lunes, 16 de diciembre de 2013

“Mito y realidad”, 1962. Mircea Eliade

  La antropología y el resto de ciencias sociales que estudian la naturaleza humana tienen identificados algunos rasgos culturales que se dan en todos los pueblos. Entre ellos se encuentra la mitología. No existe, de entre los pueblos primitivos, ninguno que desconozca las historias míticas tanto como no existe ninguno tampoco que desconozca la religión, ni las estructuras de parentesco, ni las creencias en lo sobrenatural. ¿Qué es propiamente un mito?

El mito cuenta una historia sagrada: relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. El mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los seres sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es siempre el relato de una creación. (…) Los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo “sobrenatural”) en el Mundo. (…) El Hombre es lo que es hoy, un ser mortal, sexuado y cultural, a consecuencia de las intervenciones de los seres sobrenaturales.

El mito designa una “historia verdadera” de inapreciable valor porque es sagrada, ejemplar y significativa. 

El mito tiene “vida” en el sentido de proporcionar modelos a la conducta humana y conferir por eso mismo significación y valor a la existencia. 

  Para los pueblos iletrados, el mito es el equivalente a la ideología y a la doctrina religiosa de los pueblos más avanzados. Es su sabiduría ancestral que toma una forma narrativa que a su vez da lugar a la literatura. Muchos podríamos pensar que los pueblos de costumbres sencillas que viven en contacto con la naturaleza, en lugar de seguir las chocantes indicaciones que marca el mito, deberían considerar que las cosas son las cosas y que los fenómenos conocidos tienen a veces causas conocidas y que otras veces no podemos saber cuáles son esas causas debido a las dificultades en la observación, pero ése sería el planteamiento propio del hombre moderno, capaz de soportar la angustia de que haya preguntas sin respuesta. En lugar de eso, el carácter propio del ser humano “natural” fuerza la necesidad de certezas que mantengan una coherencia; es esto lo que lleva a que fácil e inevitablemente surjan en el pensamiento relaciones aparentes de causalidad universal que toman forma antropomórfica: la idea de que, por ejemplo, existen seres similares en cierto modo al ser humano (y a los animales) que están dotados de poderes sobrenaturales y que, por motivaciones hasta cierto punto comprensibles, dan lugar a toda la realidad que nos rodea. El aceptar el azar, la ignorancia y la incertidumbre que afectan a tantas cosas incomprensibles habría requerido de un Sócrates o un Aristóteles propio de épocas muy alejadas de nuestra prehistoria común.

  Si hay un principio, un comienzo, una causa, ésta debe saberse. Ha de haber una respuesta, y se la necesita ahora, en este momento… No se puede esperar al hallazgo de certezas lógicas...

Así como el Hombre moderno se estima constituido por la Historia, el hombre de las sociedades arcaicas se declara como el resultado de cierto número de acontecimientos míticos.

Soy como soy porque ciertos acontecimientos tuvieron lugar antes de mí. (…) Esos acontecimientos tuvieron lugar en los tiempos míticos y, por consiguiente, constituyen una historia sagrada porque los personajes del drama no son humanos, sino seres sobrenaturales. 

   La cosmogonía es el relato descriptivo del origen del mundo, el universo ordenado, el Cosmos. En la psicología humana, esta historia mítica originaria tiene una importancia fundamental:

Los mitos de origen son equiparables al mito cosmogónico. (…) La cosmogonía pasa a ser el modelo ejemplar para toda especie de creación.

La cosmogonía es el modelo ejemplar de toda especie de “hacer”: no solo porque el Cosmos es el arquetipo ideal a la vez de toda situación creadora y de toda creación, sino también porque el Cosmos es una obra divina; está, pues, santificado en su propia estructura. Por extensión, todo lo que es perfecto, “pleno”, armonioso, fértil, en una palabra, todo lo que está “cosmificado”, todo lo que se parece a un Cosmos, es sagrado.

   Así llegamos a una idea fundamental no solo en las creencias de los pueblos primitivos de los cuales todos descendemos, sino también en buena parte de creencias de tipo social que aún resultan atractivas: la idea del retorno al origen (que no es la misma del “eterno retorno”).

La idea implícita de la creencia del retorno al origen consiste en que la primera manifestación de una cosa es la significativa y válida, y no sus sucesivas epifanías. 

La idea de la perfección de los comienzos se ve nutrida por el recuerdo imaginario de un “Paraíso perdido”, de una beatitud que precedía la actual condición humana. (…) El transcurso del tiempo implica el alejamiento progresivo de los “comienzos” y, por tanto, la pérdida de la perfección.

Para el homo religiosus, lo esencial precede a la existencia. (…) Para el homo religiosus, la existencia real, auténtica, comienza en el momento en que recibe la comunicación de esta historia primordial y asume las consecuencias. Siempre hay historia divina, pues los personajes son los Seres Sobrenaturales y los Antepasados míticos. Un ejemplo: el hombre es mortal porque un antepasado divino perdió, estúpidamente, la inmortalidad.

La memoria se considera como el conocimiento por excelencia. 

  Esta idea de una perfección originaria lleva a diversos intentos de recuperarla mediante la magia y el ritual.

El rito fuerza al hombre a trascender sus límites.

El retorno al origen, que permite revivir el tiempo en que las cosas se manifestaron por primera vez, constituye una experiencia de importancia capital para las sociedades arcaicas. (…) Se trata de rituales colectivos de periodicidad irregular, que comportan la construcción de una casa cultual y la recitación solemne de los mitos de origen de estructura cosmogónica.

Es la técnica del “retorno hacia atrás” la que busca alcanzar el instante paradójico anterior al cual el Tiempo no existía porque no se había manifestado nada. (…) Revivir las ideas pasadas es asimismo comprenderlas (…) Se llega al comienzo del Tiempo y se alcanza el no-Tiempo, el eterno presente que ha precedido la existencia temporal fundado por la primera existencia humana caída. (…) Esto implica trascender la condición humana. (…) La inmortalidad no puede obtenerse más que deteniendo la manifestación, es decir, el proceso de desintegración.
  
En las culturas arcaicas y paleorientales, la reiteración del mito cosmogónico tenía como finalidad la abolición del Tiempo transcurrido y el recomienzo de una nueva existencia, con las formas vitales intactas. Para los “místicos” chinos e hindúes, la finalidad no era ya recomenzar una nueva existencia aquí abajo, sobre la Tierra, sino “volver atrás” y reintegrar el Gran Uno primordial.

La teoría cíclica reaparece con Heráclito, que tendrá una gran influencia sobre la doctrina estoica del Eterno Retorno.

  Siendo ésta la situación en el pasado primordial de la especie humana, la superación del mito supondrá, con el transcurso de los tiempos, uno de los mayores avances de la civilización. Sin embargo, no hemos de olvidar que es la misma experiencia del mito, su complejidad narrativa y su origen en la necesidad de hallar una explicación a las cosas, la que permitirá al cabo de cientos de generaciones su misma superación. Todo mito evoluciona hacia su propia desaparición por motivo del mismo afán humano de saber.

Gracias al mito, las ideas de realidad, de valor, de trascendencia, se abren paso lentamente.

El nacimiento del racionalismo jónico coincide con una crítica cada vez más corrosiva de la mitología clásica. (…) La crítica principal se hacía en nombre de una idea de Dios cada vez más elevada: un verdadero Dios no podía ser injusto, inmoral, vengativo, celoso, etc. 

   La desaparición total de lo que implica el mito en la cultura no fue nada fácil. Y puede que aún no se haya producido del todo.

El triunfo, con Sócrates y Platón, de la filosofía rigurosa y sistemática no abolió definitivamente el pensamiento mítico. (…) El genio filosófico griego aceptaba lo esencial del pensamiento mítico, el eterno retorno de las cosas, la visión cíclica de la vida cósmica y humana. (…) Tan solo gracias al descubrimiento de la Historia, y más exactamente al despertar de la conciencia histórica en el judeocristianismo se puso superar el mito.

  Porque el mito, si permanece inamovible, encadena al pasado, inmoviliza la capacidad creativa del pensamiento e imposibilita el conocimiento; el mito da respuestas a una necesidad urgente pero se trata de respuestas insatisfactorias a largo plazo, y lo peor del mito es que, para proporcionar certeza tiene que convertirse en sagrado, es decir, en incuestionable. La necesidad de obtener respuestas y el ejercicio de la imaginación que conlleva todo hecho narrativo hace entonces inevitable una tensión constante en las creencias: toda religión exige herejías, y lo que sucede a continuación de la herejía es que los herejes acaban, o bien siendo eliminados como sacrílegos, o bien siendo exaltados como providenciales reformadores de lo sagrado.

   Para que el mito sea desmantelado a pesar de su arraigo en la psicología humana, esto debe ser llevado a cabo mediante el control cultural, al difundirse de forma efectiva nuevas ideologías y doctrinas racionales que lo contradicen. El hecho es que parece haber algo en el mito, particularmente en el mito del origen, que podría ser inherente a la psicología humana:

Ciertos aspectos y funciones del pensamiento mítico son constitutivos del ser humano. 

La pasión por el «origen noble» explica asimismo el mito racista de los «arios», periódicamente revalorizado en Occidente, sobre todo en Alemania.

La sociedad sin clases de Marx y la consiguiente desaparición de las tensiones históricas encuentran su más exacto precedente en el mito de la Edad de Oro (…) Es significativo que Marx recoja en su doctrina la esperanza escatológica judeocristiana de un fin absoluto de la Historia; en esto se separa de otros filósofos historicistas (por ejemplo, Croce u Ortega y Gasset), para los que las tensiones de la Historia son consustanciales a la condición humana y, por tanto, no pueden ser abolidas jamás totalmente

El mito de Superman satisface las nostalgias secretas del hombre moderno que, sabiéndose frustrado y limitado, sueña con revelarse un día como un «personaje excepcional», como un «héroe».

  El arraigo del mito no es, pues, solo por tradición: si ha llegado a convertirse en tradición se debe a que en la naturaleza humana resultan inevitables determinadas fórmulas narrativas que interpretan la realidad. En el caso particular de los mitos del eterno retorno al origen, se trataría de una reacción psicológica contra el mismo conocimiento de la naturaleza fatal del Tiempo.

El hombre arcaico no acepta la irreversibilidad del Tiempo. El ritual consigue abolir el Tiempo profano, cronológico, y recuperar el Tiempo sagrado del mito.
  
Se adivina en la literatura, de una manera aún más fuerte que en las otras artes, una rebelión contra el tiempo histórico, el deseo de acceder a otros ritmos temporales que no sean aquel en el que se está obligado a vivir y a trabajar. Uno se pregunta si este deseo de trascender su propio tiempo -personal e histórico- y de sumergirse en un tiempo «extranjero», ya sea extático o imaginario, se extirpará alguna vez. Mientras subsista este deseo, puede decirse que el hombre moderno conserva aún al menos ciertos residuos de un «comportamiento mitológico». Las huellas de tal comportamiento mitológico se vislumbran también en el deseo de recobrar la intensidad con la que se ha vivido, o conocido, una cosa por primera vez; de recuperar el pasado lejano, la época beatífica de los «comienzos». Como sería de esperar, es siempre la misma lucha contra el Tiempo, la misma esperanza de librarse del peso del «Tiempo muerto», del Tiempo que aplasta y que mata.

    La separación entre la historia mítica y la mera ficción narrativa (que deja, como brillante resto o destilación, a la Historia en el sentido moderno y académico, con pretensiones de veracidad, objetividad y ejemplaridad) habrá sido un proceso largo, y podemos interpretarlo como un proceso de madurez cultural tanto como las ideas judeocristianas ya mencionadas de “fin de la historia”.

La dificultad estriba en decir cuándo el cuento ha comenzado su carrera de simple historia maravillosa despojada de toda responsabilidad iniciática. No se excluye, al menos para ciertas culturas, que esto se produzca en el momento en que la ideología y los ritos tradicionales de iniciación estaban en camino de caer en desuso y se podría «contar» impunemente lo que exigía, en otro tiempo, el mayor secreto.

  Finalmente, resulta de mucho interés destacar, en este magnífico libro de Mircea Elíade –un libro de divulgación destinado al público general culto-, un par de detalles propios de la época en que se escribió (hace medio siglo):

  Uno tiene que ver con la mención a Jung:

el concepto jungiano del arquetipo como estructura del inconsciente colectivo

  Recordemos que Jung defendió una teoría más bien fantástica de que los seres humanos no solo heredamos pautas de pensamiento que dan lugar a ciertas expresiones culturales (como la tendencia a creer en seres sobrenaturales, dar forma narrativa a los recuerdos y pensamientos, concebir la propia vida humana como autobiografía o crear vínculos emocionales de parentesco) sino que también heredaríamos “recuerdos míticos” de los antepasados de nuestra estirpe, el “inconsciente colectivo”

  Y el otro detalle tiene que ver con esta afirmación perfectamente razonable, por lo demás:

Los mitos de cataclismos cósmicos están extraordinariamente extendidos. (…) Los mitos del diluvio son los más numerosos y conocidos casi universalmente (aunque son sumamente raros en África). (…) Simbolizan la regresión al Caos y la Cosmogonía.

  Hoy en día, la llamada “arqueología cognitiva” parece que está de acuerdo en que los mitos de las grandes catástrofes cósmicas, como diluvios, lluvias de fuego, tinieblas e incluso la lucha contra los gigantes, podrían no ser del todo meros símbolos del Caos y la Cosmogonía, sino tener su origen en determinados sucesos catastróficos en la Prehistoria, como, por ejemplo, el cambio climático tras la última glaciación hace diez mil años, la erupción del terrible supervolcán Toba hace setenta mil años e incluso la coexistencia conflictiva de nuestros antepasados con nuestros “primos” los Neandertales hace treinta mil años. El hecho es que no todos estos mitos están presentes en todos los pueblos del mundo, como bien señala Elíade en lo referente al mito del diluvio y los pueblos africanos.

  Por supuesto, eso no afecta al significado mítico del recuerdo, muy modificado a lo largo del tiempo al elaborarse la narración cosmogónica, aunque hay quien piensa que este tipo de condicionamientos del entorno acaban afectando en alguna medida la misma capacidad de los pueblos para elaborar sus mitos.

El hombre comunica con el mundo porque utiliza el mismo lenguaje: el símbolo. Si el mundo le habla a través de sus astros, sus plantas y sus animales, el hombre le responde con sus sueños y su vida imaginaria, sus Antepasados y sus tótems, con capacidad para morir y resucitar ritualmente.

  Porque si el mundo le habla a través de los “astros” a cada pueblo de forma diferente (por ejemplo, con erupciones volcánicas continuadas y caída de terribles meteoritos que tienen lugar en el hábitat de algunos pueblos y no en el de otros) entonces es también probable que cada hombre le responda también de forma diferente, con otro tipo de sueños, con Antepasados de personalidad diferente, con tótems peculiares, y que a ellos se adapte de forma particular su “capacidad para morir y resucitar ritualmente".

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