arqueólogos cuando indagan en el mundo religioso primitivo son ritos sociales cohesivos que permiten afrontar la presencia de lo sagrado pero en los que aún no está presente la sabiduría. Estos ritos sociales marcan también la diferencia entre la magia y la religión, pues la magia, si bien igualmente trata del individuo enfrentado a las fuerzas misteriosas de la naturaleza –básicamente hostiles, pero que pueden ser reconducidas mediante arcanas técnicas- carece de componente de cohesión social: el mago, el brujo, entra en el mundo de lo sobrenatural para su beneficio propio, y es esto lo que lo hace tan peligroso… tan antisocial.

[La] vida religiosa (…) se presenta como la suma de las relaciones del hombre con lo sagrado. Las creencias las exponen y las garantizan. Los ritos son los medios que las aseguran prácticamente.

  ¿Cómo se elaboran los ritos? En su origen remoto parecen balbuceos, manotazos, convulsiones durante una pesadilla… prácticas supersticiosas. Solo muy lentamente mostrarán coherencia.

Lo sagrado (…) emana del mundo oscuro del sexo y de la muerte, pero es el principio esencial de la vida y la fuente de toda eficacia, fuerza pronta a descargarse y difícil de aislar, siempre igual a sí misma, a la vez peligrosa e indispensable. Los ritos sirven para captarla, domesticarla, encauzarla por vías benéficas, para neutralizar, en fin, su poder corrosivo.

  Cuando las fuerzas de la naturaleza de las que emana lo sagrado se concretan en dioses, se da un paso adelante en la comprensión del entorno.

Frente a la uniformidad del ordenamiento universal, los dioses aparecen como principios de individualización. Tienen una personalidad. (…) El orden del mundo supone la barrera de las inhibiciones; el ejemplo de los dioses y de los héroes estimula a franquearlas. 

  Junto a los dioses, dentro de los mitos (que es el equivalente a la doctrina del hombre primitivo, el embrión de la futura sabiduría), aparecen ya los héroes, que son hombres privilegiados en sus relaciones con las deidades (Jesucristo, por tanto, es un héroe).

  Surgirán concepciones psicológicas de tipo moral a partir de la vida religiosa, y lo harán a partir de una distinción esencial que tiene que ver con cómo influye en la vida cotidiana la dualidad sagrado/profano:

La pureza es (…) a la vez la salud, el vigor, el valor, la suerte, la longevidad, la destreza, la riqueza, la dicha y la santidad; la impureza reúne en sí la enfermedad, la debilidad, la cobardía, la torpeza, los achaques, la mala suerte, la miseria, el infortunio, la condenación. No es posible percibir aún una aspiración moral. Una tara física, un fracaso, son censurados como si procedieran de una voluntad perversa y se consideran como su consecuencia o su signo. Recíprocamente, la destreza o el éxito manifiestan el favor de los dioses y parecen una garantía de virtud.

  Con el seguimiento correcto de las reglas de lo sagrado para determinar el bien común, aparecerá en la Antigüedad la idea de “pureza”, en el sentido de “virtud”, asociada a la acción benevolente y cooperativa; pero no existe ésta todavía en ese mundo de lo primitivo, de lo salvaje, que nos asusta y que hoy, al menos, nos parece tranquilizadoramente lejano en el tiempo. Ciertamente, hoy ya no tememos que un brujo utilice sus poderes para lanzarnos una maldición, ni que los sacerdotes exijan terribles sacrificios para satisfacer a los dioses. Para salir de este primitivismo tuvimos que crear nuevas religiones, nuevas concepciones de lo sagrado. Y ello conllevó importantes descubrimientos.

La iglesia ya no coincide con la ciudad, las fronteras religiosas con las fronteras nacionales. Pronto la religión se adhiere al hombre y no a la colectividad: es universalista, pero también, de modo correlativo, personalista. Tiende a aislar al individuo para situarlo solo frente a un dios al que conoce menos por sus ritos que mediante una efusión íntima de criatura a creador. Lo sagrado se hace íntimo y sólo interesa al alma. Se ve aumentar la importancia de la mística y disminuir la del culto. 

  Ahora ya vivimos –parece- en el mundo confortador de “lo profano”, donde nos parece posible que todo llegue algún día a ser comprendido; y cuando hablamos de “lo sagrado” nos fijamos en lo benigno, en los ideales más altos, convenciones sociales que nos dirigen a un mundo mejor.

  Pero no nos equivoquemos: la comprensión total no es asequible, las incertidumbres y misterios permanecen… así como la fascinación por las prohibiciones y los peligros. El hombre primitivo sigue dentro de nosotros.

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