jueves, 5 de noviembre de 2015

“La evolución de la moralidad”, 2006. Richard Joyce

  Puesto que todo el comportamiento humano es fruto de la evolución biológica, la moralidad también ha de serlo, y es desde aquí que arranca el libro del filósofo Richard Joyce. En términos generales, la moralidad es la capacidad del individuo para expresar emocionalmente su rechazo (o aprobación) a comportamientos sociales intencionados (propios y de sus semejantes) que se juzgan contrarios (o favorables) al bien común, con el fin de que no se repitan (o con la esperanza de que sí se repitan, si son favorables al bien común).

Para hacer un organismo más capaz de ayudar, la selección natural puede favorecer el rasgo de hacer juicios morales. Explorar esta cuestión es la principal tarea de este libro

Entre los medios favorecidos por la selección natural a fin de conseguir que los seres humanos se ayuden unos a otros está un “sentido moral”, lo que significa una facultad para hacer juicios morales

  Ante todo hay que precisar que la vida social no es algo propio solo del ser humano. Existen muchos animales sociales (casi todos lo son en alguna medida, especialmente los mamíferos) pero solo los humanos somos morales. Los chimpancés, los animales más inteligentes que existen después del hombre, no conocen la moralidad.

[Los chimpancés] son conscientes de los comportamientos “aceptados” y “no aceptados”. Esto es muy diferente de una consciencia de los comportamientos “aceptables” e “inaceptables” –la diferencia se encuentra en que lo primero implica solo conocimiento de que ciertos comportamientos provocarán hostilidad, mientras que los segundos implican un juicio acerca de que estos comportamientos merecen hostilidad

  Para Joyce, por lo tanto, un elemento fundamental de la diferencia entre la consciencia de lo “aceptado” y de lo “aceptable” (la diferencia que va del mero “conocimiento” al “juicio”), se encuentra en el concepto de “mérito”

[En el experimento mental de un pueblo que no reconociera el mérito de la rectitud moral] parecería que al estipular que no tienen concepto de mérito se deriva de esto la ausencia de mucho más. (…)Tales criaturas no se sentirían molestas si se les informa de que alguien ha sido castigado por un crimen que no ha cometido, sino que solo se pensaba que lo había cometido.(…) Sin un sentido de mérito, estas criaturas no pueden tener sentido de culpa (…) No pueden tener la facultad a la que nos referimos como una “conciencia moral” (…) No podrían tener real aprecio de una típica película de Hollywood o de las novelas de Jane Austen, porque no ganarían satisfacción de la forma en que los méritos son distribuidos en las escenas finales (…) Sería como dirigir el imperativo “no mates humanos” a un animal

  Entonces, a efectos prácticos, de lo que parece tratar la moralidad es de un refuerzo emocional en la comprensión de lo socialmente correcto e incorrecto en la vida social

Un juicio moral puede ser insertado dentro de una emoción (…) [y] ha sido mediante la modificación de las emociones que la selección natural ha forjado el sentido moral humano

El juicio moral promueve la motivación (…) La función evolutiva del juicio moral es proporcionar motivación adicional a favor de ciertos comportamientos sociales adaptativos

  El mecanismo evolutivo partiría de la capacidad del individuo para controlar el comportamiento social de sus semejantes. Este control se ejerce a partir de los efectos que en su propia conducta ejerce la asignación de emociones al reconocimiento de diversos actos ajenos que se diferenciarían en tanto que fuesen contrarios o no al interés común. Los méritos de cada uno de los individuos que actúan asientan su reputación (que señala a la comunidad la previsibilidad futura de sus actos), y nuestro juicio moral común (nuestra reacción emotiva) contribuye a encauzar el comportamiento de todos y cada uno con respecto a los demás en el sentido de  que procuren o no ayudar al bien común.

  Asignar a alguien una reputación permite superar el límite que supone la “reciprocidad directa”, que es el “yo te doy si tú me das”, lo que sucede cuando un chimpancé le da a otro un plátano a cambio de una manzana: ambos reciben la compensación solo en el mismo momento y lugar.

Al introducir la reputación en nuestra comprensión, nos apartamos de los intercambios recíprocos estándar y llegamos a aquello que ha sido llamado “reciprocidad indirecta”.(…) En los intercambios de reciprocidad indirecta, un organismo se beneficia de ayudar a otro al ser compensado por ello con un beneficio de mayor valor que el coste de su ayuda inicial, pero efectuado no necesariamente por el que ha recibido la ayuda.

    Este tipo de comportamientos no están al alcance de los chimpancés simplemente porque carecen de suficiente inteligencia para tal cosa: nuestros primos simios no pueden prever comportamientos futuros y actitudes futuras de individuos diferentes (relaciones triangulares, indirectas), mientras que el que sí seamos capaces de ello es lo que nos permite identificar una pauta de comportamiento de un determinado individuo como prosocial o antisocial (es decir, nos permite prever su comportamiento en buena medida: sé que este tipo una vez le dio a otro un plátano… es probable que ahora también me lo dé a mí), y en consecuencia ejercer algún control sobre este individuo con vistas a beneficiarnos de este control (corrección o promoción) en el futuro, directa o indirectamente (como sucede cuando nos labramos una reputación ayudando a alguien que nunca podrá devolvernos el favor). El resultado supone un incremento notable de las posibilidades prácticas de la cooperación.

  Un aspecto importante de este asunto es que la evaluación de la intencionalidad de nuestros semejantes en cuanto a su comportamiento social (reconocimiento de su mérito, de su reputación) implica el desarrollo del fenómeno de la empatía hasta más allá de nuestras reacciones inmediatas, y esto también afecta al individuo que juzga (obra en base al bien común para beneficiarse, de forma directa o indirecta... pero también obra en base al beneficio de los demás cuyas emociones y sentimientos puede compartir en buena medida por empatía: tras haberse sensibilizado a ella con fines inconscientemente egoístas acaba convirtiéndola en un fin en sí mismo).

  Sin embargo, hay una diferencia entre el mero sentimiento de empatía (o “simpatía”) y el juicio moral (que implica ideas como culpa, mérito, castigo, perdón o reparación).

La activa simpatía [de alguien que ha dañado a otro pero no posee sentido de culpa] puede impulsar un deseo a aliviar el sufrimiento de la víctima (puede incluso sentirse un deseo de compensar la parte injuriada), sin embargo, puesto que no se tiene el sentimiento de que él debe hacer algo para compensarlo, si uno se distrae por otros asuntos, que causan que la simpatía por la víctima se atenúe, entonces no hay nada que impulse las deliberaciones de nuevo a la resolución de que “algo debe ser hecho” (…) La simpatía, escribió James Q Wilson, es una emoción frágil y evanescente. Se despierta con facilidad, pero se olvida rápido; cuando se recuerda y no se ha actuado sobre ella, su incapacidad para producir una acción es fácilmente racionalizada. La vida de un perro perdido o un pájaro herido puede inquietarnos, incluso si sabemos que los bosques están llenos con animales perdidos y heridos.

Alguien que actúa únicamente por motivo de amor o altruismo no está, en base a ello, haciendo un juicio moral (…) Uno se resuelve a refrenarse de hacer algo al ser guiado por un juicio de lo que está prohibido, en oposición a tener una inhibición no moralizada contra esto

  Es decir, la diferencia entre altruismo y moralidad se encuentra en que, al abstenerse de hacer el mal por amor o altruismo, entra en juego una inhibición, pero no una prohibición. El que obra en base al bienestar ajeno se inhibe de hacer el mal por su propio impulso privado, mientras que el que obra en base a su sentido moral se ve limitado por su capacidad para percibir una prohibición de origen social, exterior a él. Una persona moral puede hacer el bien no porque sienta una inclinación por hacer el bien (como haría el altruista), sino porque se siente compelido a hacer el bien por remordimientos, vergüenza, culpa o cualquiera otra de esas sensaciones poco agradables.

  Esto tiene sus ventajas (permite que hagan el bien personas que tal vez no sean muy bondadosas, pero que sí tendrían un agudo sentido de “lo que debe ser hecho”), pero también tiene sus desventajas…

Es bastante fácil pensar en ejemplos de acciones morales que no benefician a la comunidad, y acciones que benefician a la comunidad que no son morales

  Lo “moral” podría implicar, por ejemplo, el tomar parte en una guerra injusta (que la comunidad considerará justa por sus propias motivaciones culturales: recuperar un territorio nacional perdido en una guerra de nuestros antepasados, por ejemplo). En la medida en que reconocemos la necesidad de respetar una norma social estamos actuando moralmente por lo que se supone que es el bien común… pero puede darse el caso de que en realidad la comunidad se beneficiara más de no obedecer esta obligación moral en concreto (o, al menos, así lo veríamos desde nuestro punto de vista actual, condicionado por una cultura diferente).

  Lo ideal sería que nuestros juicios morales fuesen parejos a nuestros sentimientos de altruismo y empatía. Se puede considerar, tal vez, que una evolución en este sentido siempre se ha dado en alguna medida…

Una intelectualización del sentimiento prosocial puede llevar a la moralización

Ciertos comportamientos beneficiosos facilitan la adaptación, y la “moralización” de estos comportamientos dispara la motivación para llevarlos a cabo.

  Finalmente, la cuestión más valiosa es considerar las posibilidades futuras de la evolución de la moralidad. ¿Hasta dónde podemos llevar la  cooperación?, ¿hasta dónde podemos llevar la moralidad en este sentido?

  Sabemos que la moralidad se construye en el entorno cultural (desde la cultura en la que son habituales los sacrificios humanos hasta la que ha abolido la pena de muerte), si partimos de un entorno extremadamente prosocial o altruista ¿podríamos convertirlo en una cultura hasta el punto de que empuje a una moralización extrema de los individuos en tal sentido prosocial? Eso podría llevar a que las personas fuesen tan morales, tan consideradas, que la mayoría de nosotros ya no requeriríamos ni tan siquiera la coacción legal para forzarnos a obrar de acuerdo con el bien común (nos sentiríamos inhibidos por el mero sentido de culpa). Esto no implicaría necesariamente que todas las personas se convirtieran por igual en bondadosas o altruistas: bastaría con que, en esta cultura extremadamente prosocial, los que sí lo fueran sirviesen de guía moral a todos los demás (que rechazarían el mal por prohibición… aunque no necesariamente por sanción penal efectiva –castigo).

Quizá permitir a los pensamientos y emociones morales tener un papel vivo en la economía psicológica de una persona, incluso cuando se carece de una creencia moral asociada a ellas, es un medio no tan obvio de alcanzar motivación. Tales pensamientos y emociones pueden convertirse en habituales, o incluso en un aspecto del carácter. No hay razón obvia para dudar de que ellos podrían ser de gran importancia para la vida de una persona, incluso servir como compromiso personal e interpersonal

  Precisemos más aún:

¿Podríamos entrenarnos a nosotros mismos a fin de endorsar seriamente creencias morales tan fácilmente como nos entrenamos a nosotros mismos para creer en los gérmenes? Dado el necesario sostén cultural, probablemente

  Richard Joyce plantea esta cuestión porque convencionalmente se considera que el sostén del comportamiento moral son las creencias, algo de lo que él duda.

Las creencias morales pueden marchitarse sin sostenimiento cultural. Esto puede parecer inverosímil e indeseable, pero la afirmación análoga que concierne a la clase de impureza con la cual uno puede ser contaminado por tocar a un miembro de una casta indeseable parecerá igualmente inverosímil e indeseable para cualquiera que esté inmerso en una cultura con tales nociones de pureza y contaminación donde se ha convertido en un cimiento normativo altamente elaborado de los individuos, las instituciones y el estado

  Debemos tener en cuenta que casi cualquier creencia, por absurda y cruel que nos parezca aquí y ahora, puede llegar a ser socialmente aceptada. En este sentido, el estudio de los fenómenos conductuales nos desalienta, y pone en cuestión el llamado “naturalismo moral” (el principio de que existen principios morales innatos).

Lo que los naturalistas morales necesitan es una argumentación sustantiva y naturalizable del “razonamiento correcto práctico” (o “racionalidad práctica”) según el cual cualquier persona, con independencia de sus primeros deseos, convergería mediante este razonamiento hasta ciertas conclusiones prácticas que estarían ampliamente en línea con lo que esperaríamos de los requerimientos morales (…) Pero no existe tal adecuada argumentación

  Los “naturalistas morales” son, pues, aquellos que creen que existe una moralidad universal para la cual todos los individuos están por igual predispuestos, con independencia de su entorno cultural. De existir, bastaría con desglosar una argumentación suficiente para que cualquier bárbaro aceptase una moralidad superior que en el fondo desea, aunque no haya llegado a conocerla en sus tradiciones. Joyce da por sentado que no existe tal adecuada argumentación, pero especula acerca de la importancia de que se de por sentado que sí existe

Supongamos que es verdad que la función evolutiva del juicio moral es generar o fortalecer algún tipo de emoción prosocial. La cuestión que debemos preguntar es: “¿Cómo se cumple esto?”. Quizá, por ejemplo, el juicio moral alienta al hablante (y su audiencia) a pensar que el mundo contiene exigencias prácticas independientes de la autoridad, y que concebir el mundo en estos términos tiene un efecto deseable en sus vidas emocionales.

  Esta consideración es clave porque la “autoridad” es la que usualmente promueve los mandatos morales (mandamientos divinos, declaraciones solemnes, leyes constitucionales). Disponer de una moralidad con “exigencias prácticas independientes de la autoridad” significa una moralidad universal libre de los condicionamientos políticos, que como tal podría unir en torno a ella a todos los individuos que desarrollaran su capacidad racional

Si esto fuera así, entonces cuando el hablante diga “No debes hacer esto”, estaría afirmando algo sobre el mundo, no expresando meramente una emoción. Quizá lo que estaría afirmando sería falso, pero no sería menos una aserción por eso 

  Es decir, tendría un poderoso efecto…

Podemos hacer de nuevo la analogía con la hipótesis de las creencias religiosas innatas. Supongamos (para simplificar el asunto) que la creencia en que Dios existe es innata y se debe simplemente al hecho de que la creencia hizo menos ansiosos a nuestros antepasados (más felices). Sería difícil que se siguiera de esto el que la manifestación verbal de “Dios existe” fuese una aserción muy enérgica.

  Algo parecido a esto parece que sucedió con la filosofía china tradicional (confucionismo) extremadamente cívica y legalista: los mismos defensores de la religión oficial podían mostrarse escépticos sobre su fundamento metafísico, pero reconocían públicamente que servía a fines prácticos. El resultado fue una religión civil que tenía poco arraigo en los individuos, si bien sí logró insertar un sentido de responsabilidad social en la comunidad.

  Es decir, de forma parecida afirmaríamos que una ética es natural y superior solo porque esto le proporcionaría a la creencia ética una mayor capacidad para motivar al sujeto. Pero desde el momento en que sepamos que no existe ninguna ética natural y superior, o que Dios no existe, ya no nos haría el mismo efecto.

  Así pues, ¿necesitamos realmente creer -o hacer creer que creemos- en una moral “natural” de esta clase? Más bien lo que necesitamos es establecer entornos culturales que, a efectos prácticos, sean capaces de motivar a los individuos a que sigan mandatos prosociales, benevolentes. Un Dios justiciero que proclame derechos y obligaciones, o una proclamación solemne de los derechos humanos podrían tener un efecto menor que un entorno poblado de ejemplos felices de comportamiento prosocial. El monasticismo medieval, que creó comunidades ejemplares de hombres y mujeres abnegados, piadosos y pacíficos (monjes y monjas, modelos de santidad cristiana), fue probablemente un factor decisivo en el proceso civilizatorio que llevaría al Renacimiento y la Reforma.

  En cualquier caso, Richard Joyce reconoce que

Toda la evidencia empírica muestra que los humanos están frecuentemente motivados por un genuino interés en los otros, y no en el fondo por motivos egoístas

    La evolución de la moralidad nos lleva a comprender el mecanismo psicológico por el cual los individuos, utilizando racionalmente sus sentimientos de empatía, pueden desarrollar controles efectivos de sus instintos antisociales. La evolución de la moralidad no ha mostrado aún cuáles son sus limitaciones.

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