viernes, 25 de octubre de 2013

“El porvenir de una ilusión”, 1927. Sigmund Freud

  Panfleto ateísta o desahogo personal del genial Doctor con respecto a la religiosidad de su época y entorno, las reflexiones de Sigmund Freud en su breve ensayo “El porvenir de una ilusión” son no sólo representativas de las creencias de los intelectuales de entonces, sino que aún hoy nos aportan muchas respuestas y preguntas.

La principal tarea de la cultura, su genuina razón de existir, es protegernos de la naturaleza.

Toda cultura descansa en la compulsión al trabajo y en la renuncia de lo pulsional, y por eso inevitablemente provoca oposición en los afectados por tales requerimientos

Deseos pulsionales son los del incesto, el canibalismo y el gusto de matar. Suena extraño reunir estos deseos, en cuya reprobación todos los hombres parecen estar de acuerdo, con aquellos otros en torno de cuyo permiso o denegación se lucha tan vivamente en nuestra cultura; pero desde el punto de vista psicológico es lícito hacerlo.

Llamaremos «frustración» al hecho de que una pulsión no pueda ser satisfecha.

Se creería posible una regulación nueva de los vínculos entre los hombres, que cegara las fuentes del descontento con respecto a la cultura renunciando a la compulsión y a la sofocación de lo pulsional, de suerte que los seres humanos, libres de toda discordia interior, pudieran consagrarse a producir bienes y gozarlos. Sería la Edad de Oro; pero es dudoso que ese estado sea realizable. Parece, más bien, que toda cultura debe edificarse sobre una compulsión y una renuncia de lo pulsional. 

   Y esto se explica fácilmente: el deseo pulsional es exclusivamente para nosotros, para cada uno de nosotros, y se goza ya, en el momento, ahora mismo, mientras que el fruto de los bienes producidos en común gracias a una óptima vinculación entre los hombres… nadie nos garantiza que vaya a suponernos una compensación suficiente por la renuncia a nuestro propio bien inmediato. Más vale pájaro en mano que ciento volando…

   De modo que…

Es  imprescindible el gobierno de la masa por parte de una minoría, pues las masas son indolentes y faltas de inteligencia, no aman la renuncia de lo pulsional, es imposible convencerlas de su inevitabilidad mediante argumentos y sus individuos se corroboran unos a otros en la tolerancia de su desenfreno.

  Y entonces…

Sólo mediante el influjo de individuos arquetípicos que las masas admitan como sus conductores es posible moverlas a las prestaciones de trabajo y las abstinencias que la pervivencia de la cultura exige. Todo anda bien si esos conductores son personas de visión superior en cuanto a las necesidades objetivas de la vida y que se han elevado hasta el control de sus propios deseos pulsionales.

   ¿Podemos salvarnos de esta situación?

Nuevas generaciones, educadas en el amor y en el respeto por el pensamiento, que experimentarán desde temprano los beneficios de la cultura, mantendrían también otra relación con ella, la sentirían como su posesión más genuina, estarían dispuestas a ofrendarle el sacrificio de trabajo y de satisfacción pulsional que requiere para subsistir. Podrían prescindir de la compulsión y diferenciarse apenas de sus conductores. Si hasta hoy en ninguna cultura han existido masas de esa cualidad, ello se debe a que ninguna acertó a darse las normas que pudieran ejercer esa influencia sobre los seres humanos, desde su infancia misma.

  Bueno, esto nos da alguna esperanza…

Es probable que nos aguarden desarrollos culturales en que satisfacciones de deseo hoy totalmente posibles parezcan tan inaceptables como ahora lo es el canibalismo. (…) Infinito es el número de hombres cultos que retrocederían espantados ante el asesinato o el incesto, mas no se deniegan la satisfacción de su avaricia, de su gusto de agredir, de sus apetitos sexuales; no se privan de dañar a los otros mediante la mentira, el fraude, la calumnia toda vez que se encuentran a salvo del castigo; y esto siempre fue así, a lo largo de muchas épocas culturales.

   Ciertamente. El mundo civilizado sólo lo está en términos relativos, e incluso podemos vislumbrar la utopía futura, al menos, en lo que NO será.

   Entre los factores de civilización que nos han llevado un poco por delante del salvajismo “pulsional” más desenfrenado, parece que se encontraría, entre los más importantes, la religión, que Freud identifica con la “ilusión

Las representaciones religiosas ejercieron el más intenso influjo sobre la humanidad, a pesar de su indiscutible falta de evidencia. (…) Es preciso preguntar: ¿en dónde radica la fuerza interna de estas doctrinas, a qué circunstancias deben su eficacia independiente de la aceptación racional? (…) Son ilusiones, cumplimientos de los deseos más antiguos, más intensos, más urgentes de la humanidad; el secreto de su fuerza es la fuerza de estos deseos. Sabemos que la impresión terrorífica que provoca al niño su desvalimiento ha despertado la necesidad de protección -protección por amor-, proveída por el padre; y el conocimiento de que ese desamparo duraría toda la vida causó la creencia en que existía un padre, pero uno mucho más poderoso. 

Llamamos ilusión a una creencia cuando en su motivación prima sobre todo el cumplimiento del deseo (…) Lo característico de la ilusión es que siempre deriva de deseos humanos; en este aspecto se aproxima a la idea delirante de la psiquiatría

En las épocas de su ignorancia y su endeblez intelectual, las renuncias de lo pulsional indispensables para la convivencia humana sólo podían obtenerse a través de unas fuerzas puramente afectivas. (…) La religión sería la neurosis obsesiva humana universal; como la del niño, provendría del complejo de Edipo, del vínculo con el padre.

   Pero si la religión –la ilusión- pudo tener algún valor positivo en otros tiempos, ahora parece que queda ya superada.

Sería una indudable ventaja dejar en paz a Dios y admitir honradamente el origen sólo humano de todas las normas y todos los preceptos de la cultura. Con la pretendida sacralidad desaparecería también el carácter rígido e inmutable de tales mandamientos y leyes. Los hombres podrían comprender que fueron creados no tanto para gobernarlos como para servir a sus intereses; los mirarían de manera más amistosa, y en vez de su abolición se propondrían como meta su mejoramiento. Significaría ello un importante progreso por el camino que lleva a reconciliarse con la presión de la cultura.

   En la parte final de su ensayo, para agilizarlo, Freud se inventa a un “antagonista” que le mostraría, de forma un tanto cínica, la necesidad de la religión habida cuenta de lo improbable que parece el advenimiento del reino de la razón científica para las masas.

Si pretende eliminar la religión de nuestra cultura europea, sólo podrá conseguirlo mediante otro sistema de doctrinas, que, desde el comienzo mismo, cobraría todos los caracteres psicológicos de la religión, su misma sacralidad, rigidez, intolerancia, y que para preservarse dictaría la misma prohibición de pensar. (…) Nos vemos precisados a imponer a la criatura en crecimiento algún sistema de doctrinas destinado a obrar sobre ésta como una premisa sustraída a la crítica; y el sistema religioso me parece con mucho el más apto para ello, desde luego, justamente por su virtud consoladora y cumplidora del deseo

Creo que ahora hemos trocado los papeles; usted se muestra como el visionario que se deja arrebatar por ilusiones, y yo defiendo la causa de la razón, el derecho al escepticismo. Lo que usted ha presentado paréceme edificado sobre errores que, siguiendo su mismo proceder, me es lícito llamar ilusiones, porque dejan traslucir sobradamente el influjo de sus deseos. Usted pone su esperanza en que generaciones que no hayan experimentado en su primera infancia el influjo de las doctrinas religiosas habrán de alcanzar con facilidad el anhelado primado de la inteligencia sobre la vida pulsional. Es sin duda una ilusión; la naturaleza humana difícilmente cambiará en este punto decisivo.

   A esto, Freud contesta (se contesta a sí mismo):

Mis ilusiones no son incorregibles, como las religiosas, no poseen el carácter delirante. Si la experiencia llegara a enseñar -no a mí, sino a otros que vengan después y piensen como yo- que nos hemos equivocado, renunciaremos a nuestras expectativas.

El primado del intelecto se sitúa por cierto en épocas futuras muy, pero muy distantes, aunque quizá no infinitamente remotas. Y como es posible que se proponga las mismas metas cuya realización espera usted de su Dios a la medida humana, desde luego, hasta donde lo permita la realidad exterior, el amor entre los seres humanos y la limitación del padecimiento, tenemos derecho a decir que nuestro enfrentamiento es sólo provisional, no es inconciliable.

A la larga nada puede oponerse a la razón y a la experiencia, y la contradicción en que la religión se encuentra con ambas es demasiado palpable. Tampoco las ideas religiosas purificadas podrán sustraerse de ese destino mientras pretendan salvar algo del contenido consolador de la religión. 

  Pero Freud probablemente se equivocaba en algunas cosas. Para empezar, no está tan claro que el poder consolador de la religión descanse exclusivamente en las invenciones de Dioses (alucinaciones para las personas intelectualmente desfavorecidas, fraudes para los más intelectualmente preparados). El poder consolador de la religión proviene de la construcción de doctrinas éticas simbólicamente expresadas que conmueven afectivamente a los individuos en comunidad, y esto no requiere de creencias irracionales, sin que por eso sean lo mismo que la política ni la educación (antes al contrario, la política y la educación suelen utilizar a la religión para sus propios fines, lo cual ha sido una calamidad recurrente a lo largo de la evolución social).

 La fe no es sólo “creer sin ver”, sino una necesaria convicción para actuar cuando nos resulta imposible conocer las consecuencias finales de nuestros actos, y sin la cual ninguna acción efectiva sería posible pues la certidumbre es inalcanzable. Un estudiante universitario de primer año necesita fe en que su capacidad intelectual estará a la altura de sus esperanzas a fin de esforzarse, aunque carezca de evidencia alguna sobre su capacidad real. Esta fe no supone sólo una expectativa a nivel cognitivo: es un efecto emocional que nos permite desarrollar una vida plenamente humana.

   La fe en esta acepción es, por tanto, una necesidad racional, y la necesidad de organizar el consuelo y mecanismos comunitarios de afectos es igualmente racional. Y para eso no hacen falta Dioses. Las religiones llevan milenios evolucionando y a lo largo de esa evolución (por ejemplo, desde el politeísmo brutal que exigía sacrificios humanos hasta el bondadoso Dios único de los cristianos reformados) se ha ido desarrollando también la racionalidad humana y se han alcanzado grandes mejoras sociales.

   Probablemente se equivocaba Freud también en considerar la “razón” como una fuerza moral irresistible e incompatible con la religión. La razón de su tiempo –y del nuestro- no era aún esa razón que estaría detrás de una sociedad futura en la que

satisfacciones de deseo hoy totalmente posibles parezcan tan inaceptables como ahora lo es el canibalismo

  Y no llegaremos a ella sin comprender previamente el auténtico significado del consuelo y posibilidades de acción que nos presentan las religiones. No es impensable que en un futuro se cree una forma de ideología simbólica, compatible con la razón, que sea capaz de conmover emocionalmente al individuo y que pueda promover un comportamiento prosocial, empático y altruista, capaz de dinamizar una vida armoniosa en comunidad.

  El mismo Freud hará en este ensayo la siguiente observación  acerca de las posibilidades de una cultura totalmente racional, alejada de la religiosidad (estamos, recuérdese, en 1927…):

Quiero asegurar expresamente que está lejos de mí el propósito de formular juicios sobre el gran experimento cultural que se desarrolla hoy en el vasto país situado entre Europa y Asia. No tengo el conocimiento ni la capacidad para decidir si es o no realizable, ni para examinar si los métodos empleados son adecuados al fin

    En cualquier caso, millones de hombres y mujeres pusieron su fe en aquel “gran experimento cultural”, cuya ideología y doctrina racionales se difundieron mediante escritos sagrados y símbolos reverenciados capaces de conmover y esperanzar a sociedades enteras. El experimento, como todos sabemos, fracasó rotundamente, pero de su fracaso, como del de las religiones teístas, algo podemos aprender hoy, tanto como también podemos aprender de los errores y aciertos de Sigmund Freud en su “El porvenir de una ilusión”.

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