lunes, 17 de noviembre de 2014

“Nuestra especie”, 1989. Marvin Harris

  He aquí por qué a mucha gente le gusta la antropología:

¿Sienten la misma curiosidad que yo por saber qué aspectos de la condición humana están inscritos en nuestros genes y cuáles forman parte de nuestra herencia cultural, en qué medida son inevitables los celos, la guerra, la pobreza y el sexismo, y qué esperanzas de sobrevivir tiene nuestra especie?

   Para averiguar cuál es la condición humana innata, tendríamos que conocer cuáles eran los instintos del hombre primitivo en “estado de naturaleza”.  Se  intenta reconstruir la naturaleza del “hombre primitivo” recurriendo a estudiar a los últimos pueblos cazadores-recolectores que han sobrevivido, así como los restos fósiles de la prehistoria, la psicología infantil, el comportamiento de los grandes simios con los que estamos emparentados e incluso los patrones psicológicos del comportamiento del hombre moderno. Las conclusiones varían.

  En términos generales, Marvin Harris considera  que el comportamiento humano primitivo a lo largo de los cientos de miles de años durante los cuales se fue constituyendo nuestro código genético se veía siempre condicionado por la necesidad de abastecerse de alimento. Es decir, que la vida no resultaba fácil, de modo que lo prioritario era asegurar la supervivencia diaria. No es una respuesta tan obvia como parece, porque algunos estudiosos han discutido que el hombre primitivo viviese en un mundo de escasez.

Después del 12.000 a.C., la combinación de cambios medioambientales y el exceso de caza provocaron la extinción de numerosas especies de caza mayor y redujeron el atractivo de los medios de subsistencia tradicionales. (…) Comenzaron hace más de trece milenios a explotar las variedades silvestres de trigo y cebada que allí crecían. A medida que aumentaba su dependencia de estas plantas, se vieron obligados a disminuir su nomadismo porque todas las semillas maduraban a un tiempo y había que almacenarlas para el resto del año. 

  El paso del nomadismo al sedentarismo es una de las cuestiones fundamentales que aborda la antropología. Hay una diferencia enorme entre una y otra forma de vida, y más allá de los escasos cinco o diez mil años de vida agrícola, el pasado de la existencia humana como cazador-recolector se prolonga hasta centenares de miles de años atrás en el pasado, de modo que sí podemos saber que el hombre originario era un cazador-recolector nómada y no un agricultor sedentario. Lo que no sabemos es cómo condicionaba esto su vida en común. Y no todos los estudiosos están de acuerdo acerca de por qué se llevó a cabo el cambio. Acabamos de leer una teoría, pero no es la única. Veamos las consecuencias sociales del cambio de nomadismo a sedentarismo según esta teoría que acabamos de leer.

Entre las bandas y pequeñas aldeas cazadoras y recolectoras de la prehistoria probablemente existía alguna forma de comunismo. Quizá ello no excluía del todo la existencia de propiedad privada. Las gentes de las sociedades sencillas del nivel de las bandas y aldeas poseen efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas. [Pero]¿qué interés podría tener nadie en apropiarse de objetos de este tipo?

  Marvin Harris considera que en el nomadismo del cazador-recolector no se daban las condiciones económicas para la división social (ricos y pobres) que hoy conocemos y que los jefes o “grandes hombres” eran solo unos carismáticos distribuidores de alimentos que obraban, más que por codicia y deseo de supremacía efectiva, con el objeto de obtener prestigio.

¿Qué impulsaba a la gente a no escatimar esfuerzos con tal de poder vanagloriarse de lo mucho que regalaban? (…)La sociedad no les paga con alimentos, sexo o un mayor número de comodidades físicas sino con aprobación, admiración y respeto; en suma, con prestigio. Las diferencias de personalidad hacen que en algunos seres humanos la ansiedad de afecto sea mayor que en otros (una verdad de Perogrullo que se aplica a todas nuestras necesidades e impulsos). Parece verosímil, pues, que los cabecillas sean individuos con una necesidad de aprobación especialmente fuerte (probablemente como resultado de la conjunción de experiencias infantiles y factores hereditarios). (…) En un principio la redistribución servía estrictamente para consolidar la igualdad política asociada al intercambio recíproco. La compensación de los redistribuidores residía meramente en la admiración de sus congéneres

 Con esta explicación se descarta que en la forma de vida originaria se tolerase la superioridad de unos sobre otros habitual en las primeras civilizaciones agrícolas y se pone como ejemplo este testimonio del pueblo kung (“bosquimanos”), cazadores-recolectores que viven en las condiciones extremas del desierto del Kalahari

Cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar ésto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.

  Para Harris está claro: fue una catástrofe ecológica la que forzó a los seres humanos contra su voluntad a abandonar la forma de vida tradicional, a volverse sedentarios y a alimentarse de cereales que, almacenados tras la cosecha, permitían sobrevivir todo el año. Surgiría entonces la acumulación de riqueza, los excedentes y la propiedad privada, y entonces, los jefes, que hasta aquel momento se conformaban con el prestigio, se dedicarían a acumular riquezas mediante estrategias abusivas.

  Cabe preguntarse (entre otras cosas) por qué los nómadas que antes ni siquiera toleraban la actitud de superioridad del mejor cazador, ahora toleraban vivir esclavizados y subalimentados.

Las excavaciones arqueológicas realizadas en enterramientos antiguos muestran casi siempre que las personas enterradas con los ajuares más ricos en joyas, vasijas, armas y otros símbolos de rango eran más altas que las personas enterradas en tumbas sin adornos.(…) Posiblemente porque la dieta del pueblo era diferente en calorías y proteínas (…)La situación en la actualidad es, en parte al menos, la contraria. Los pobres siguen siendo más bajos que los ricos, pero ahora son también más gordos. 

  Admitir la desigualdad inherente al mismo hecho de la civilización supone admitir un orden injusto que solo podía asegurarse mediante la violencia. Que esto surgiera por causa del sedentarismo y no estuviese basado en ninguna predisposición innata del comportamiento humano resulta sorprendente.

  El intercambio, la exhibición y la destrucción conspicuas de objetos de valor son estrategias de base cultural para alcanzar y proteger el poder y la riqueza. Surgieron porque aportaban la prueba simbólica de que los jefes supremos y los reyes eran en efecto superiores y, en consecuencia, más ricos y poderosos por derecho propio que el común de los mortales.(...) Al asignar participaciones diferentes a los hombres más cooperativos, leales y eficaces en el campo de batalla, los jefes podían empezar a construir el núcleo de una clase noble, respaldados por una fuerza de policía y un ejército permanente. Los hombres del común que se zafaban de su obligación de hacer donaciones a sus jefes, que no alcanzaban las cuotas de producción o se negaban a prestar su trabajo personal para la construcción de monumentos y otras obras públicas eran amenazados con daños físicos.

  Nada de esto se explica suficientemente. Sabemos que algunos pueblos cazadores-recolectores hacían enterramientos especiales con abalorios lujosos que solo podían suponer un privilegio  para algunos (se trataba de abalorios que para su elaboración requerían la inversión de muchas horas de trabajo). También sabemos que entre los cazadores-recolectores hay disputas por los territorios de caza y que muchos pueblos roban mujeres a sus vecinos y constituyen harenes para sus jefes. No resulta convincente que Harris se limite a presentar, para apoyar su teoría de unos orígenes pacíficos, a algunos ejemplos de pueblos primitivos muy igualitarios. Sobre todo si esos pueblos, como los kung o los esquimales, viven en entornos extremos, como son los desiertos. La etnografía ha mostrado una gran diversidad de comportamientos sociales entre los pueblos cazadores-recolectores, algunos más pacíficos que otros, otros más igualitarios que otros.

   También despierta alguna desconfianza la opinión de Harris acerca de las religiones:

Me gustaría poder decir que la aparición de las grandes religiones del mundo obedeció a la tendencia innata en nuestra especie de adoptar principios, creencias y prácticas espirituales y éticas cada vez más elevados y más humanos. Por el contrario, lo realizado en el transcurso de la historia por las grandes religiones de amor y misericordia constituye una refutación categórica de tal idea. Ninguna de las religiones incruentas ha tenido una influencia detectable en la incidencia o ferocidad de la guerra, y cada una de ellas está implicada en desoladoras inversiones del principio de respeto a la vida. En efecto, de no ser por su capacidad para auspiciar y alentar militarismos y mecanismos de duro control estatal, no habría hoy en el mundo ninguna religión de difusión universal.

   Resulta extraño que se discuta que las religiones incruentas hayan influido en una disminución de la ferocidad de las guerras. Las primeras civilizaciones tenían religiones cruentas en el sentido de que era habitual el recurso a los sacrificios, muchas veces de seres humanos, para aplacar a los dioses, y también solía practicarse el exterminio total del enemigo, como en los casos de Troya y Cartago. Todas estas civilizaciones eran guerreras. Las civilizaciones de religiones incruentas que vinieron después también han sido guerreras, pero no parece cierto que lo hayan sido en la misma medida (por ejemplo, solo los nazis, neopaganos, volvieron a la práctica del exterminio), ni mucho menos es cierto que se hayan expandido gracias a “auspiciar y alentar militarismos y mecanismos de duro control estatal”. El Imperio Romano logró imponer un notable periodo de paz durante más de tres siglos a extensos territorios, y esta paz (la Pax Romana) formaba parte de un ideal social y político. Fue probablemente por ello que el Imperio Romano acabó adoptando el cristianismo como religión oficial porque esta creencia obedecía a la necesidad cultural de una sociedad que aspiraba a la paz, de modo que el cristianismo no debió su mayor éxito al militarismo.

   Las guerras del mundo cristiano en la Europa que vino después pudieron ser muy espectaculares, tanto como los sobresaltos que periódicamente se daban dentro del Imperio chino inspirado por Confucio, pero suponían algo muy diferente a las guerras continuas de las sociedades neolíticas, quizá menos formidables porque implicaban estados más débiles, pero que no se detenían nunca, pues la guerra se encontraba culturalmente legitimada (como demuestra la existencia de dioses de la guerra, por ejemplo), a diferencia de las culturas de religiones incruentas, en las cuales la guerra no está legitimada y existe el ideal de la paz.

   Veamos ahora, también dentro de la visión de Marvin Harris acerca de “nuestra especie”, el caso de la diferencia entre el hombre y la mujer en lo que se refiere al comportamiento violento

Soy igualmente escéptico por lo que respecta a la teoría que postula una base-hogar primigenia atendida por hembras hogareñas cuyos compañeros de sexo masculino vagaban de aquí para allá en busca de carne. Considero mucho más probable que los machos, hembras y crías afarensis y hábilis recorrieran juntos el territorio formando una tropa y que las hembras no lactantes intervinieran activamente en las tareas de ahuyentar a los carroñeros, combatir a los depredadores y perseguir a las presas.

  Tal vez eso pueda ser cierto en lo que se refiere al ser humano originario (los primeros del género “Homo”), pero, cuando menos, al cabo de los miles de años transcurridos desde la aparición de las sociedades agrícolas y patriarcales es lógico pensar que se ha seleccionado sistemáticamente a las esposas más dóciles al igual que se ha hecho con los animales domésticos, de modo que es posible que el carácter de las mujeres en las sociedades agrícolas haya acabado siendo diferente al que era en las sociedades cazadoras-recolectoras originarias.

  Si es que tiene realmente base el supuesto de que se daba una igualdad sexual originaria entre los cazadores-recolectores…

Los hombres, no las mujeres, recibían entrenamiento para ser guerreros y, por lo tanto, para mostrar mayor arrojo y agresividad, y ser más capaces de dar caza y muerte, sin piedad ni remordimiento, a otros seres humanos. Los varones fueron seleccionados para el papel de guerreros porque las diferencias anatómicas y fisiológicas vinculadas al sexo, que favorecieron su selección como cazadores de animales, también favorecieron su selección como cazadores de hombres. 

    Esto viene a decir que las mujeres no eran (ni son ahora tampoco, supuestamente) menos agresivas: solo que, por su diferencia física (menor fuerza muscular), no se les daba la oportunidad de demostrar su agresividad en la guerra.

Una respuesta que no puedo aceptar es que la naturaleza femenina impide a las mujeres hacer a los hombres lo que éstos les han hecho a ellas. Esta idea (que, dicho sea de paso, sirve de inspiración común a sociobiólogos y feministas radicales) la desmiente el comportamiento de las mujeres respecto de los enemigos cautivos en sociedades matrilocales. Por ejemplo, los tupinambás del Brasil torturaban, desmembraban y devoraban a sus prisioneros de guerra. (…) Las mujeres participaban con entusiasmo en estas muertes por tormento: insultaban a los prisioneros atados, acercaban tizones a sus genitales y reclamaban a gritos trozos de carne cuando finalmente expiraban y eran cortados para ser devorados.(…) Mientras los hombres monopolizaron las armas y las artes de la guerra, las mujeres carecieron de los medios para mandar, degradar y explotar a los varones, en una imagen simétrica del patriarcado. Fue una falta de poder, no de rasgos masculinos, lo que impidió que las mujeres volvieran las tornas.

   Pero si esto fuera realmente cierto tendríamos datos, en las sociedades actuales, más libres, de que las mujeres ahora sí que pueden actuar agresivamente tanto como los hombres. Por ejemplo, en la delincuencia, en la reclusión carcelaria, en las disputas domésticas o alistándose en el ejército. Y no hay ningún dato que confirme esto, más bien lo contrario. Incluso los psicólogos infantiles comprueban que las niñas pequeñas, a medida que crecen y se feminizan por efecto del metabolismo de la pubertad, van desarrollando un comportamiento menos agresivo que el de los niños varones. Harris no considera ninguno de estos factores, quedándose en una anécdota aislada acerca de las siniestras costumbres de algunos pueblos guerreros.

 De forma parecida, Harris aborda la necesidad social del control del apetito sexual. Las mujeres tenderían a la promiscuidad sexual tanto como los varones.

Estimo que si dispusieran realmente de libertad para elegir, las mujeres decidirían mantener tantas relaciones como deciden mantener los hombres cuando tienen esa libertad. Por naturaleza, las mujeres poseen una capacidad para disfrutar del sexo con una variedad de hombres, como mínimo, idéntica al interés de éstos por tener experiencias sexuales con una variedad de mujeres.

  Los dictámenes de la psicología experimental actual tampoco van en ese sentido. Parece que, estadísticamente, las mujeres son menos excitables sexualmente y que, además, lo son de una forma más “plástica” que los varones, es decir, que sus tendencias sexuales dependen más del condicionamiento cultural que en el caso del varón. El varón “siempre piensa en lo mismo”, mientras que la mujer piensa menos en ello y lo ve de una forma más variada y flexible, más influenciable por las costumbres.

  Harris, por su parte, da una explicación económica moderna acerca del origen de las tendencias de control del comportamiento sexual

Como reacción a la perspectiva de una frustración generalizada de la reproducción, resultante de la transición de las economías agrarias a las economías industriales, los estratos sociales empleadores de mano de obra presionaron para que se promulgaran leyes que condenasen y castigasen severamente todas las formas de relación sexual no reproductora. El objetivo de este movimiento era convertir el sexo en un privilegio que la sociedad concediera exclusivamente a quienes fueran a utilizarlo para fabricar criaturas. La homosexualidad, ejemplo flagrante de sexo no reproductor, se convirtió, junto a la masturbación, las relaciones premaritales, las prácticas anticonceptivas y el aborto, en blanco principal de las fuerzas pronatalistas.

   Es una opinión que también despierta dudas. En las sociedades primitivas supuestamente libres, más tolerantes con la promiscuidad o la homosexualidad, se daban igualmente demasiados nacimientos no deseados (el sistema de control de natalidad habitual solía ser entonces el infanticidio). Además, la represión sexual ya comenzó con las sociedades agrarias, como la de los antiguos israelitas. Parece más probable que, según algunos psicólogos experimentales han comprobado, la represión de la vida sexual favorece una menor conflictividad dentro del grupo y ahorra tiempo para el trabajo. No es cierto que las necesidades sexuales sean estables: una cultura tolerante puede exacerbarlas.
 
  Como conclusión de "Nuestra especie" tenemos que el ser humano no estaría “programado” para el progreso humanista. Esto vendría a decir que si las condiciones económicas cambian, el comportamiento social cambiará con él: podríamos volver al paganismo, al canibalismo, al incesto e incluso a vivir de la caza y la recolección.

  Claro que, al final del libro, Marvin Harris parece contradecirse cuando aborda la cuestión del “difusionismo”:

La postura teórica denominada «difusionismo» (…) niega que, en conjunto, las gentes piensen y se comporten de manera similar ante situaciones similares, o que la historia pueda repetirse alguna vez. (…)Si bien el difusionismo aporta una explicación verosímil sobre el orden cronológico de aparición de los primeros Estados e imperios, no sucede así por lo que respecta al orden evolutivo en que se basa la aparición del Estado en cada región concreta.  (…) Implicaría que sólo existió un único centro de selección cultural y que el resto del mundo estuvo poblado de hombres embotados y de ideas fijas hasta recibir el estímulo de las sucesivas olas innovadoras que irradiaban desde el Próximo Oriente. 

  El “difusionismo” tiene una refutación única: la existencia en el planeta de lo que Harris mismo llama una “segunda Tierra” (la América precolombina):

Mucho tiempo después de que los descendientes de los primeros pobladores se hubieran extendido por las Américas y creado Estados basados en la agricultura, había vastas regiones tan meridionales como el río Amur, a un lado del estrecho de Bering, y California, al otro, que seguían habitadas por gentes que vivían más de la caza y recolección que de la agricultura. ¿Cómo pudo el conocimiento de la agricultura pasar por estas extensas regiones donde nadie se dedicaba al cultivo?

   Por tanto, no hubo difusión del descubrimiento de la agricultura en Próximo Oriente hasta América…

El proceso de domesticación de las plantas indígenas americanas se espació a lo largo de miles de años, durante los cuales los pueblos de la segunda Tierra fueron reduciendo su dependencia de la actividad cazadora y recolectora 

  Por lo que parece que sí existe un “progreso” característico del Homo Sapiens por lo menos hacia una forma de vida sedentaria, totalmente diferente a la que habían llevado nuestros antepasados durante centenares de miles de año. Los cazadores-recolectores de la América precolombina también evolucionaron de forma paralela a los cazadores-recolectores del resto del mundo. También ellos descubrieron la vida sedentaria y la agricultura, crearon dioses y reinos, e incluso momias y pirámides. Incluso la escritura y la literatura.

¿Hubieran acabado los habitantes de la segunda Tierra por encontrar nuevos usos a la rueda e inventado engranajes, mecanismos de ruedas, poleas y máquinas complejas hasta alcanzar su propia revolución industrial? Una buena razón para responder en sentido afirmativo es que dieron varios pasos decisivos en el terreno de la metalurgia. (…)También la invención de la escritura y de la numerología, así como sus logros en astronomía y matemáticas, hablan en favor de la tesis de que la ciencia y la tecnología de ambos mundos hubieran acabado convergiendo.

Así pues, la historia de la "segunda Tierra" demuestra la subyacente unidad de las divisiones físicas y culturales de nuestra especie y la aplicabilidad universal de los principios de la selección cultural, y rebate las posiciones tan en boga hoy en día sobre el carácter único e incomparable de cada cultura.

  Bien. Pero ¿no rebate esto también las ideas del propio Marvin Harris acerca de que las mujeres no son más pacíficas que los hombres, de que no se da un desarrollo religioso de tipo ético y de que no hay una tendencia civilizadora de reprimir la sexualidad?  Porque todas estas tendencias se han mostrado también en la América precolombina. También allí se reprimía la sexualidad, tampoco allí las mujeres eran tan violentas como los hombres e incluso en la sanguinaria cultura azteca ya existía un atisbo de “religión incruenta” que muy probablemente habría acabado desarrollándose tanto como la ciencia y la tecnología.

  Este debate es fundamental, en cualquier caso: si podemos rastrear un desarrollo civilizatorio común a toda la especie humana, su conocimiento nos puede también dar pistas a la hora de hallar el camino correcto para el futuro.

2 comentarios:

  1. Excelente y prolija reseña, que agradezco. Conocía su "Introducción..." y me planteo comprar también este. Me entusiasma la Antropología. Encantado de haber dado con este blog. Un saludo

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  2. Gracias, Paco. Y cualquier sugerencia sobre autores o temas te la agradecería también.

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