lunes, 30 de septiembre de 2013

“La invención de los derechos humanos”, 2007. Lynn Hunt

   El libro de la historiadora norteamericana Lynn Hunt es algo más que una relación de los hechos políticos, sociales y culturales que llevaron al reconocimiento público de los derechos individuales en el siglo XVIII, el “Siglo de las luces”: en este libro, la cuestión se enfoca desde el punto de vista de que la aparición de los derechos humanos solo supone un hecho político de forma tangencial, porque lo más importante es que algo trascendente tuvo lugar en la vida interior de los hombres que lo hicieron posible.

Los derechos humanos precisan de tres cualidades entrelazadas: los derechos deben ser naturales (inherentes a los seres humanos), iguales (los mismos para todos) y universales (válidos en todas partes). 

Aunque la declaración de derechos inglesa de 1689 hacía referencia a los “antiguos derechos y libertades” establecidos por la ley inglesa y derivados de la historia de Inglaterra, no declaró la igualdad, la universalidad, ni la naturalidad de los derechos.

En algún momento, entre 1689 y 1776, derechos que habían sido considerados casi siempre como los derechos de una gente determinada –los ingleses nacidos libres, por ejemplo- se transformaron en derechos humanos, derechos naturales universales. 

  Se trata de una cuestión tan compleja (el origen cultural del humanismo, hasta su plasmación en nuevas fórmulas políticas universalmente aceptadas) que este libro sólo podemos considerarlo como un valioso aporte, pero nunca como una conclusión sobre el tema.

Si bien en la actualidad damos por sentadas las ideas de autonomía e igualdad, así como la de derechos humanos, éstas no cobraron relevancia hasta el siglo XVIII.

La autonomía y la empatía son prácticas culturales, no sólo ideas, y por lo tanto son literalmente corpóreas, esto es, poseen dimensiones físicas además de emocionales. La autonomía individual depende de un creciente sentido de la separación y la sacralidad de los cuerpos humanos: tu cuerpo es tuyo y mi cuerpo es mío, y ambos deberíamos respetar la línea divisoria entre nuestros respectivos cuerpos. La empatía depende del reconocimiento de que los demás sienten y piensan como nosotros, de que nuestros sentimientos internos son iguales de algún modo fundamental. Para ser autónoma, una persona tiene que encontrarse legítimamente separada y protegida en su separación; pero para que esa separación corporal vaya acompañada de derechos, es necesario que la individualidad de una persona sea apreciada de un modo más emocional. 

En el transcurso de varios siglos, los individuos habían empezado a apartarse de las redes de la comunidad y se habían vuelto cada vez más independientes, tanto jurídica como psicológicamente. Un mayor respeto por la integridad del cuerpo y líneas de demarcación más claras entre los cuerpos individuales fueron el resultado de la continua elevación del umbral de la vergüenza relacionada con las funciones fisiológicas. (…) La evolución constante de los conceptos de interioridad y profundidad de la psique, desde el alma cristiana hasta la conciencia protestante, y las ideas dieciochescas de la sensibilidad llenaron el yo de un contenido nuevo. Todos estos procesos se desarrollaron en un periodo de tiempo muy largo.

Aunque podría parecer que los cuerpos están siempre inherentemente separados unos de otros, al menos después del nacimiento, las fronteras entre los cuerpos no quedaron definidas con claridad hasta después del siglo XIV. Los individuos se volvieron más independientes cuando sintieron de forma creciente la necesidad de ocultar las secreciones corporales. Descendió el umbral de vergüenza, a la vez que aumentaba la presión sobre el autocontrol. (…) Los cambios que, durante el siglo XVIII, se produjeron en los conciertos y las funciones de teatro, en la arquitectura doméstica y en el retratismo se cimentaron en estas alteraciones duraderas de las actitudes. Asimismo, estas nuevas experiencias resultarían cruciales para la aparición de la sensibilidad. Después de 1750, los aficionados a la ópera empezaron a escuchar la música en silencio.

Podría parecer exagerado asociar el hecho de sonarse la nariz con un pañuelo, encargar un retrato, escuchar música o leer una novela a la abolición de la tortura y la moderación del castigo cruel. (…) Sin embargo, la tortura desapareció porque el marco tradicional del dolor y la individualidad se deshizo y, poco a poco, dio paso a un nuevo marco en el que los individuos eran dueños de sus cuerpos, tenían derecho a su independencia y a la inviolabilidad corporal, y reconocían en otras personas las mismas pasiones, sentimientos y compasión que ellos mismos albergaban. 

  Para quienes conozcan el justamente famoso libro de Norbert Elias, "El proceso de civilización", esta argumentación les resultará familiar, pero Elías se centraba en el final de la Edad Media, a partir del siglo XIII, cuando surgieron ideas acerca de la caballerosidad y el civismo que, básicamente, suponían una imitación en la vida civil (incluida la guerra) del humanitarismo religioso que practicaba el autocontrol de la conducta dentro del complejo sistema de condicionamiento propio de los monasterios. Unos siglos más adelante, el cambio será aún más profundo.

   Estamos, pues, en un proceso universal de evolución de las emociones que en el siglo XVIII alcanza su hito más espectacular. Este será un siglo, por cierto, caracterizado en Europa por un relativo pacifismo (algo que Lynn Hunt no menciona), pues las guerras que tuvieron lugar en el continente (y en sus prolongaciones imperiales de Ultramar) no alcanzaron nunca el salvajismo ni la duración de las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII (la horrible “Guerra de los Treinta Años”, por ejemplo), ni tampoco la intensidad de las guerras napoleónicas que vendrían después.

   Como un rasgo significativo del siglo XVIII, este siglo de descubrimientos de nuevas verdades eternas acerca de la naturaleza humana, aparece un fenómeno artístico ciertamente cálido y próximo: las novelas epistolares, intimistas, moralistas, femeninas, que en unos decenios desembocarán en el fenómeno de la literatura popular de masas, el folletón:

Novelas epistolares como “Julia, o la moderna Eloísa” (1761) de Jean-Jacques Rousseau o “Pamela” (1740) y “Clarissa” (1747) de Richardson, empujaron a sus lectores a identificarse con personajes corrientes que, por definición, les eran desconocidos personalmente. El lector experimentaba empatía por ellos, sobre todo por la heroína o el héroe, gracias al funcionamiento de la propia forma narrativa. Dicho de otro modo, mediante el intercambio ficticio de cartas, las novelas epistolares enseñaron a sus lectores nada menos que una nueva psicología, y en ese proceso echaron los cimientos de un nuevo orden social y político.  

Si bien los partidarios de la novela en el siglo XVIII no lo decían explícitamente, comprendían que, en realidad, escritores tales como Richardson y Rousseau empujaban a sus lectores hacia la vida cotidiana como una experiencia religiosa sustitutiva. Los lectores aprendían a valorar la intensidad emocional de lo corriente y la capacidad que tenían personas como ellos para crear por sí solas un mundo moral.

Los lectores, al sentir empatía por la heroína de la novela, aprendían que todas las personas –hasta las mujeres- aspiraban a una mayor autonomía, y experimentaban imaginariamente el esfuerzo psicológico que entrañaba la lucha por alcanzarla.

 Las consecuencias de esta sensibilización por las emociones, particularmente por la de las frágiles mujeres, saltan pronto al rechazo de, por ejemplo, los atroces usos de la justicia penal de la época anterior

La compasión natural hace que todo el mundo deteste la crueldad de la tortura judicial, afirmó Voltaire en 1766, aunque él mismo no lo había dicho así antes. (…) Las nuevas actitudes respecto a la tortura y el castigo humanitario cristalizaron por primera vez en la década de 1760. En 1754, Federico el Grande de Prusia ya había abolido la tortura judicial. 

En 1764 Cesare Beccaria escribe “De los delitos y las penas”.

  Los británicos, como siempre, se adelantan:

La declaración de derechos británica de 1689 prohibía expresamente los castigos crueles.

  Y algunas consecuencias en otros ámbitos tienen lugar después

El verdadero avance que supuso la anestesia, mediante el éter y el cloroformo, no se produciría hasta mediados del siglo XIX. Ese cambio de actitud fue consecuencia de la revaluación del cuerpo individual y sus dolores.

  O al mismo tiempo, como la lucha contra la esclavitud:

La narración de la vida de Olaudah Equiano, el Africano, se publicó por primera vez en Londres en 1789.

  De hecho, Equiano iniciaría todo un género narrativo, el de los testimonios del sufrimiento real, escritos de una forma sobria y descriptiva. Equiano o Frederick Douglass sensibilizaron a las personas aún dudosas acerca de la infamia de la esclavitud, pero en aquellos tiempos también se vendieron relatos de náufragos o de cautivos de los piratas.

   En cualquier caso, no debemos olvidar que todos estos cambios, como los de la Edad Media acerca de la caballerosidad, suelen generarse de arriba a abajo en el espectro de las clases sociales

A partir del momento en que los escritores y reformadores jurídicos de la Ilustración comenzaron a poner en entredicho la tortura y el castigo cruel, las actitudes sufrieron un cambio radical en los siguientes veinte años. 

  Al fin y al cabo, eran las clases sociales más altas las que comenzaron a leer novelas. Las clases bajas imitaron, a su manera, los gustos cada vez más refinados de sus admirados amos… amos que se hacían admirar gracias a la posesión de los medios económicos que les permitían adquirir virtudes admirables (recibir educación, comprar libros, viajar). Por supuesto, no todos los amos eran admirables, pero algunos sí lograron aprovechar las oportunidades que se les ofrecieron para llegar a serlo.

  Para rastrear el origen de todo esto, podemos fijarnos en el mundo de los derechos políticos, en el que aparecen precedentes muy valiosos, indudablemente relacionados con la psicología protestante:

En fecha tan temprana como 1625, un jurista calvinista holandés, Hugo Grocio, propuso un concepto de derechos aplicable a todo el género humano, no a un único país o tradición jurídica. Definió los “derechos naturales” como algo existente de suyo y que podía ser concebido como separado de la voluntad de Dios. 

 Gradualmente, estas nuevas concepciones se van abriendo paso

El honor estaba ya experimentando cambios ya antes de la década de 1780. “Honneur”, según la edición de 1762 del diccionario de la Academie Française, significa “virtud, probidad”. (…) De forma creciente en la segunda mitad del siglo XVIII, para los hombres, el honor se asociaba cada vez más a la virtud; todos los hombres eran honorables si eran virtuosos. En el nuevo sistema, el honor tenía que ver con las acciones, no con la cuna. 

  Y, finalmente:

La expresión “Derechos del hombre” pasó  a ser de uso corriente en lengua francesa después de que Jean-Jacques Rousseau utilizase la expresión en 1762, en "Del contrato social".

La gente capaz de tener autonomía moral, según el pensamiento del siglo XVIII, contarían con capacidad de razonar y la independencia para decidir por uno mismo. Ambas capacidades debían estar presentes para que un individuo fuese moralmente autónomo. (…) Los niños, los sirvientes, las personas sin propiedades  e incluso los esclavos podían ser autónomos algún día, al hacerse mayores, dejar de servir, adquirir propiedades o comprar su libertad. Tan sólo las mujeres parecían no tener al alcance ninguna de estas opciones; eran definidas como inherentemente dependientes de sus padres o sus maridos. 

En 1792, en Francia, hasta los hombres sin propiedades obtuvieron el derecho al voto.

  Algo que puede enseñarnos mucho acerca del cambio en la mente humana relacionado con el surgimiento de estas nuevas ideas es leer lo que opinaban los contemporáneos que se opusieron a ellas por tener una visión pesimista de la naturaleza humana.

A juicio del moralista conservador Muyrart, los orígenes del delito (el vicio) eran las pasiones del deseo y el miedo, “el deseo de adquirir cosas que uno no tiene, y el miedo a perder las que tiene”. Estas pasiones ahogaban los sentimientos del honor y la justicia grabados en el corazón humano por la ley natural

  Este asunto llevó a los ilustrados a hacer uso de argumentaciones más profundas acerca de las motivaciones del comportamiento

A mediados del siglo XVIII, algunos filósofos de la Ilustración ya mantenían respecto a las pasiones una postura que no difiere mucho de la que recientemente propuso el neurólogo Antonio Damasio, quien sostiene que las emociones resultan cruciales para el razonamiento y la conciencia, no un obstáculo. (…) Los miembros de las élites europeas no aceptaron de forma general una evaluación positiva de las emociones –o “pasiones”, como ellos las llamaban- hasta el siglo XVIII. 

Parece ser que Adam Smith creía, como muchos de los activistas de los derechos humanos hoy, que una combinación de invocaciones racionales de principios relativos a los derechos y llamamientos emocionales a la afinidad pueden hacer que la empatía sea moralmente eficaz. Algunos críticos de entonces y muchos de ahora responderían que, para que la empatía funcione, es necesario activar algún sentido de obligación religiosa más elevada. A su modo de ver, los seres humanos solos no pueden vencer su propensión interna a la apatía o la maldad. (…) La idea de la comunidad humana no es suficiente por sí sola. (…) Los dos interrogantes, pues, son: ¿qué puede motivarnos a actuar basándonos en nuestros sentimientos por los que se hallan muy lejos?, y ¿qué hace que la afinidad disminuya hasta tal punto que seamos capaces de torturar, mutilar e incluso matar a los que están más cerca de nosotros?

  Y el desarrollo de todos estos cambios en la visión de las relaciones humanas dará lugar a reacciones posteriores extraordinariamente peligrosas:

Napoleón creía que “los hombres no nacen para ser libres. La libertad es una necesidad que siente una reducida clase de gente a la que la naturaleza ha dotado de mentes más nobles que la masa de los hombres. Por consiguiente, puede ser reprimida con impunidad. La igualdad, en cambio, gusta a las masas.”

El propio concepto de los derechos humanos abrió la puerta sin querer a formas más virulentas de sexismo, racismo y antisemitismo. Las aserciones generales sobre la igualdad natural de todo el género humano dieron lugar a aserciones igualmente globales sobre la diferencia natural, produciendo así un nuevo tipo de adversario de los derechos humanos, más poderoso y siniestro aún que los tradicionalistas. Las nuevas formas de racismo, antisemitismo y sexismo ofrecían explicaciones biológicas del carácter natural de la diferencia humana. 

Los revolucionarios franceses invocaron argumentos, en gran parte tradicionales, a favor de la diferencia de las mujeres cuando les prohibieron reunirse en clubs políticos en 1793. “En general, las mujeres no son capaces de pensamientos elevados y meditaciones serias”, dijo el portavoz del gobierno. Durante los años siguientes, sin embargo, los médicos de Francia trabajaron con ahínco para dar a estas ideas vagas una base más biológica.

La ciencia de la raza se remonta a finales del siglo XVIII y los intentos de clasificar a los pobladores del mundo. Dos corrientes aparecidas por aquel entonces se unieron en el siglo XIX: la primera era el argumento de que la historia había presenciado el avance sucesivo de los pueblos hacia la civilización, y los blancos eran los que más habían avanzado; y la segunda era la idea de que características hereditarias permanentes dividían a los pueblos por razas. (…) El epítome del género racial se encuentra en la obra de De Gobineau “Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas”, de 1853. (…) En el nivel más bajo se hallan las razas de piel oscura. (…) Dentro de la raza blanca, imperaba la rama aria. 

Todos los que a finales del siglo XVIII organizaban campañas contra la esclavitud, la tortura judicial y el castigo cruel realzaban la crueldad en sus relatos, emocionalmente desgarradores. Su objetivo era provocar repulsión, pero el despertar de sensaciones por medio de la lectura o la contemplación de grabados con escenas explícitas de sufrimiento no siempre podía encausarse cuidadosamente. De modo parecido, la novela que atraía intensamente la atención sobre las tribulaciones de las muchachas corrientes tomó forma distintas y más siniestras antes de finalizar el siglo XVIII. (…) Sade llevó la novela gótica hacia una pornografía explícita del dolor. (…) Pretendía revelar los significados ocultos de las novelas precedentes (como “Pamela” o “Clarissa”). Sexo, dominación, dolor y poder en lugar de amor,empatía y benevolencia.  (…) Así pues, el concepto de los derechos humanos trajo consigo toda una serie de consecuencias nefastas. La llamada a favor de los derechos universales, iguales y naturales estimuló el crecimiento de nuevas y, en ocasiones, fanáticas ideologías que hacían hincapié en la diferencia. Los nuevos medios de establecer una comprensión empática abrieron la puerta al sensacionalismo de la violencia. 

   Otros libros analizarán estos contrastes ya desde el punto de vista de la sociedad globalizada actual y, ateniéndose a la mera estadística de la práctica de la violencia, proporcionarán perspectivas alentadoras en el sentido de que la profusión de la violencia en el arte popular no corresponde necesariamente al incremento de la violencia real.

   En cualquier caso, se acepta hoy que el gran cambio se produjo ya en  el siglo XVIII, entre el fin de las guerras de religión en Europa y el surgimiento de la economía industrial, y sería, en apariencia, básicamente irreversible. El libro de Lynn Hunt nos resulta de lo más sugestivo al abordar aspectos cruciales de tan singular periodo.

¿Cómo los redactores de las declaraciones de Derechos humanos del siglo XVIII, que vivían en sociedades edificadas sobre la esclavitud, la subordinación y la sumisión aparentemente natural, pudieron en algún momento considerar como iguales a otros hombres que no se les parecían en nada y, en algunos casos, incluso a las mujeres? (…) Si pudiéramos entender cómo sucedió, estaríamos en mejor disposición para comprender lo que significan para nosotros los derechos humanos hoy en día.

3 comentarios:

  1. Tengo mucho interés en leerlo próximamente. En cuanto lo haga, lo comentamos.

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  2. Un libro realmente magnífico y muy bien escrito. Lo que más llama la atención es la función que indirectamente realiza la literatura en la concienciación de la gente a la hora de condenar la tortura y los tratos degradantes. Algo me llama la atención: ¿es cierto que la reacción contra los derechos humanos es la principal responsable de las dos guerras mundiales?

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  3. Pues yo tendría que releer el libro para fijarme en cómo se plantea ese detalle. En general, se atribuye la primera guerra mundial al nacionalismo, y el nacionalismo sí se suele atribuir a una reacción ante los derechos humanos, de la misma forma que las doctrinas sexistas y racistas. Es decir, los derechos humanos supondrían un planteamiento totalmente racional de la realidad que socavaría la anterior aceptación social de las desigualdades. Por eso tuvieron que "inventarse" desigualdades racionales que fueran aceptables. El nacionalismo, el racismo, el sexismo e incluso la lucha de clases, supuestamente estaban basados en explicaciones racionales de la desigualdad.

    Es decir, la gente tendría que decir que sí, que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos, pero eso no quita que yo sea catalán y tu español, tú judío y yo ario, tú mujer y yo hombre, etc. Todas esas categorías obedecerían a la razón natural en base a diversas pseudociencias o necesidades naturales. y no tendrían nada que ver con las anteriores diferencias de estatus social basadas en prejuicios. O con las elecciones religiosas. Tú puedes elegir ser católico o protestante, pero no ser francés o alemán.

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