lunes, 16 de septiembre de 2013

“Ética, cuestiones fundamentales”, 1982. Robert Speamann

  Los capítulos de este libro del prestigioso filósofo contemporáneo Robert Speamann pueden reducirse a preguntas clave de cualquier debate ético mucho más allá de los ámbitos académicos. Veamos esas preguntas y sus respuestas:

¿Son relativos el bien y el mal?

¿No existen culturas que tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay sociedades que mantienen la esclavitud? ¿No concedieron los romanos al padre el derecho de exponer al hijo recién nacido? 

  Ninguna respuesta que se dé a la pregunta puede negar los hechos… La historia no puede cambiarse, ni la naturaleza humana tampoco. Sin embargo…

Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree.

La disputa sobre el mal y el bien demuestra que la Ética es campo de litigios. Pero eso es también lo que demuestra justamente que no es algo puramente relativo, que el bien puede estar siempre en lo singular y que es difícil decidir en los casos límites. Esa disputa demuestra que determinados comportamientos son mejores que otros, mejores en absoluto, no mejores para alguien o en relación con determinadas normas culturales. Todos lo sabemos. 

  Así pues, hay culturas “malas” y otras “mejores”. Tanto peor para los “políticamente correctos”

¿Podemos atenernos a la dicotomía freudiana principio del placer/principio de la realidad? (...) Sigmund Freud ha descrito el desarrollo inicial del niño con la ayuda de estos dos conceptos: principio de placer y de realidad. El lo vio así: al principio, el niño está dotado tan sólo con una libido indeterminada, con un impulso hacia el placer, el contacto corporal y la unión. Pero el niño experimenta la realidad como algo que no corresponde a voluntad, automáticamente y sin límites, a ese impulso. La naturaleza no se acomoda a nosotros; somos nosotros los que tenemos que acomodamos a ella. Debemos por tanto renunciar a una parte de nuestros deseos para que se puedan realizar otros, incluso para podernos mantener en la existencia. Freud vio en el principio de realidad el origen de la razón. 

No es exacto de ningún modo que la realidad sea ante todo lo contrario y opuesto a nosotros; algo a lo que debamos acomodarnos por fuerza. (…)El dolor, si no es excesivo, tiene una importante función: nos muestra los peligros de la vida y está así al servicio de la autoconservación (…) La obtención de placer no es evidentemente lo principal, lo que de verdad y en el fondo deseamos, sino un deseado aspecto que acompaña. La experiencia de la realidad, al contrario, muy lejos de ser un impedimento para la realización de la vida, es más bien su contenido más genuino. El hecho de que nuestra conservación esté siempre en juego incluso sabiendo del mortal desenlace final, por curioso que resulte, pone sentido en nuestra vida.

  Pero desde el punto de vista del sujeto, que parece que es a lo que Freud se refería, el efecto sigue siendo de frustración. De lo exterior uno sólo se interesa por lo que se amolda a sus deseos en buena parte innatos, y cuando percibe todos los inconvenientes que acompañan el alcanzar tales objetos de nuestros deseos la frustración ante la realidad se hace inevitable. El “sentido en nuestra vida” no puede ser esa frustración. De hecho, no hay mucha justificación lógica al mismo concepto de “sentido en nuestra vida”

No da en el blanco lo que enseña Freud sobre el hombre como un hedonista frustrado que debe amoldarse, lo quiera o no, a la realidad, si quiere sobrevivir. Lo que deseamos es justamente realidad; y salvo que estemos enfermos o seamos toxicómanos, no deseamos ninguna euforia ilusoria, sino una felicidad que se apoye en la realidad.

Solamente ante una realidad que nos ofrece resistencia podemos desarrollar nuestras fuerzas.

  Así pues, para el profesor Speamann, la vida es una especie de carrera de obstáculos dentro de “la realidad”. El problema es que no se nos señala cuál es la meta o ante quién estamos compitiendo, ni quién valora el mérito de "desarrollar nuestras fuerzas" (¿produce esto placer?). Hasta cierto punto, es más coherente el punto de vista biológico de Freud: la búsqueda del placer tendría quizá el límite de que si el placer nos embota, como al toxicómano, no queda nadie para gozar de él. Para que el placer valga la pena debe de ser prolongado y proporcionarnos condiciones de consciencia que nos permitan gozar de él durante el mayor tiempo posible y a la mayor intensidad soportable. Deseamos realidad, sí, pero no una realidad frustrante. En cualquier caso, una realidad que nos ofrece resistencia es el mal menor.

¿Cuál es el sentido de los valores?

Llamamos valores a los objetos o contenido de los sentimientos buscados. El contenido valioso de la realidad se nos patentiza en los actos de alegría y tristeza, veneración y respeto, amor y odio, temor y esperanza. (…)Tales contenidos valiosos no nos resultan todos accesibles a la vez y desde el principio. Se nos manifiestan paulatinamente y en la medida tan sólo en que uno aprende a objetivar sus intereses. Hay que aprender a escuchar y entender la buena música para poder gozar con ella; a leer atentamente un texto, a comprender a los hombres, a diferenciar, incluso, los buenos vinos.(…) Formación llamamos al proceso de sacar al hombre de su encierro en sí mismo, típicamente animal; a la objetivación y diferenciación de sus intereses, y, con ello, al aumento de su capacidad de dolor y de gozo.

  Eso está bien, pero se opone al planteamiento de “vencer la resistencia”, pues se trata de prolongar la capacidad de gozo mediante el perfeccionamiento de nuestra percepción, con independencia del mérito en la carrera de obstáculos de "desarrollar nuestras fuerzas". El placer escasea y han de encontrarse medios más sofisticados para obtenerlo más intenso y perdurable. Por lo tanto, el esfuerzo para seguir la formación en los valores hasta alcanzar el objetivo buscado tiene por objeto un cálculo interesado en que, gracias a tales valores, obtendremos placer. El problema es que tal vez no valga la pena esforzarse tanto para un placer según los valores, cuando podemos obtener placer más fácilmente sin necesidad de seguirlos.

La vida individual se compone de una serie de estados que se suceden en el tiempo. Si la vida debe tener éxito, no pueden esos estados ser como trozos separados, como sucede en los esquizofrénicos. (…)Yo debo poder comenzar hoy algo sabiendo que mañana, si nada lo impide, lo proseguiré; y debe resultarme hoy plausible lo que ayer encontraba bueno. Cuando nuestros estados y comportamientos son sólo función de estímulos casuales y externos, y de los humores interiores; y cuando no se fundan en el conocimiento de un orden objetivo, entonces falta la base para conseguir la unidad y el acuerdo con nosotros mismos. Pero en ese caso tampoco habrá armonía con los demás. (…)Si cada uno se ocupa de sus gustos, y no existe una medida común que sitúe los intereses en una jerarquía, en un orden según su rango y urgencia, entonces no se puede superar la contraposición de intereses. 

  Parece un error. La existencia humana sólo puede medirse en breves secuencias de nuestra vida subjetiva. El seguir “algo sabiendo que mañana, si nada lo impide, lo proseguiré” nos hace depender de lo que quizá fueron nuestros errores primeros o, más probablemente aún, de nuestros condicionamientos externos iniciales (cultura) que son los que nos plantean el recorrido a proseguir. La vida humana es individual e intransferible, se vive al instante, y no tiene sentido hacer depender nuestros actos futuros de nuestros errores primeros o de los errores ajenos al señalarnos una meta.

  El problema y la solución se encuentra en que la experiencia de cada uno no puede existir sin la interactuación con los demás, de modo que la experiencia de cada uno debe organizarse de forma eficaz, perdurable y gozosa con los otros sujetos,  pero eso no es “un orden objetivo”, sino una vivencia subjetiva gozosa como resultado de una suma estructurada de vivencias subjetivas ajenas.

El valor que invocan los no fumadores tiene preferencia sobre el placer de fumar. Y el fumador se somete incluso a este juicio, aun cuando le desagrade, por la sencilla razón de que comprende que es así. Quien está dispuesto a aceptar esa manera de entender el valor que se opone a su inmediata satisfacción, es capaz de lo que se llama una acción valiosa.

  Sí, pero sólo en la medida en que por dejar de fumar se le compensa a uno con estímulos afectivos por parte de quienes le han privado de un placer. Dejar de fumar por mero sentido del deber, sin compensación alguna, no tiene mucha justificación.

Se equivoca quien afirme que no hay criterios para establecer un ranking de cualidades. Existe un criterio muy preciso que es la intensidad del gozo que se experimenta, por ejemplo, con la lectura de determinados libros. Puede suceder que uno no goce leyendo a Shakespeare, y sí lo haga leyendo novelas policíacas. (…) Pero quien haya gozado leyendo tanto una novela policíaca como a Shakespeare, tiene la experiencia de que su gozo posee una mayor intensidad, hondura, duración y reiterabilidad que el otro, aunque sea a la vez más exigente, menos apremiante y no se le pueda captar o invocar en cada momento.

  Cierto. Y de nuevo se manifiesta una discriminación un tanto antidemocrática, puritana y políticamente incorrecta acerca de que hay experiencias humanas “mejores” y “peores”

¿Cuál es el sentido de la justicia?

Denominamos justicia la disposición a someter la propia actuación a la norma susceptible de aprobación por los que son afectados por las consecuencias de nuestras acciones.

  ¿Y si los otros se equivocan?, ¿y si me toca vivir en una cultura “peor” que otras posibles?

La justicia es una virtud, es decir, una actitud del hombre

El fenómeno en que se apoya toda justicia es el de la distribución o necesidad de bienes que son escasos. 

La justicia reside ante todo en la imparcialidad.

Hay una proporcionalidad que corresponde a una sociedad justa y que está en relación con las necesidades de una persona. Fue merced al cristianismo como este principio entró por primera vez en el mundo. Sostiene que quien no puede ayudarse a sí mismo debe serlo por los demás en la medida de sus necesidades; no es pues injusto exigir a la mayoría que corra con esos gastos, y esto no en una sociedad de la abundancia de un hipotético futuro, sino aquí y ahora. Esta proporcionalidad tiene que ver con lo que llamamos amor al prójimo; en cierta medida, el amor al prójimo ha penetrado en nuestro concepto de justicia. 

  Sin embargo, por su misma naturaleza de atributo de la virtud humana más exquisita, el amor al prójimo del cristianismo no tiene mucho que ver con la coerción de la justicia. El que vive acorde a los mandatos cristianos no requiere que se le obligue mediante la ley a ayudar a sus semejantes, ya que lo hará por su propia voluntad. Lo que sí es cierto es que criterios cristianos de bondad inspiran a los legisladores que, con esto, reconocen implícitamente que si bien el orden legal establecido por la coerción es “bueno”, el orden no autoritario que procedería de la pura virtud libre podría llegar a ser “mejor”.

¿El fin justifica los medios?

Ética de responsabilidad según Max Weber: el médico que, por ejemplo, no dice la verdad sobre su salud a un paciente porque teme que no soporte la verdad; o el político que fortalece el potencial de guerra, incluso la disposición para conducir la guerra en caso necesario, con el fin de conseguir un efecto disuasorio y reducir así las posibilidades de guerra.

  Es fácil ver que esta “ética de responsabilidad” puede llevar al abuso, ya que el que determina los fines y elige los medios difícilmente va a ser imparcial.

Orientar nuestros actos según el conjunto de sus consecuencias los deja sin dirección, los entrega a cualquier experiencia y manipulación. 

Ética de convicción, según Max Weber: el pacifista que no está dispuesto a matar en ninguna circunstancia, tampoco incluso si la extensión de la idea pacifista aumenta de un lado el peligro de guerra. Argumenta que si todos fueran pacifistas, no habría guerra y que, en definitiva, alguien tiene que empezar alguna vez. Y frente al argumento de que el pacifismo no progresa y se hace general, sino que lo que se logra así es debilitar las propias posiciones, de modo que se provoca un enemigo potencial, responde que eso no es culpa suya; aun cuando fuese muerto, no querría al menos participar en ello.

  Esta "ética de convicción" permite enunciar actitudes inequívocas. Es mucho más difícil de manipular para los intereses egoístas que la "ética de responsabilidad"

El fanático es aquel que está afincado en la idea de que no existe más sentido que el que nosotros damos y ponemos. Si conoce el hecho de que quien actúa se enfrenta a la hegemonía del destino, entonces se niega a aceptarlo. 

Al fanático, que quiere sentido, se le puede quizá explicar; al cínico, naturalmente, no. Lo mismo que al escéptico radical al cínico tampoco se le puede abordar con argumentos; sólo se le puede abandonar a sí mismo

  No es raro que tantos fanáticos hayan ganado notoriedad e incluso tenido éxito: la "ética de convicción" y el obrar de acuerdo con la propia conciencia exigen actitudes que pueden calificarse de fanáticas. En base a esta definición habría que hablar entonces peyorativamente solo de “exceso de fanatismo”.

A menudo, después de algún tiempo, el fanático se convierte en cínico, justamente cuando ha experimentado el poder de la realidad que él combate. 

Kant formula así la exigencia que se dirige a toda persona: en ningún acto podemos usarnos o usar a los demás como puros medios. (…) No se puede desconocer que los otros son, por su parte, un fin en sí mismos y que, en todo caso, tienen el derecho de exigir los servicios de los demás. (…) Se niega que sean un fin en sí mismos cuando, por ejemplo, se les esclaviza o se les tortura, o se les mata siendo inocentes, o se abusa sexualmente de ellos. 

Llamamos "dignidad", por el contrario, a aquella propiedad merced a la cual un ser es excluido de cualquier cálculo, por ser él mismo medida del cálculo. 

La dignidad del actuar humano reside en que no forma parte de un acontecer más amplio, como si fuese un simple elemento inconsciente. Cada vida humana es más bien un todo de sentido. Es el mismo individuo quien tiene que responder de su comportamiento en un sentido absoluto. 

  Todo esto reafirma el principio de la “ética de convicción

¿Hay que seguir siempre la conciencia?

Denominamos conciencia a algo sagrado existente en todo hombre y que debe respetarse incondicionalmente. (…)La conciencia es una exigencia de nosotros a nosotros mismos.(…) La conciencia es la presencia de un criterio absoluto en un ser finito; el anclaje de ese criterio en su estructura emocional. 

No puede pasar por objetivo y universal quien afirma: no me interesan las costumbres y razones, yo mismo sé lo que es bueno y recto. Lo que llama conciencia no se diferencia mucho del capricho particular y de la propia idiosincrasia. (…)No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. 

En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? (…)Sigmund Freud ha acuñado el concepto de "súper ego", que, junto al así llamado "ello" y al “yo” forman la estructura de nuestra personalidad. El "súper ego" es, por así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en nosotros… En Freud este pensamiento no tenia todavía el carácter de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el discurso sobre la interiorización de las normas de dominio.

Lo que justifica una acción no está de ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus consecuencias.

  Excelente. Y parece en contradicción con lo que hemos visto antes de que los actos humanos requieren de un sentido a modo de resultado en la superación de dificultades, de seguir “un orden objetivo”. (Cuando nuestros estados y comportamientos son sólo función de estímulos casuales y externos, y de los humores interiores; y cuando no se fundan en el conocimiento de un orden objetivo, entonces falta la base para conseguir la unidad y el acuerdo con nosotros mismos.) El "orden objetivo" solo tiene sentido en la medida en que el sujeto lo vive como adecuado a su propia experiencia. El "orden objetivo" nos puede ser impuesto desde el exterior y resultar tan injusto como el mero "capricho". Solo es válido el "orden objetivo" que se basa en nuestra "conciencia": No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. La formación de la propia conciencia es el auténtico "orden objetivo"

Cuando no se fundan en el conocimiento de un orden objetivo, entonces falta la base para conseguir la unidad y el acuerdo con nosotros mismos.

El “aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo" del que actúa en conciencia es expresión de libertad.

La conciencia no siempre tiene razón. (…) La conciencia es en el hombre el órgano del bien y del mal; pero no es un oráculo. Nos marca la dirección, nos permite superar las perspectivas de nuestro egoísmo y mirar lo universal, lo que es recto en sí mismo. Pero para poder verlo, necesita de la reflexión de un conocimiento real, un conocimiento que sea también moral. 

  Claro, porque hasta cierto punto la conciencia es construida por la cultura exterior, que es donde obtienes los criterios para tu formación. Existen, sin embargo, excepto en algunos casos patológicos, ciertos criterios mínimos de comportamiento humano innato, a partir de los cuales la cultura se ha ido desarrollando, dando lugar a la aparición de culturas históricas “mejores” y “peores”. La conciencia incluye, sin embargo, impulsos de apego a valores de culturas “peores”. El “conocimiento real” que se menciona equivale al desarrollo de una cultura “mejor” que cree una conciencia consecuente.

Es demencial el slogan de que el aborto es una cuestión que cada uno debe resolver en su conciencia. Pues, o los no nacidos no tienen derecho a la vida y entonces la conciencia no necesita tomarse ninguna molestia, o existe ese derecho, y entonces no puede ponerse a disposición de la conciencia de otro hombre.

  Es cierto. En el caso del aborto se debe ser comprensivo con la dificultad práctica que entraña la elaboración del derecho con respecto a las normas éticas. En una situación de extrema necesidad el respeto a la ley o a las normas éticas se hace insostenible (por ejemplo, un enfermo con grave dolor crónico que recurre a drogas ilegales, pero también para la mujer sometida a la angustia de un embarazo no deseado en determinadas circunstancias). Por otra parte, la conciencia es formada por el entorno, y si el entorno ofrece la posibilidad del aborto o el infanticidio, sólo una formación ética superior, muy excepcional, podría oponerse a la conciencia formada por el entorno.

Sólo en el caso de servicio de guerra, tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra del dictado de su conciencia. En el fondo, lo que hace el legislador es algo trivial, ya que si la conciencia le prohíbe a uno luchar, no luchará. 

  Pero lo que es menos trivial es que si el legislador respeta la objeción de conciencia es porque está afirmando el fundamento ético de la ley, ley que reconoce sus limitaciones ante un bien superior (el de la conciencia del individuo que sigue un conocimiento ético superior).

Existe no obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia, son malos; toca directamente el santuario de la conciencia

¿Qué convierte una acción en buena?

Kant escribe: "No se puede pensar que exista algo, dentro o fuera del mundo, que pueda ser tenido sin limitación por bueno, a no ser una buena voluntad". Si nos atenemos a la literalidad de este principio, debemos preguntar a continuación: ¿qué es entonces una buena voluntad? Seguramente, aquella voluntad que desea el bien. Pero, según eso, la pregunta por el bien ya no se responde señalando la buena voluntad. (…) La buena intención se podría convertir fácilmente en justificación para todo tipo de injusticias y maldades. (…) La buena intención no cambia en nada la injusticia del acto.

  Pero esa buena intención tiene que estar fundada en los principios éticos de la cultura en la que se vive y ésta fundarse a su vez en principios de sociabilidad humana universales no egoístas ni irracionales, en principios superiores.

  El bien, y la buena intención, podrían definirse como aquellos actos que contribuyen al establecimiento de unas relaciones humanas de plena confianza que hagan posible una plena cooperación. Todo lo que se haga en ese sentido estará bien intencionado y, en el fondo, de lo que se trata es de unos principios “cristianos” de virtud superior... que son los que proporcionan condiciones de "extrema confianza" (¿qué puede proporcionar más confianza que la bondad absoluta?) y que pueden llevar fácilmente a la plena cooperación (¿quién no cooperaría con personas bondadosas que nos dan una absoluta confianza?)

Hay una vieja máxima de los filósofos antiguos: “el obrar sigue al ser”. A fin de cuentas, lo que hay son hombres buenos y no buenas acciones. Lo que hace bueno a un hombre tiene un nombre en la tradición cristiana: amor. Es una actitud de fundamental afirmación de la realidad; de ahí brota una universal benevolencia que ya no nos pone en el centro del mundo, pero que se extiende también hasta nosotros.

Siempre se le objeta al cristianismo el haber inculcado a los hombres el sentimiento de culpa. Esto es tan verdadero como falso. La verdad es que el cristianismo ha acrecentado el sentido de los valores, nos ha hecho más perspicaces para la realidad, y con ello ha limitado naturalmente las posibilidades de hacer algo injusto, o de omitir, sin culpa, algo bueno. 

  De esa forma, podemos ver el cristianismo como la continuación de un largo proceso de esclarecimiento de la virtud, de alcanzar un conocimiento ético capaz de dar lugar a una conciencia moral superior, dentro de una cultura humana moralmente superior. El sentido de la culpa es inevitable en las personas con una gran conciencia ética, pero las personas más sensibles al dolor moral suelen ser también las más sensibles al placer. El proceso de desarrollo de la virtud benevolente aún puede continuar y proporcionarnos más alegrías.

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