miércoles, 25 de mayo de 2016

“Génesis y estructura del campo religioso”, 1971. Pierre Bourdieu

  El sociólogo Pierre Bourdieu elaboró una serie de consideraciones acerca del fenómeno religioso, centradas sobre todo en las relaciones de conflicto y de poder

Los sistemas simbólicos obtienen su estructura, como se ve con evidencia en el caso de la religión, de la aplicación sistemática de un mismo y único principio de división, y (…) no pueden organizar el mundo natural y social sino recortando allí clases antagonistas (…) En una palabra, engendran el sentido y el consenso sobre el sentido por la lógica de la inclusión y de la exclusión

  La idea de que los “sistemas simbólicos” (ideológicos) se estructuran necesariamente en clases antagonistas ya nos proporciona un contenido novedoso que requiere una crítica atenta.

La religión contribuye a la imposición (disimulada) de los principios de estructuración de la percepción y del pensamiento del mundo y, en particular, del mundo social, en la medida en que impone un sistema de prácticas y de representaciones cuya estructura, objetivamente fundada en un principio de división política, se presenta como la estructura natural-sobrenatural del cosmos.

Particularmente, transmutando el ethos como sistema de esquemas implícitos de acción y de apreciación en ética, como conjunto sistematizado y racionalizado de normas explícitas, la religión está predispuesta a asumir una función ideológica, función práctica y política de absolutización de lo relativo y de legitimación de lo arbitrario que no puede cumplir sino en tanto que asegure una función lógica y gnoseológica y que consiste en reforzar la fuerza material o simbólica susceptible de ser movilizada por un grupo o una clase, legitimando todo lo que define socialmente ese grupo o esa clase, todas las propiedades características de una manera entre otras de existir, por lo tanto arbitrarias, que le están objetivamente asociadas en tanto que ocupa una posición determinada en la estructura social (efecto de consagración como sacralización por la “naturalización” y la eternización).

  El fenómeno religioso estaría vinculado a la estructuración social –política- y aparentemente no a otros fenómenos. Una estructuración que, por lo visto, sería por completo arbitraria… Bourdieu parte de la experiencia próxima de las iglesias cristianas en Occidente.

La Iglesia contribuye al mantenimiento del orden político,  al reforzamiento simbólico de las divisiones de este orden, en y por el cumplimiento de su función propia, que es la de contribuir al mantenimiento del orden simbólico, imponiendo e inculcando esquemas de percepción, de pensamiento y de acción objetivamente acordes con las estructuras políticas y adecuadas por ello para dar a esas estructuras la legitimación suprema que es la “naturalización”, instaurando y restaurando el acuerdo sobre el ordenamiento del mundo a través de la imposición y la inculcación de esquemas de pensamiento comunes y de la afirmación o la reafirmación solemne de este acuerdo en la fiesta o la ceremonia religiosa, acción simbólica de segundo orden, que utiliza la eficacia simbólica de los símbolos religiosos para reforzar su eficacia simbólica vigorizando la creencia colectiva en su eficacia.

  Con este tipo de redundancias lo que señala el autor es, precisamente, la capacidad envolvente de los símbolos y su expresión, que carecerían de fundamento lógico en la experiencia. La gente no creería en un sistema que les aporta soluciones, sino que lo que sucede es que el sistema se sustenta solo en la capacidad del simbolismo para imponer su eficacia. O sea, que la gente se creerá cualquier cosa y aceptará cualquier cosa (incluida la organización de su propio pensamiento) si el poder político desarrolla su capacidad para crear sistemas simbólicos eficaces.

Las tipologías cosmológicas son siempre topologías políticas “naturalizadas” (…) La inculcación del respeto de las formas, incluso y sobre todo bajo las especies del formalismo y del ritualismo mágicos, imposición arbitraria de un orden arbitrario, constituye uno de los medios más eficaces para obtener el reconocimiento  

  Sin embargo, al mismo tiempo el autor reconoce que, fuera de las estructuras del poder político, la religión responde a ciertas demandas sociales, ya que, al fin y al cabo, la expresión religiosa tiene un origen propio. En lugar de sacerdotes y autoridades religiosas con respaldo político, en el principio estaban los profetas…

El profeta es el hombre de las situaciones de crisis, donde el orden establecido cambia radicalmente y donde el porvenir entero está suspendido (…) Los profetas [son] inventores del futuro escatológico y, por ello, de la historia como movimiento hacia el futuro.

  Se sabe que los movimientos proféticos son prácticamente universales, incluso en sociedades poco desarrolladas tecnológica y económicamente. Los profetas de un momento pueden ser los que dicten la nueva doctrina en el futuro, ¿no equivale esto a reconocer que existe una canalización religiosa del dinamismo social más allá de la mera imposición del simbolismo religioso por el poder político establecido? Quizá no todo sea tan arbitrario

La relación que se establece entre la revolución política y la revolución simbólica no es simétrica. Aunque sin duda no hay revolución simbólica que no suponga una revolución política, la revolución política no basta, por sí, para producir la revolución simbólica que es necesaria para darle un lenguaje adecuado, condición de un pleno cumplimiento  (…)El profeta es el que puede contribuir a realizar la coincidencia de la revolución consigo misma, operando la revolución simbólica que requiere la revolución política.(…) Toda revolución política requiere esta revolución de los sistemas simbólicos que la tradición metafísica designa con el nombre de metanoia

  Es una lástima que Bourdieu no aborde la cuestión de la ideología marxista, la cual siempre pretendió eludir el poder del simbolismo ideológico, dando todo el protagonismo a la estructura política en función de los intereses económicos. Porque aquí se afirma que la revolución política no basta, por sí, para producir la revolución simbólica que es necesaria para darle un lenguaje adecuado.  Al reconocer el valor del simbolismo, más allá de las estructuras de poder,  está en cierto modo reconociendo que lo que cambia el mundo son las ideas, y no que las ideas se utilizan meramente –arbitrariamente- para seducir y confundir a los individuos en función de intereses políticos (intereses de la clase política, de la clase económica).

  Por otra parte, no está claro el que no hay revolución simbólica que no suponga una revolución política porque no hay motivo para excluir relaciones humanas no políticas, y el simbolismo es un mecanismo humano de expresión y comprensión que puede abarcar todas las actividades humanas. Bourdieu no parece que considere posibles las relaciones humanas comunitarias no políticas, y más bien parece que concibe necesariamente las relaciones sociales como enfrentamientos de clases antagonistas, lo que equivale a tener en poco el poder del simbolismo para alterar el ethos social. El ideal extremo de las llamadas “religiones compasivas” aspira a crear estructuras comunitarias meramente afectivas, cooperativas y de confianza, sin relaciones de conflicto ni poder, sin antagonismos.

   El autor da por sentada la hipocresía y falsedad de todo el ideal religioso, que equivale a un instrumento para la imposición de pautas arbitrarias de poder por parte de las clases dominantes… pero entonces cae en la contradicción de reconocer el valor de la “profecía”.  El profeta pone en circulación una formulación nueva del ethos, de la revolución simbólica, que precede al cambio político. Solo después de que el profeta haya lanzado su revolución simbólica el sistema se apropia de ella y trata, como siempre, de transformar lo revolucionario en conservador, expresándolo todo en una cosmología y una historia mítica oficiales. El orden pretende perpetuarse ofreciendo estabilidad. Ya no habrá más profetas… o eso es lo que se espera.

Las observancias rituales (…) vividas como la condición de la salvaguarda del orden cósmico y de la subsistencia del grupo (el cataclismo natural juega en ciertos contextos el rol que la revolución política juega en otros), tienden de hecho (...) a perpetuar las relaciones fundamentales del orden social, [esto] es transmutar la transgresión de las barreras sociales en sacrilegio que encierra su propia sanción, cuando no en hacer impensable la idea misma de la transgresión de fronteras tan perfectamente “naturalizadas” (porque [son] interiorizadas como principios de estructuración del mundo) que no pueden ser abolidas sino al precio de una revolución simbólica (e.g. la revolución copernicana y galileana de un lado, maquiavélica del otro) correlativa de una profunda transformación política (e.g. el derrumbamiento progresivo del orden feudal). 

La religión ejerce un efecto de consagración 1) convirtiendo en límites de derecho, por sus sanciones santificantes, los límites y las barreras económicas y políticas de hecho y, en particular, contribuyendo a la manipulación simbólica de las aspiraciones que tiende a asegurar el ajuste de las esperanzas vitales a las posibilidades objetivas, y 2) inculcando un sistema de prácticas y de representaciones consagradas cuya estructura (estructurada) reproduce bajo una forma transfigurada, por lo tanto irreconocible, la estructura de las relaciones económicas y sociales en vigor en una formación social determinada

  Queda, pues, la evidencia de una oposición constante entre conservadurismo y renovación (consagración frente a profecía), pero ésta es la tendencia dominante de toda evolución. Los cambios son siempre los imprescindibles y muchas veces no podemos percibir la necesidad de ellos

La oposición entre la ortodoxia y la herejía (homóloga de la oposición entre la Iglesia y el profeta) se despliega según un proceso casi constante: el conflicto por la autoridad propiamente religiosa entre los especialistas (conflicto teológico) y/o el conflicto por el poder en el interior de la Iglesia conduce a una contestación de la jerarquía eclesiástica que toma la forma de una herejía cuando, a favor de una situación de crisis, la contestación de la monopolización del monopolio eclesiástico por una fracción del clero reúne los intereses anticlericales de una fracción de los laicos y conduce a una contestación del monopolio en tanto que tal.

  Para que el cristianismo –o cualquier otra religión basada en doctrinas, y ya no solo en mitos- triunfase en una civilización cada vez más agitada por el racionalismo (la Antigüedad grecorromana) fue preciso que el cambio de paradigma social –el simbolismo- se hiciera lógico, digamos filosófico -ideológico. Fue preciso que los profetas discursearan en el ágora –como filósofos- sobre cuestiones éticas y sociales, y que la simbología religiosa evolucionara en teología, una disciplina que es intelectual y emocional a la vez. Eso permitió que las religiones se hiciesen universales –ya no limitadas a las circunstancias de un pueblo o tribu- y que abrieran nuevas posibilidades a la humanidad. Dio también al poder político un nuevo instrumento de control.

  Pero también trajo un peligro: que lo que se ganaba por razonamiento, por seducción dialéctica, podía perderse de la misma manera. Para que el cristianismo –por ejemplo- fuese tomado en serio por una clase dirigente –e incluso popular- cada vez más culta y adiestrada intelectualmente tuvo que desarrollar teologías, doctrinas y ética, todo apoyado en una complejísima simbología de fuerte impacto emocional. Fueron necesarias escuelas, academias, universidades… De ahí que la discusión no pudiera detenerse nunca. De ahí que la ortodoxia no pudiera garantizarse. De la misma dialéctica religiosa que buscaba garantizar la estabilidad surgirían regularmente los herejes, los nuevos profetas.

  Del chamanismo surgieron los dioses, de los dioses, el Dios único, del Dios único el vago deísmo filosófico… y finalmente el ateísmo. Todo ello es fruto de la religión, de la evolución de los mecanismos simbólicos de transformación social.

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