lunes, 13 de enero de 2014

“El origen de la familia, de la propiedad privada y el estado”, 1884. Friedrich Engels

  Friedrich Engels (el de “Marx y Engels”) escribió, poco después del fallecimiento de su gran amigo y socio en la tarea de propagación de la ideología del “socialismo científico”, este interesantísimo librito que resume las teorías anticapitalistas de la época en lo concerniente a la vida familiar privada. Al darse una orientación acerca de la futura felicidad humana, puede considerarse, por tanto, una especie de “Evangelio marxista”

  Como Engels no era un especialista en la naciente antropología de entonces, utiliza los trabajos de un brillante investigador contemporáneo, Lewis Henry Morgan:

Morgan descubrió de nuevo, y a su modo, la teoría materialista de la historia, descubierta por Marx cuarenta años antes, y, guiándose por ella, llegó, al contraponer la barbarie y la civilización, a los mismos resultados esenciales que Marx. 

Según la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata.

   ¿Creía Engels en la bondad natural del ser humano corrompida por la civilización, a la manera del gran Rousseau? A Rousseau, desde luego, no se le menciona aquí. Ni a él, ni a ningún philosophe del siglo XVIII. Sí se menciona a Fourier:

Morgan no solo criticó, de un modo que recuerda a Fourier, la civilización y la sociedad de la producción mercantil, forma fundamental de nuestra sociedad presente, sino habló además de una transformación de esta sociedad en términos que hubieran podido salir de labios de Karl Marx.

   En cualquier caso, no se niegan los avances de la civilización:

La civilización ha realizado cosas de las que distaba muchísimo de ser capaz la antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones más viles de los hombres y a costa de sus mejores disposiciones. La codicia más vulgar ha sido la fuerza motriz de la civilización. 

 “Vulgar codicia”. ¿Y qué la precedió?, ¿cómo llegó a triunfar una pasión tan despreciable? Según la terminología de los tiempos de Morgan y Engels, antes de la civilización existió la “barbarie” y antes todavía el “salvajismo” (estado originario). Ni en el salvajismo ni en la barbarie existía la “vulgar codicia

Este tipo de sociedad ha sido admirada por todos los blancos que han tratado con indios no degenerados ante la dignidad personal, la rectitud, la energía de carácter y la intrepidez de estos bárbaros. (…) Recientemente hemos visto en África ejemplos de esa intrepidez. Los cafres de Zululandia hace unos pocos años (…) bajo la lluvia de balas de los fusiles de repetición de la infantería inglesa (…) se echaron encima de sus bayonetas (…) y concluyeron por derrotarla 

  ¿Es Engels un admirador de la intrepidez guerrera de estos pueblos “no degenerados”? Veamos su visión de la vertiente guerrera del ser humano:

En el Estado, una “fuerza pública” armada usurpaba el lugar del verdadero “pueblo en armas” creado para la autodefensa en las gens y tribus

El Estado presupone un poder público particular, separado del conjunto de los respectivos ciudadanos que lo componen.

 Si la guerra solo se hace por “autodefensa”, no parece algo muy malo, pero…

Los bienes de los vecinos excitaban la codicia de los pueblos (…) La guerra, hecha anteriormente solo para vengar la agresión o con el fin de extender el territorio que había llegado a ser insuficiente, se libraba ahora para el saqueo. (…) Las guerras de rapiña elevaban el poder del jefe militar superior.

Allí donde no existía expresamente un tratado de paz, la guerra reinaba entre las tribus y se hacía con la crueldad que distingue al ser humano del resto de los animales (…) las instituciones de la tribu constituían un poder superior al cual cada individuo quedaba sometido sin reserva en sus sentimientos, ideas y actos. (…) el poderío de estas comunidades primitivas tenía que quebrantarse (…) se deshizo por influencias que desde un principio se nos aparecen como una degradación (…) Los intereses más viles –la baja codicia, la brutal avidez por los goces, la sórdida avaricia, el robo egoísta de la propiedad común- inauguran la nueva sociedad civilizada, la sociedad de clases.

El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera de la sociedad (…) es un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables. (…) Es por ello que se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque.

   Porque ésta es la cuestión fundamental: si el “salvajismo” (y también la “barbarie”) implican un estado permanente de guerra entre tribus para apoderarse de las riquezas, o para consumar sus venganzas, o para apropiarse de territorios, igual no es tan mala idea la de crear un Estado, una autoridad suprema. Estamos, pues, en pleno debate entre los “hobbesianos” (la exigencia del Leviatán, el poder totalitario que imponga la paz a los violentos insaciables) y los “rousseaunianos” (los creyentes en la armonía primitiva corrompida por una malignidad civilizadora llegada no se sabe de dónde... ¿de la "vulgar codicia"?).

   Entonces,  ¿es la “vulgar codicia” la que genera la sociedad de clases que requiere del Estado, o es la “vulgar codicia” una secuela maligna que surge una vez se ha creado el Estado para defendernos de la situación de violencia generalizada originaria?

La sociedad antigua, basada en las uniones gentilicias, salta al aire a consecuencia del choque de las clases sociales recién formadas; y su lugar lo ocupa una nueva sociedad organizada en Estado y cuyas unidades inferiores ya no son gentilicias, sino unidades territoriales; se trata de una sociedad en la que el régimen familiar está completamente sometido a las relaciones de propiedad y en la que se desarrollan libremente las contradicciones de clase y la lucha de clases, que constituyen el contenido de toda la historia escrita hasta nuestros días. 

El Estado se inventó como institución que no solo perpetuase la naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la no poseedora y el dominio de la primera sobre la segunda. 

   Ser explotado es algo bastante lamentable, pero sigue pareciendo que ser víctima de un estado de guerra permanente es muy probablemente peor. ¿Reconocen Engels y Morgan (y Marx) una naturaleza dañina y explotadora en el comportamiento humano, en la cual la división de clases (opresor y oprimido) habría supuesto un paliativo con respecto a la división de los cuerpos desmembrados (verdugo y víctima)?

La fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta para suministrar un producto mucho más cuantioso de lo que exige el sustento de los productores, y es de este estadio que nacen la división del trabajo y el cambio entre individuos. 

No tardó mucho en ser descubierto que el hombre podía servir de mercancía. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, cuando ellos mismos se vieron cambiados. El sórdido afán de riquezas dividió a los miembros de la gens en ricos y pobres. 

    ¿Existe en el ser humano una tendencia instintiva a atesorar bienes? ¿es la “vulgar codicia” una tentación irresistible? , ¿y no lo sería también la agresividad generalizada en el “salvajismo” y la “barbarie”, cuando “la guerra reinaba entre las tribus y se hacía con la crueldad que distingue al ser humano del resto de los animales”?

  Quizá solo se trataba de elegir entre un mal menor (“la vulgar codicia”) a fin de crear los mecanismos sociales suficientes que paliaran el mal mayor (“la crueldad que distingue al ser humano del resto de los animales”)

  Por lo demás ¿es que la riqueza no existía antes de que aumentase la productividad (“un producto mucho más cuantioso”)? Se equivoca Engels totalmente si es esto lo que plantea, porque los pueblos primitivos ya conocían la riqueza antes de que la fuerza del trabajo incrementase la producción. Rico era el que tenía más mujeres que su vecino. Rica era la tribu que conquistaba los mejores territorios de caza. Rico era, simplemente, aquel que por ser más fuerte gozaba del poder de intimidar a sus semejantes.

    Este parece ser el principal problema de toda la ideología anticapitalista de lucha de clases: el creer que la riqueza consiste en la posesión de los bienes industriales o de los medios para producirlos. Porque los bienes por sí mismos no valen nada fuera del estatus o el prestigio que otorga su posesión. Allí donde no existe ese tipo de bienes mercantiles (o que han sido incautados por el Estado, como en los regímenes políticos marxistas del siglo XX), la agresividad humana busca otros cauces para asignar estatus o prestigio: posesión de concubinas o autoridad letal que permita intimidar a los inferiores o cualquier otro privilegio que todos deseen y que solo esté al alcance de algunos; todas estas formas quedan históricamente registradas como habituales tanto entre los pueblos cazadores-recolectores como en los Estados de inspiración marxista. No parece sorprendente que muchos se queden con el Estado capitalista como mal menor.

  Y es que Engels no puede negar que ciertos valores humanistas, de una forma u otra han avanzado paralelamente al cambio económico propio de la civilización:

Al transformar todas las cosas en mercaderías, la producción capitalista destruyó todas las relaciones tradicionales del pasado y reemplazó las costumbres heredadas y los derechos históricos por la compraventa, por el “libre” contrato. (…) Para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente de su persona, de sus acciones y de sus bienes y que gocen de los mismos derechos. Crear esas personas “libres” e “iguales” fue precisamente una de las principales tareas de la producción capitalista.

La forma más elevada del Estado, la república democrática, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez más ineludible, no reconoce oficialmente diferencias de fortuna. 

  En cambio, Engels se niega a reconocer que la evolución de las religiones y las costumbres también han supuesto avances morales.

El cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver en la extinción gradual de la esclavitud. (…) La esclavitud ya no producía más de lo que costaba, y por eso acabó por desaparecer.

  Pero hoy en día ha quedado demostrado que la esclavitud podría haber seguido siendo rentable, que no fue abolida por motivos económicos y que los avances éticos de la Antigüedad (de los que el cristianismo formaba parte junto con otros movimientos religiosos o filosóficos de la época) están relacionados con el desarrollo civilizatorio: manumitir esclavos era muy estimado como acto de benevolencia… pero solo a partir de las épocas posteriores a Aristóteles y anteriores al fin del Imperio Romano (y esto, por cierto, sin necesidad de que el cristianismo prohibiese la esclavitud). Por otra parte, como ejemplos de esclavos económicamente útiles, tenemos el uso que Hitler y Stalin hicieron de ellos en el siglo XX. La esclavitud hubiera podido cambiar de forma, pero habría seguido siendo rentable.

   Con esto llegamos a la parte “familiar” del texto: los cambios en la vida privada relacionados con el modelo social; es decir: la concepción de la felicidad, pues son las relaciones humanas próximas (y el sexo) la fuente de la mayor parte de satisfacciones en la vida privada.

Al salvajismo corresponde el matrimonio por grupos; a la barbarie, el matrimonio sindiásmico; a la civilización, la monogamia, con sus complementos: el adulterio y la prostitución. 

    De todas estas fórmulas, parece que a Engels la que más le gusta es la del “matrimonio sindiásmico”. Veamos qué es lo que aparece bajo esta denominación:

En el matrimonio sindiásmico no se observan las agudas contradicciones morales de la monogamia. 

Según documentos gaélicos del siglo XI se practicaba entonces el matrimonio sindiásmico: un matrimonio no se consolidaba y hacía indisoluble sino al cabo de siete años de convivencia, antes de ese tiempo podían separarse y repartir sus bienes.

  Es decir, que en una familia sindiásmica un hombre vive con una mujer, pero de tal suerte que

la poligamia y la infidelidad ocasional siguen siendo un derecho para los hombres; se exige la fidelidad de la mujer, pero el vínculo puede disolverse con facilidad; los hijos pertenecen a la madre.

   Esto admite muchísimas variantes, pero es muy diferente al “matrimonio por grupos” (total promiscuidad) de la época del “salvajismo” y, por supuesto, de la monogamia propia del Estado civilizado:

la monogamia fue la primera forma de familia que no se basaba en condiciones naturales, sino económicas, y concretamente en el triunfo de la propiedad privada sobre la propiedad común primitiva, originada espontáneamente. Los únicos objetivos de la monogamia, según fue proclamado abiertamente por los griegos, fueron la preponderancia del hombre en la familia y la procreación de los hijos que pudieran heredarle. 

El fin expreso de la familia monogámica es el de procrear hijos cuya paternidad sea indiscutible.

  Ahora bien, vemos de nuevo que, como sucedía con la cuestión sobre si el Estado surgía para garantizar la opresión de las clases desfavorecidas o si surgía para imponer orden a la conflictividad incesante de los particulares, también aquí parece que la monogamia ha tenido efectos morales:

fue posible, partiendo de la monogamia, el progreso moral más grande que le debemos: el amor sexual individual moderno, desconocido anteriormente en el mundo.

Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del eros de los antiguos. Supone la reciprocidad en el ser amado; el amor sexual alcanza un grado de intensidad y duración que hace considerar a las dos partes la separación como una gran desventura. Dado que, por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista, el matrimonio fundado en el amor sexual es, por su propia naturaleza, monógamo. 

  O sea que, aunque la monogamia es la consecuencia de los males del mercantilismo y la separación de la sociedad en clases (opresores/oprimidos), resulta que también ha aportado consecuencias positivas.

La monogamia fue un gran progreso histórico, pero al mismo tiempo inaugura, juntamente con la esclavitud y con las riquezas privadas, aquella época que dura hasta nuestros días y en la cual cada progreso es al mismo tiempo un retroceso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos verifícanse a expensas del dolor y de la represión de otros. 

  Veamos ahora cómo considera Engels el futuro del matrimonio como núcleo de la vida amorosa. Antes, por supuesto, nos ha precisado la hipocresía del matrimonio burgués de su tiempo, que se “complementa” con adulterio y prostitución.

Cuando lleguen a desaparecer las consideraciones económicas, la igualdad alcanzada por la mujer influirá mucho más en el sentido de hacer monógamos a los hombres que en el de hacer poliandras a las mujeres.

   ¿Esto quiere decir que un matrimonio que no se base en el interés ni en los convencionalismos sociales (matrimonios concertados) sería más propicio a la fidelidad y que no llevaría a las mujeres a ser más promiscuas? Es lo que parece estar diciendo, y una buena prueba de ingenuidad por parte de Engels, porque la libertad de elección y la facilidad del divorcio no han llevado desde luego a eso.

  Claro que, por otra parte, ¿esto sería lo más deseable? Engels sí tiene razón cuando por otra parte precisa:

Lo que podemos conjeturar hoy acerca de la regularización de las relaciones sexuales después de la inminente supresión de la producción capitalista queda limitado principalmente a lo que debe desaparecer. ¿Qué sobrevendrá? (…) Cuando las nuevas generaciones aparezcan, enviarán al cuerno todo lo que nosotros pensamos que deberían hacer.

  Aparte del pequeño detalle de que, 130 años después, la “inminente supresión de la producción capitalista” no ha tenido lugar, lo que está claro es que debemos aplaudir la lucidez de Engels en este posicionamiento. Hoy en día no siempre se es tan realista a la hora de aceptar que el futuro, por mucho que hagamos lo posible porque sea mejor que el presente, siempre resultará imprevisible.

   Por lo demás, sorprenden algunos giros triviales en el juicio de Engels acerca de la felicidad conyugal y familiar:

En el matrimonio protestante el marido no practica el heterismo tan enérgicamente como entre los católicos, y la infidelidad de la mujer se da con menos frecuencia (…) esa monogamia protestante viene a parar (…) en un aburrimiento mortal sufrido en común y que se llama felicidad doméstica. 

 Pero no debemos despreciar, en la línea de una visión del futuro, el hecho de que diversos fenómenos sociales dejan de producirse cuando la base económica de estos desaparece. Sin opresión económica (o de cualquier otra clase) desaparece la necesidad de organizarse en clases enfrentadas.

Ahora nos aproximamos a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no solo deja de ser una necesidad, sino que se convierte en un obstáculo directo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad se reorganizará como una asociación libre de productores iguales.

   El problema es que las clases tal vez sí que han existido siempre en tanto que el que haya opresores y oprimidos sería consecuencia de una agresividad humana universal. Solo el aumento de población y de complejidad social habría hecho que esta diferenciación se volviese más visible en forma de clases definidas por un rol económico. Por supuesto, nada más deseable que la desaparición de todas las variables de comportamiento agresivo, y las ideas de Engels supusieron en su época un paso adelante en la búsqueda de fórmulas innovadoras.

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