sábado, 21 de febrero de 2015

“Anatomía del miedo”, 2006. J. A. Marina

  Jose Antonio Marina es filósofo y no psicólogo, y sin embargo, él, como todos los filósofos actuales, no tiene más remedio que tomar la psicología como referente a la hora de obtener conclusiones útiles acerca de la naturaleza humana. Especialmente si centra su estudio en el tema del “miedo”

Toda mi labor investigadora ha tenido como meta elaborar una teoría de la inteligencia que comenzara en la neurología y terminara en la ética. La dialéctica del miedo y del valor es un tema adecuado —más aún, paradigmático— para someter a contrastación y prueba cuanto he dicho en otros libros.

  Primero, una definición simple y útil

Miedo es el sentimiento desencadenado por la aparición del peligro

El miedo es la ansiedad provocada por la anticipación de un peligro.  (…) Miedo sin peligro vamos a llamarle angustia (…) [que supone] una ansiedad sin desencadenante claro, acompañada de preocupaciones recurrentes

Nuestros espantos comparten un esquema común: (…) un desencadenante, interpretado como amenaza o peligro, provoca un sentimiento desagradable, de alerta, inquietud y tensión, que suscita deseos de evitación o huida. Los miedos animales comparten esta estructura narrativa, pero el humano añade la variedad y complicación de los desencadenantes. 

  Naturalmente, el miedo es necesario para enfrentarnos a los peligros y sobrevivir a ellos, y solo se convierte en problema cuando se lo juzga como excesivo.

Según Aristóteles, no se puede llamar valiente a quien no siente miedo. El impávido, el que no percibe el peligro, dice, es un loco o un insensible (…) Lo peculiar de la valentía es sobreponerse a una dificultad

Parece confirmarse la existencia de una predisposición genética hacia la afectividad negativa, que hace al sujeto más vulnerable a los estímulos negativos. 

  Para enfrentarse al miedo excesivo, tanto la ciencia como la sabiduría popular proponen algunas salidas

Conocer el mecanismo de los miedos puede ayudar, si no a hacerlos desaparecer, al menos a tenerlos más fácilmente bajo control. (…) No podemos eliminar las pasiones, pues nos convertiríamos en piedras. Debemos comprenderlas, penetrar en ellas, hacer que pasen de ser pasiones a ser afectos. Si entendemos las causas adecuadamente (…) podremos disminuir la tiranía de sus efectos, aunque no podamos ciertamente anularlos

Siempre tenemos que poner en marcha alguna estrategia contra el miedo. Pero hay, al menos, dos tipos: las que van dirigidas a enfrentarse con el problema y las que van dirigidas a enfrentarse con la emoción provocada por el problema.

  Más allá del miedo a enfrentarse a una circunstancia, aparece la cuestión de la angustia y las fobias: actitudes duraderas de miedo que nos inmovilizan. Aquí es donde más importante ha de ser el poner en marcha las estrategias psicológicas.

El organismo está preparado para actuar, pero no actúa, porque el sujeto se enroca en la angustia, en la inacción, en la rumia, en los planes sin conclusión, y lo más que hace es realizar los comportamientos que alivian esa ansiedad.

Las investigaciones más fiables indican que el tratamiento de elección en el caso de fobias sociales es la terapia de exposición y de reestructuración cognitiva.

  Planteado así el asunto, la superación del miedo (la valentía), quizá por haber tenido un protagonismo muy importante durante las constantes guerras de la Antigüedad (la victoria en las guerras suponía la mayor fuente de prestigio y poder social),  ha acabado convirtiéndose, siguiendo una tradición filosófica y religiosa, en el equivalente a la virtud y el conocimiento

Sócrates añade un nuevo ejemplo de valentía muy poco belicosa: resistir y persistir en la búsqueda de la verdad. Esto supone una gran novedad, que va a ser aceptada por la tradición. El valor es más amplio que la guerra.

La valentía es la virtud creadora, la que proporciona la energía y la habilidad para realizar lo valioso.

  Equiparar el valor “en la búsqueda de la verdad” al valor guerrero es poco más que una metáfora. Al fin y al cabo, Sócrates vive en una sociedad heroica en la cual la guerra supone la exaltación de las virtudes masculinas, de modo que si quiere resaltar la importancia de la búsqueda de la verdad ha de equipararla a la virtud masculina más estimada: el valor en la guerra. Resulta curioso que la sociedad moderna siga utilizando comparaciones parecidas.

El miedo nos impulsa a seguir sus dictados, a abandonarnos a su lógica. La valentía nos hace someter ese sentimiento a un juicio de la inteligencia. Y si algún valor fundamental está en riesgo, decide actuar a pesar del miedo. La valentía es, por lo tanto, un acto ético, no un mero mecanismo psicológico.

  Ni la inteligencia ni la ética son muy útiles en las disputas violentas (en la segunda guerra mundial, la necia filosofía nazi resultó militarmente eficiente y los generales soviéticos tampoco destacaban precisamente por su cultura e inteligencia). La valentía debemos verla como un mero mecanismo psicológico, no como un acto ético. En lo que se refiere a los juicios éticos y al ejercicio de la inteligencia sería más correcto hablar de determinación y coherencia a la hora de afrontar las dificultades para su desenvolvimiento.

La inteligencia puede proponer buenas razones, alternativas deseables, proyectos perspicaces. Pero la razón puede achantarse.

  Puesto que la inteligencia y la razón pueden ser intimidadas por un entorno hostil es preciso un recurso psicológico opuesto que responda a la intimidación. Sin embargo, en el mundo secreto del pensamiento no es imposible que este tipo de “valentía” sea incompatible con lo que Marina llama “valentía estructural”

La temeridad —uno de los extremos viciosos de la valentía, según Aristóteles— es más apreciada que la cobardía: porque el temerario posee al menos esa valentía estructural.

   De hecho, la “valentía estructural” del temerario la encontramos con frecuencia en el comportamiento antisocial por excelencia.

Los psiquiatras saben que las personalidades psicopáticas rara vez sienten temor.

   ¿Y si la cobardía estuviera asociada, por el contrario, al comportamiento prosocial?

Los ifaluk, un pueblo que vive en un atolón sometido a las descomunales fuerzas de la naturaleza, según nos contó Catherine Lutz no sienten reparo en confesar su miedo, porque la cobardía les parece moralmente buena. Una persona que declara su miedo —sea rus (pánico, sorpresa) o metagu (miedo, ansiedad)— está diciendo a sus vecinos: «Soy inofensivo, soy una buena persona».

  Marina no profundiza en esa posibilidad, aunque, aparte de la anécdota de un pueblo primitivo que alardea de la cobardía por considerarla moralmente buena, sí resalta que

una parte importante de las características atribuidas a las personas tímidas —dulzura, pudor, recato, pasividad— han sido durante siglos atributos de la perfección femenina.

  Si consideramos que estadísticamente las mujeres muestran un comportamiento menos violento y antisocial, bien podría ser que, en general, una mayor propensión al miedo –timidez o cobardía- sea sintomática de lo opuesto, del comportamiento prosocial.

  Claro que aquí surge otro prejuicio por el estilo del de llamar “valentía” al comportamiento ético: que las personas “tímidas” no son “cobardes”.

Según Brian G. Gilmartin, un 88% de hombres tímidos, frente a ningún hombre no tímido, recordaba que en el curso de su infancia y adolescencia había sido objeto de actos de amedrentamiento por parte de sus compañeros. 

  Sin embargo, aquí se equipara “timidez” a experiencias de “amedrentamiento”… ¿En qué quedamos? ¿Es que vivimos aún bajo los mismos prejuicios “heroicos” propios de la Atenas de Sócrates?

  De hecho, el hombre valeroso, el héroe homérico, lucha solo y se sacrifica por su propia gloria. El avance social requiere, en cambio, que los individuos se agrupen y cooperen. Por lo tanto, no son los valientes, sino los temerosos, los que están interesados en establecer estructuras más complejas de cooperación.

La figura atormentada de Cristo dista mucho de la tranquila, impávida, teatralmente insensible de Sócrates. Antes de su muerte, Sócrates charla de filosofía con sus amigos; en cambio, la víspera de su crucifixión, Cristo suda sangre, de pura angustia. Tiene miedo y suplica a Dios que le libre del suplicio. El valor cristiano no tiene el aspecto imponente, frío, estéticamente irreprochable, del valor clásico. Es una valentía medrosa, sufriente, con temor y temblor, humilde, humana

Las actas de los mártires cuentan la historia de pobres gentes asustadas que se enfrentan al martirio con un valor que no comprenden y que han recibido como un terrible regalo. Lo que para el griego clásico era morir en batalla —la culminación del valor—, va a ser para el cristiano el martirio. 

  El sacrificio del mártir apenas si es valentía, sino más bien pasiva resignación ante lo inevitable una vez ha tomado una resolución de tipo moral. Y, por cierto, la actitud del mártir no era desconocida para los griegos clásicos: mártires fueron Alcestis, Antígona e Ifigenia… pero no se trataba del valor del hombre, sino del de la mujer…

Los sujetos hipersensibles van a percibir las estimulaciones excesivas de su entorno como agresiones dolorosas. Esa vulnerabilidad se aplica también a la sensación de miedo. Si esos sujetos se perciben como temerosos y miedosos no es por falta de valor, sino por un exceso de tumulto emocional frente al peligro.

   Si en el caso de aquellos que se muestran como temerosos y miedosos esto no denota falta de valor, ¿cuándo sí sería “falta de valor”?

  En conjunto, debemos considerar que Marina, mostrándose hasta cierto punto fiel a las antiguas tradiciones, confunde “valor” con “virtud”, y esto hoy no nos ayuda.

Hemos asistido a un giro copernicano. En el principio, bueno es lo que hacía el valiente. Ahora, es valiente quien hace lo bueno.

Valiente es aquel a quien la dificultad o el esfuerzo no le impiden emprender algo justo o valioso, ni le hacen abandonar el propósito a mitad del camino. Actúa, pues, «a pesar de» la dificultad, y guiando su acción por la justicia, que es el último criterio de la valentía.

Solo hay valentía para el bien. ¿Pero de dónde viene esta idea tan extraña? El agudo Voltaire tal vez tenía razón cuando escribió: «El coraje no es una virtud, sino una cualidad común al loco furioso y a los grandes hombres». 

  El malvado también puede ser valiente, y los psicópatas (ya lo hemos visto), los más malvados, son los más valientes de todos, en tanto que corren muchos riesgos a la hora de intentar alcanzar sus metas egoístas.

  Si lo que nos interesa es una sociedad más cooperativa quizá deberíamos olvidar el vocabulario de las viejas tradiciones heroicas.

La moral, en su comienzo, fue el modo de vivir de los nobles. Y la valentía era una de sus cualidades distintivas (…) La valentía es la cualidad del soldado

  Al famoso mariscal Rommel, el cual no era precisamente un intelectual, sino más bien un funcionario militar imbuido de un profundo sentido común burgués, se le atribuye esta frase: “no deberíamos juzgar a todo hombre por su valor como soldado, de hacerlo así no habría civilización posible”.

  Ahora bien, si nos concentramos en la búsqueda de la virtud, en el perfeccionamiento del individuo a la hora de contribuir a crear una sociedad más cooperativa, encontramos igualmente que es preciso enfrentar dificultades. Lo que necesitamos es una definición más exacta de las reacciones emocionales ante la dificultad.

Psicológicamente hablando, la virtud es un hábito operativo. Hábito es una capacidad adquirida por repetición, que facilita el ejercicio de una actividad (…) La virtud es el hábito que permite la realización del modelo de vida buena

  Podemos considerar que hay situaciones en las que el miedo debe ser vencido y otras en las que no. Así se decía en otros tiempos que los hombres buenos eran “temerosos de Dios”, de la misma forma, hoy debemos ser temerosos de exponernos a peligros insensatos y hemos de tener en cuenta la necesidad de controlar nuestros instintos antisociales.

  Los casos en los cuales el miedo debe ser vencido serían aquellos en que racionalmente podemos comprender que obstaculizan alcanzar la virtud.

  Para empezar, debemos vencer el miedo a lo irracional

Se han documentado muertes de indios brasileños producidas por el terror después de haber sido sentenciados y condenados por el hechicero.

Para [Spinoza] la valentía era el deseo del hombre para perseverar en su ser, de acuerdo con los dictados de su propio ser, proporcionados por la razón.

  Pero también debemos vencer el miedo que es consecuencia de la manipulación

El llamado síndrome de Estocolmo, en el que la víctima llega a valorar positivamente al criminal porque la raptó pero no la mató. (…) Los crímenes que desencadenaron la situación van olvidándose, porque la gran preocupación es mantener el sentimiento de alivio. Un proceso parecido funciona en las sectas.

  Sobre el famoso síndrome de Estocolmo es interesante tener en cuenta que hay quienes consideran que denunciarlo como trastorno encubre el deseo de ciertas autoridades de que no se sepa que las personas son "libremente" convencidas por los manipuladores. Así, un manipulador puede a su vez denunciar a sus oponentes por refugiarse en etiquetas como el tal “síndrome de Estocolmo”, o “demagogia” o “intimidación”.

   Sin embargo, mientras más etiquetas tengamos, más conceptos podremos utilizar en el razonamiento y mientras más nos acostumbremos a ellas y a sus significados más facilidad tendremos para elaborarlas y corregirlas.

  Quizá la mayor verdad de este libro es que

las redes de apoyo afectivo son la mejor solución a muchos de nuestros problemas, incluido el miedo, pero tienen un defecto: no dependen sólo de nosotros. 

   Algunos dirán que carecer de apoyo afectivo depende solo de uno. En realidad, hay formas en que uno puede ayudar a construir una red de apoyo afectivo para sí mismo y para los demás. En esa, como en cualquier otra vicisitud humana, deberemos enfrentarnos a dificultades y a miedos superables. Ni siquiera aun contando con una buena red de apoyo afectivo eso nos libra de la responsabilidad de poner en marcha estrategias contra el miedo y contra la coerción.

  Además, aunque el miedo y muchas de las deficiencias en el comportamiento pueden estar originados en el temperamento innato, en otros casos pueden tener causas ambientales.

La manera como se habla en una familia de los problemas, de los conflictos y del miedo influye en el carácter temeroso o arriesgado del niño. Hay una correlación entre la frecuencia con que los padres expresan sus miedos y el nivel de miedo de los hijos. (…) La vulnerabilidad y el temor sólo aparecen cuando los padres pintan el mundo como peligroso y exageran los esfuerzos de protección del niño. 

  Pero aun cuando el carácter ya está formado, las estrategias psicológicas pueden ayudar mucho a superar el miedo excesivo.

Cada vez parece imponerse la mayor utilidad de los procedimientos basados en la exposición gradual a los desencadenantes, es decir, a las sensaciones corporales que producen el ataque, y a cambiar la manera de interpretarlos.

  Marina,  filósofo atento a la psicología, señala el error de las actitudes de evitación, caracterizadas por casos como en el que

lo importante no es resolver los problemas, sino amortiguar el miedo que los problemas provocan.

  Una situación no muy diferente a la que provoca la angustia

Una de las características de los pensamientos angustiosos es que no llevan a ninguna parte. Se mueven en círculo. 

Algunas creencias disfuncionales que actúan en los miedos sociales son fáciles de detectar. Son pensamientos de «todo o nada», de «blanco y negro», que generalizan de una manera irracional. «Si no me aprecia todo el mundo no podré ser feliz».

  Estos casos son quizá mucho más importantes que los del afrontamiento del peligro, pues de lo que se trata aquí es de lo que generalmente se llama “pusilanimidad”, actitudes, que pueden o no derivar del entorno (particularmente de la educación en la infancia), pero que suponen falta de resolución y de coherencia entre el pensamiento razonado y los actos. Ésta  es precisamente la situación que influye también intelectualmente, pues bloquea el razonamiento y no solo el comportamiento social.

  En términos generales, quizá los valientes sean hoy menos útiles de lo que lo fueron en los tiempos heroicos y lo que sí es mucho más útil es encontrar formas de asumir el miedo, de comprenderlo y de superarlo, de mantener una actitud de resolución, coherencia y claridad mental que resista a quienes usan viejos trucos de intimidación y amedrentamiento (trucos que vienen de nuestro pasado animal más remoto, pues los practican, en diversas formas, muchos seres vivos irracionales). Sentir miedo es inevitable, pero el miedo no debe impedirnos pensar y juzgar, ejerciendo las cualidades mentales que son más propias del ser humano.

   Si más allá de eso, superar el miedo es importante para mejorar intelectual y éticamente, eso resulta difícil de calcular. En cualquier caso, vivir sin miedo es vivir con menos sufrimiento, y cualquier proyecto humanista debe por tanto ofrecer algún camino en ese sentido.

4 comentarios:

  1. Enhorabuena por el blog. Le seguiré la pista ;)

    ResponderEliminar
  2. Gracias. Se aceptan sugerencias para lecturas y siempre reitero mi idea de que sería muy enriquecedor que más gente hiciera blogs por el estilo de éste como conclusión de sus lecturas más "sapienciales"

    ResponderEliminar
  3. Muy buen resumen, es verdad que el autor intenta aunar demasiados campos distintos en su teoria.

    ResponderEliminar
  4. Aprovecho para añadir este link a otra entrada del blog: el neurólogo Donald Pfaff también vincula el miedo al comportamiento altruista http://unpocodesabiduria21.blogspot.com/2016/12/la-neurociencia-de-la-moralidad-2007.html

    Gracias por tu comentario, Samuel

    ResponderEliminar