jueves, 28 de febrero de 2013

"Por qué los humanos tenemos cultura", 1992. Michael Carrithers.

  "Por qué los humanos tenemos cultura” es un libro de 1992 del antropólogo británico Michael Carrithers, uno más de esta disciplina, la antropología, tan atractiva para todo el público y que, muy probablemente, es el sustituto más viable de la antigua filosofía, ya prácticamente extinta, pues si la filosofía pretendía estudiar la capacidad humana de conocer su propia capacidad para el conocimiento, su propia naturaleza y su propio destino, el enfoque antropológico estudia la naturaleza humana en sus circunstancias de comunidad, que es de donde surge toda capacidad de conocimiento.

  Estas cuestiones son abordadas también en este libro, cuyo desarrollo tiene sobre todo que ver con la fiabilidad del conocimiento antropológico. ¿Cuánto podemos llegar a saber acerca de nosotros mismos?, ¿cómo podemos observar correctamente el comportamiento humano, de forma que podamos llegar a aprender algo útil?

  El principal interés del autor es mostrarnos cómo es imposible comprender el comportamiento humano sin considerar la naturaleza interactiva de éste. Pensamos, sentimos, actuamos en base a nuestras relaciones sociales, y esto llega al punto de que esta pauta instintiva de comportamiento intersubjetivo se extiende al mundo de los objetos, a los que se tiende a atribuir personalidad humana (lo cual, dicho sea de paso, es probablemente el origen de la creencia en lo sobrenatural).

  La lectura de la mente e intencionalidad constituye un rasgo esencial del pensamiento narrativo. El pensamiento narrativo permite que se capte un flujo de acción y que se actúe en consecuencia.  La inteligencia social implica la aptitud de atribuir a los demás distintas características mentales: planes, actitudes, intenciones, etc.

Existe una diferencia entre el comportamiento imitativo de los animales cuando se relacionan entre sí y la capacidad del aprendizaje humano. Del mismo modo, el pensamiento humano toma una forma metamórfica y narrativa, al desarrollarse a través de un flujo de eventos e interacciones mutuas. Esta complejidad es la que permite el desarrollo de formas sociales más avanzadas. 

  El cambio en las formas sociales (que, en general, comprendemos en el sentido de “avance” o “retroceso”, según facilite una mayor cooperación) se da como resultado de un flujo histórico de las diferencias pautas sociales.

   Una cultura sería, según este libro,  un “patrón de pensamiento y acción”, una serie de procesos que construyen, reconstruyen y desmontan materiales del tipo de “valores” o “formas de categorización del mundo”. Incluso, a un nivel más reduccionista aún, un “criterio estético” a partir del cual se puede juzgar el comportamiento. Estos criterios se aplican a las interacciones entre las personas, y si los criterios estéticos no fueran flexibles no habría historia: hubiéramos siempre reproducido el mismo patrón de conducta una y otra vez. He aquí una diferencia con nuestros primos los chimpancés, estos sólo disponen de un aprendizaje imitativo que carece de un criterio estético. Se sabe, por ejemplo, que son capaces de fabricar herramientas de piedra si se les incita a ello, pero, sencillamente, carecen de iniciativa para hacerlo. Se suele considerar que en el adiestramiento del chimpancé hay siempre una compensación directa del adiestrador, mientras que el ser humano no requiere de tal compensación inmediata.

La creatividad son los actos cognitivos conexos que realizan las personas al intentar captar una compleja situación interactiva. (…) La creatividad sigue muy de cerca lo que son las cosas realmente y representa un “deslizamiento” desde lo que es hasta lo que casi es. 

  Todos estos conceptos, de “criterio estético”, “creatividad” o “patrones de pensamiento y acción”, parecen, pues, derivados de una capacidad humana para interactuar entre sí a lo largo de un flujo temporal que acaba convirtiéndose en devenir histórico. El resultado de esta interactuación, estas “representaciones colectivas”, como es llamada también la cultura, es lo que permite la evolución social, incluyéndose la capacidad de transmitir conocimientos tecnológicos de generación en generación.

  La gran pregunta que se nos ocurre hacernos una vez más, tras leer el libro del señor Carrithers, es la siguiente: ¿cuál es el motor de las pautas culturales?, ¿qué es lo que nos hace cambiar? Tenemos, pues, que los humanos interactúan, crean flujos de acción y pensamiento compartido llenos de episodios a los que da forma un hilo narrativo, lo cual es, por cierto, una idea que hoy es aceptada por los neurocientíficos (por ejemplo, Antonio Damasio no se olvida de señalar una “cognición biográfica” dentro de las actividades propias del cerebro humano), y tenemos que es de esta capacidad de donde se derivan las formas propias de las culturas que luego se suceden unas a otras a lo largo de generaciones, cambiándose e influyéndose mutuamente, mediante continuos “deslizamientos”, y si bien saber esto es ya saber bastante, nos queda aún por averiguar cuál es el incentivo para que estos cambios señalen a una constante mejora en la cooperación humana (eso que se llama convencionalmente, el “progreso” o incluso el “humanismo”). ¿El éxito económico? No hay pruebas de ello, pues los cambios culturales se han dado antes de los cambios económicos. Nuestros antepasados que vivían en cuevas y las decoraban con pinturas, practicaban enterramientos y elaboraban abalorios no vivían de forma diferente (cazadores-recolectores) que sus propios antepasados que ni elaboraban símbolos ni cuidaban de los cadáveres de sus parientes. Más bien se diría que son los cambios culturales los que preceden a la secuela de los cambios económicos posteriores.

  Hoy ya sabemos que, en contra de lo que muchos pensaban, el progreso cultural no va unido necesariamente al progreso económico. Si “progreso económico” era para los pueblos primitivos contar con una dieta mejor que nos permitiese prolongar la vida, los hallazgos arqueológicos nos dan la sorpresa de que los primeros pueblos agricultores solían estar peor alimentados que los cazadores-recolectores, puesto que consumían mucha menos carne, y, además, solían trabajar más. ¿Qué era, entonces lo que ganaban a cambio?

  La única explicación posible tiene que ver, una vez más, con esta capacidad intersubjetiva del ser humano: aumentaban la población, eliminaban el nomadismo, y con ello incrementaban enormemente su capacidad de interactuar. Estaban menos solos, veían más rostros (que evolutivamente iban ganando capacidad expresiva), más novedades, más palabras e historias. Los pueblos primitivos nómadas que han subsistido nos han mostrado también que la época de sus vidas que más valoran son los periodos de reencuentro tras los de vagabundaje por motivos económicos. El reencuentro es una fiesta. Y, por mucho que les guste irse de caza de vez en cuando, casi ningún pueblo rechaza la oportunidad de establecerse de forma sedentaria: así diariamente puede haber una fiesta en algún momento de la jornada.

  Finalmente, unas interesantes observaciones del libro del señor Carrithers acerca del fenómeno religioso. Por supuesto, se concibe la religión como un fenómeno social, y no tanto, como convencionalmente se piensa, como una experiencia individual de encuentro con divinidades (que en las religiones pueden o no darse), pero dentro de este fenómeno social tiene lugar un desarrollo del conocimiento humano. La religión no es tampoco, propiamente, búsqueda del conocimiento (“huir de la ignorancia”, “inquietud ante lo desconocido”), sino más bien que el conocimiento se deriva de su propia naturaleza social.

  En cualquier caso, se señalan algunas características de gran interés al respecto de la religión y el conocimiento. Por ejemplo, que el trascendental concepto de que la religión está constituida de “creencias” es una concepción particular de culturas particulares. Los pueblos primitivos no tienen “creencias”. Creer es un asentimiento explícito a la veracidad de una proposición. Esta afirmación puede ser ampliamente elaborada y cultivada por los teólogos (o filósofos), pero la adición de la filosofía y la teología a la religión no es algo  necesario, sino que resulta ser el producto de específicos desarrollos históricos.

  Así llegamos hasta la realidad de que la división de los objetos entre lo natural y lo sobrenatural se remonta al encuentro de la teología cristiana con las ideas griegas (propiamente, de Aristóteles) del mundo natural. Es por eso que ya los primeros antropólogos perspicaces se dieron cuenta de que no hay tanta distancia entre “magia” o “ciencia”. El conocimiento mágico, que hoy nos parece tan erróneo, era para los primitivos su realidad. El mundo estaba hecho de magia tanto como hoy nos parece hecho de átomos y moléculas. De ahí que no tenga sentido hablar del “sentido común” de los pueblos primitivos o del “hombre natural” liberado de los prejuicios sociales del mundo moderno. Tales malentendidos pueden disiparse al observar atentamente cuál es la naturaleza instintual del ser humano. Nacemos supersticiosos, nacemos prejuiciosos y nacemos ilógicos. Ideas como “azar”, “sentido común” o “causa y efecto” son descubrimientos modernos, grandes invenciones de la humanidad histórica.

  Todavía hoy, nuestro pensamiento paradigmático es de tal naturaleza que es seguro que nuestros descendientes nos considerarán llenos de supersticiones y prejuicios ilógicos propios de nuestra época.

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