miércoles, 23 de diciembre de 2015

“La posibilidad del altruismo”, 1970. Thomas Nagel

    El filósofo Thomas Nagel abordó la cuestión del altruismo desde el punto de vista de la racionalidad. No tanto que el ser altruista supusiera una decisión necesaria desde el punto de vista racional, sino que el no serlo de una forma sistemática es irracional.

Debe enfatizarse que por altruismo no se quiere decir solo la variedad de nobles autosacrificios frecuentemente asociados con ese epíteto, sino que hemos de considerar como altruista a cualquier comportamiento motivado meramente por la creencia de que alguien más se beneficiará o que se le evitará daño por ello.( …) Una voluntariedad de actuar en consideración de los intereses de otras personas, sin la necesidad de motivos ulteriores.

El altruismo que desde mi punto vista subyace a la ética no debe ser confundido con una afección generalizada por la raza humana

Mi argumento pretende demostrar que el altruismo (o su principio matriz) depende de un completo reconocimiento de la realidad de otras personas. (…) El reconocimiento de la realidad de otros depende de una concepción de uno mismo, de la misma forma que el reconocimiento de la realidad del futuro depende de una concepción del presente

La ética es una lucha contra una cierta forma de discurso egocéntrico, tanto como el razonamiento de la prudencia es una lucha contra la dominación por el presente.

  Si careciéramos de la capacidad para distinguir entre un individuo y otro (como sucede con algunas especies de animales) esto implicaría que tampoco nos reconoceríamos a nosotros mismos. Así pues, el altruismo, que puede o no darse, ya presupone una mayor complejidad psicológica del que lo experimenta (si no una mayor racionalidad).

Este libro defiende una concepción de la ética, y una consecuente concepción de la naturaleza humana, según la cual ciertos importantes principios morales establecen condiciones racionales acerca del deseo y la acción que derivan de un requerimiento básico de altruismo.

Concibo la ética como una rama de la psicología

La psicología, específicamente la teoría de la motivación, debe ser el campo apropiado en el cual hacer progresos en la teoría ética

  ¿Y psicológicamente podemos concebir que se es más racional cuando se es más altruista? Porque la impresión que tenemos es que la motivación más racional es el egoísmo. Al fin y al cabo somos seres vivos, sujetos, individuos, vivimos y sentimos en soledad, nos morimos en soledad y solo uno mismo puede sentir la propia realidad de cada uno. ¿Por qué perjudicarnos por el bien de otros?

El reconocimiento de la realidad de la otra persona y la posibilidad de ponerte a ti mismo en su lugar, es esencial [para el altruismo]

El principio de altruismo está conectado con la concepción de uno mismo como meramente una persona entre otros. Surge de la capacidad de verse a uno mismo simultáneamente como “yo” y como “alguien” –un individuo especificable impersonalmente.

  Nuestra naturaleza nos ha hecho altruistas en alguna medida, incluso aunque sea como secuela de la capacidad para percibirnos a nosotros mismos al evaluarnos como “individuos especificables”, pero la evolución (que Nagel no menciona) ha marcado también una tendencia para hacernos altruistas porque, aparentemente, el altruismo favorece la cooperación y por lo tanto beneficia a la especie. Nuestra tendencia al altruismo es la que nos permite superar las condiciones –muy egoístas- de la reciprocidad directa (yo te doy una manzana si tú me das un plátano): la reciprocidad directa permite una cierta cooperación, pero solo cuando se dan las circunstancias muy especiales de que dispongamos de la manzana y el plátano en el momento y lugar adecuados; el altruismo, en cambio, permite que las manzanas y los plátanos cambien de manos en ciertas ocasiones en que las garantías de reciprocidad no están disponibles, pues hace psicológicamente viable que nos agrade el beneficio ajeno (tanto como puede resultarle también agradable a los otros).

  Podemos, pues, no ser conscientes de ello, pero los impulsos altruistas benefician a la especie. Sin embargo, es un hecho que no podemos percibir semejante “utilidad” porque cuando obramos de forma altruista lo hacemos obedeciendo a nuestros impulsos y no teniendo en cuenta el futuro de la especie. A Thomas Nagel lo que le interesa es descifrar cómo operan dentro de la subjetividad de cada individuo tales impulsos, deseos y acciones, algo que tendría que estar en contradicción con nuestros propios intereses inmediatos de obtener beneficios materiales para uno mismo. Es decir, ¿qué mecanismos lógicos ha utilizado la naturaleza –por el bien de la especie- a fin de convertirnos en altruistas precisamente a nosotros, los mamíferos más individualistas del reino animal?

   Sin entrar, pues, en la argumentación de la conveniencia del altruismo, Thomas Nagel considera que algo así como un instinto altruista y un instinto de “culpa” o “vergüenza” deben de existir de forma innata, posibilitando ciertas obligaciones morales.

Decir que el altruismo y la moralidad son posibles en virtud de algo básico en la naturaleza humana no es decir que los hombres son básicamente buenos. Los hombres son básicamente complicados, y cómo de buenos son depende de si ciertas concepciones y formas de pensar han adquirido predominio, un predominio que es precario en cualquier caso. 

  Es a partir de ese  “algo básico en la naturaleza humana” como pueden construirse conceptos objetivos de moralidad que para Nagel serían el elemento primordial.

Es mediante el reconocimiento de razones objetivas que uno puede llegar a una preocupación justificada por los intereses de otros, independientemente de la relación que uno tenga con él

  Lo objetivo es aquello en lo que el interés privado resulta intrascendente, como el hecho de que el que a mí me interese que el día pase pronto no influye para nada en la rotación de la tierra. De la misma forma sucede que el que a mí me caiga mal una persona no implica que pueda asesinarla despreocupadamente: los criterios objetivos limitan nuestras intenciones egoístas (consideramos al otro como “una persona”, no como un animal o un objeto cualquiera que podemos consumir, utilizar o ignorar), pero al mismo tiempo nos benefician indirectamente al hacer posible el altruismo práctico y sus consecuencias cooperativas (aunque de esto no tenemos por qué ser conscientes).

El principio detrás del altruismo es que los valores deben ser objetivos, y que cualquiera que aparezca como subjetivo debe ser asociado con otros que no lo son.
  
Hay un punto de vista que puede quizá ser rechazado: la visión de que el comportamiento en consideración a los otros está motivado por evitar los sentimientos de culpa que podrían resultar del comportamiento egoísta. La culpa no puede proporcionar la razón básica, porque la culpa es precisamente el reconocimiento doloroso de que uno está actuando o ha actuado en contra de una razón determinada por las afirmaciones, derechos o intereses de otros – una razón que por tanto debe haber sido reconocida previamente

  Esto tiene una implicación de largo alcance: la posibilidad del altruismo surge de que tenemos que presuponer la objetividad de los intereses de los demás, y por tanto, que las reglas de convivencia se han de basar en este reconocimiento. En teoría, mientras más implicada esté nuestra razón en el reconocimiento de la subjetividad ajena (que consideremos un valor objetivo la subjetividad de los otros), más perfectas serían las reglas de convivencia.

El requerimiento de objetividad exige que se dé todo el peso a la distinción entre personas y a la irreductible significación de las vidas humanas individuales cuando los intereses de diferentes individuos deben ser ponderados los unos con respecto a los otros en un cálculo de razones objetivas. Esto es cierto aunque no podamos especificar el sistema de sopesamiento que encarna tal respeto por los individuos

La posibilidad del altruismo simple depende del reconocimiento de un especial tipo de razón subjetiva, y su sumisión al procedimiento de objetivación.

  El “sistema de sopesamiento” sería entonces la gran cuestión abierta. Aunque el mismo Nagel se muestre pesimista, su evaluación, que parece tan simple (requerimos de la objetivación de las realidades subjetivas ajenas), parece señalar una dirección al desarrollo de la convivencia cooperativa entre los humanos, esos mamíferos que serían portadores de complejos instintos para experimentar emociones altruistas, culpa y empatía.

  No podemos ignorar nuestra innata percepción de los sujetos ajenos como objetos merecedores de valoración. Queda por determinar qué tipo de valoración vamos a aplicar en concreto, pero racional y psicológicamente está claro que el altruismo es posible e incluso en alguna medida necesario. También parece conveniente, y mucho.

martes, 15 de diciembre de 2015

“¡Ja!”, 2014. Scott Weems

  Un estudio acerca del humor puede despertar curiosidad, pero el hecho es que todo lo que caracteriza la mente del ser humano por fuerza ha de poseer un significado profundo para nosotros.

Los niños de menos de seis años no distinguen entre una mentira y un chiste (…) Tampoco comprenden la ironía y el sarcasmo.

Los ordenadores no saben contar chistes. No son pensadores desordenados. Buscan soluciones de manera lineal, en lugar de dejar que su mente discuta y vaya a la deriva hasta que alguna solución surja de la nada. 

 El neurocientífico Scott Weems pretende aunar lo empírico con lo cotidiano y lo social en su visión del humor. Por supuesto, él considera que el humor es algo saludable y relacionado con la inteligencia.

El humor es como el ejercicio del cerebro, y al igual que el ejercicio físico refuerza el cuerpo, ver las cosas desde una perspectiva divertida es la manera más saludable de mantener nuestra agudeza cognitiva. 

El humor y su síntoma más corriente —la risa— son productos derivados de poseer un cerebro que se basa en el conflicto. Al manejar constantemente la confusión o la ambigüedad, nuestra mente se adelanta a los acontecimientos, comete errores y, generalmente, se atasca en su propia complejidad. Pero eso no es malo. Por el contrario, nos proporciona adaptabilidad y un motivo constante de risa.

¿Por qué debería importarnos lo que es el humor, y cómo influye en nuestro bienestar físico, psicológico y social? Los estudios demuestran que el humor beneficia a nuestra salud, nos ayuda a llevarnos mejor con los demás, e incluso nos hace más inteligentes. 

    La descripción psicológica es aproximadamente simple:

El humor (…) consiste en la elaboración social o psicológica de ideas que nuestra mente consciente no puede manejar con facilidad.

La sorpresa es importante para el humor del mismo modo que es importante para la intuición: desechar suposiciones falsas nos produce placer. 

Reímos, lloramos y tenemos personalidades maleables porque nuestro cerebro se ha desarrollado a lo largo de generaciones para ser adaptable. Sin la capacidad de reír, no podríamos reaccionar ante gran parte de lo que nos ocurre. Sin sentido del humor para disfrutar de la incongruencia o el absurdo, quizá nos pasaríamos toda la vida en un estado perpetuo de confusión, en lugar de transformar ocasionalmente estos sentimientos en diversión. En este sentido, el humor es un rasgo evolutivo tan importante como la inteligencia, porque sin él no podríamos hacer frente al mundo complejo que hemos creado. 

  Sin embargo, en este libro se puede echar en falta que no se incida lo suficiente en el lado más oscuro del humor: cuando se utiliza como forma de agresividad. No nos queda claro que éste no pueda ser su origen evolutivo, como sostienen algunos autores…

Los estudios muestran (…) que la gente que ve a los afroamericanos representados como estereotipos negativos en las comedias satíricas no tarda en adoptar actitudes negativas hacia ese grupo en la vida real. 

[En un experimento psicológico se observaba que,] en comparación con los sujetos poco sexistas, los sujetos muy sexistas se comprometían a entregar mucho menos dinero al Consejo Nacional de Mujeres, pero solo después de leer los chistes sexistas

Las tribus dyak de Borneo [están] acostumbradas a combatir entre ellas, y también a cortar cabezas. Cada vez que estas tribus iban a la guerra, comentaban sus escaramuzas acercándose unos a otros e insultándose de la manera más obscena. Los insultos eran groseros, y abundaban las promesas de cortar las extremidades del otro y metérselas en sus lugares más íntimos. También había comentarios personales y ofensivos sobre las proezas sexuales.(…) Para las tribus dyak de Borneo ese propósito era demorar la violencia, al menos durante un rato.

  ¿Demoran la violencia o, al igual que sucede con los chistes racistas o sexistas, se ayudan a alcanzar el climax necesario para su ejecución? No sería entonces muy diferente a lo que sucede con ciertas prácticas culturales violentas (como los deportes) a los que se atribuye valor de catarsis, pero que en general contribuyen más bien a activar los mecanismos psicológicos de la agresión.

La gente que utiliza el humor agresivo intenta reforzar su personalidad a expensas de los demás, y no es de sorprender que dé una alta puntuación en los test de hostilidad o agresividad. Y luego está el humor autodespreciativo. (…) En lugar de denigrar a los demás, los humoristas autodespreciativos la toman consigo mismos, a menudo como mecanismo de defensa por su baja autoestima. (…) Estos dos estilos podrían tener efectos adversos a largo plazo en la longevidad (…) El humor puede mejorar nuestra salud o perjudicarla, según como lo utilicemos.

  Entre las muchas anécdotas que aparecen en este libro, se mencionan casos concretos de famosos humoristas norteamericanos (en Estados Unidos, el “comedian” es toda una celebridad en el mundo del espectáculo), pero no se mencionan los numerosos casos de rasgos psicóticos que suelen darse en ese tipo de artistas. Weems parece más interesado en resaltar el lado positivo del humor.

El humor cumple una importante función social, pues nos ayuda a afrontar el dolor y resolver opiniones encontradas acerca de figuras prominentes. 

Los estudios muestran que tenemos más tendencia a compartir la risa que ninguna otra respuesta emocional

Los estudios indican que el uso del humor en entornos cotidianos —por ejemplo, cuando contestamos a los correos electrónicos utilizamos imágenes descriptivas— está estrechamente emparentado con la inteligencia

Sabemos que la risa beneficia al cuerpo porque es un ejercicio aeróbico. Mediciones enormemente controladas han demostrado que la risa gasta entre 40 y 170 kilocalorías por hora. Muchas investigaciones la habían equiparado a otras formas de ejercicio, y la más común afirmaba que cien risas equivalían más o menos a la entre diez y quince minutos en una bicicleta estática


  Al menos, se incluyen algunas paradojas en cuanto a las consecuencias…

La gente con sentido del humor [vive] menos que todos los demás (…) Podría tener que ver con la posibilidad de que la gente con humor no cuide más su cuerpo.

El humor no es tanto una cura mágica como una forma de prevención

  En este caso, el de la “prevención”, Weems utiliza un experimento en psicología que demuestra que el ejercicio del humor ayuda a afrontar circunstancias desagradables… pero que no tiene efecto reparador cuando las circunstancias desagradables se producen antes de la experiencia de humor… En el experimento se les hizo ver a los sujetos una película que

mostraba muertes horrendas escena tras escena

   Este visionado se pretendía complementar con películas de humor

Algunos sujetos comenzaron viendo dieciséis minutos de actuaciones cómicas antes de pasarles las escenas de muertes. La intención del humor era proporcionarles protección, una especie de inoculación para las terribles escenas que seguirían. Otros vieron la comedia después.

  Y el resultado fue que

los sujetos que habían visto actuaciones cómicas afrontaban mejor la película estresante; en concreto, les ayudaba a disminuir la tensión percibida. Sin embargo, estos beneficios se limitaban a un grupo en particular: el de los que habían visto la comedia antes. De hecho, el estudio prácticamente no mostró ningún beneficio a los que habían visto la comedia después, pues por entonces ya era demasiado tarde. El único beneficio aparecía en sujetos que habían estado de buen humor cuando había comenzado el experimento

  La experimentación psicológica y los datos estadísticos también reflejan la consideración social del humor y su valoración como atractivo sexual

El sentido del humor era el segundo rasgo más deseado, solo detrás de la inteligencia. Las mujeres lo valoraban el primero. Para los hombres ocupaba el tercer lugar, tras la inteligencia y la belleza. No obstante, esta afinidad para el humor no siempre ha sido tan poderosa. En un estudio similar realizado en 1958, el humor ocupaba un puesto mucho más bajo entre los rasgos preferidos por las mujeres para su pareja, después de características como «pulcro», «ambicioso» y «que tome decisiones sensatas con el dinero». En 1984 aparecía detrás de la inteligencia y la sensibilidad. En 1990 el número dos, de nuevo detrás de la sensibilidad. Una de las razones posibles de este cambio de prioridad es que las mujeres, al ver ampliado su campo laboral, comenzaron a desear cosas distintas de los hombres. 

  Otro dato que nos hace reflexionar…

Hay mucha gente religiosa que tiene poco sentido del humor. Puede que esto parezca una generalización injusta, pero al menos tiene una base científica. 

  Si tenemos en cuenta que han sido los cambios religiosos (o ideológicos) los que principalmente han promovido las mejoras sociales, la falta de sentido del humor puede también tener un sentido positivo, de la misma forma que la actitud de las mujeres, en tiempos de mayor inseguridad, daba menos importancia a algo que parece menos urgente.

  En conjunto, la impresión que deja este interesante aunque un tanto incompleto trabajo es que el sentido del humor es ambiguo. Como burla y forma de violencia es una referencia universal, y puede que incluso su origen evolutivo, pero como elaboración de la mente parece un claro marcador de inteligencia. Scott Weems no aborda la diferencia entre “humor inteligente” o “vulgar”, entre ironía y literatura, ni entre hilaridad y buen humor u optimismo. Sí señala la desconfianza al respecto de algunos sabios de la Antigüedad, como Platón

Platón prohibió el humor en La República, ya que distraía a la gente de asuntos más serios. No era el único; los antiguos griegos, a pesar de lo instruidos que eran, consideraban que la risa era peligrosa porque conducía a la pérdida del autocontrol. 

  ¿No será que el humor –la risa, el chiste-, en efecto, puede suponer una forma de eludir el conflicto interpersonal? Quizá el que hoy las mujeres se sientan especialmente  atraídas por los hombres con sentido del humor no quiera decir otra cosa que, sencillamente, se sienten cada vez menos atraídas por los hombres en general y solo se les ocurren atractivos triviales con respecto a ellos…

sábado, 5 de diciembre de 2015

“El comportamiento altruista”, 1998. Sober y Wilson

   A primera vista, la idea de sacrificarse por el bienestar ajeno parece no casar mucho con la selección darwiniana. Al fin y al cabo, todos los individuos, en tanto que individuos, deben buscar la satisfacción del propio interés, y es el conflicto de los intereses encontrados lo que causaría el proceso de selección del más apto. Y sin embargo, no cabe duda de lo muy conveniente que es para el conjunto de individuos de una especie el que exista la cooperación mutua e incluso que, de vez en cuando, alguno se sacrifique por el interés ajeno.

Un comportamiento es altruista cuando incrementa la adaptación de otros y disminuye la adaptación del actor.

  Ya Darwin observó que tales comportamientos se dan en la naturaleza, pero no veía fácil el explicar cómo llegaban a producirse. En teoría, todos los comportamientos que ayuden a la prosperidad de la especie podrían ser elegidos por la “mano invisible” de la evolución, pero ¿cómo puede la conveniencia de la cooperación imponerse al instinto de buscar el interés individual?, ¿qué interés puede tener un individuo en perjudicarse por el bien de otros? Entonces se le ocurrió a Darwin la idea de “selección de grupo”.

Darwin explicó (…) que la selección natural a veces actúa en grupos, igual que actúa otras veces en individuos. Un altruista puede tener menos descendencia que un no altruista dentro de su propio grupo, pero grupos de altruistas tendrán más descendencia que grupos de no altruistas. En un famoso pasaje de “El origen del hombre”, Darwin usó el principio de selección de grupo para explicar la evolución de la moralidad humana.

  Muchos años después, el filósofo Eliott Sober y el biólogo y antropólogo David Sloan Wilson escribieron su libro “El comportamiento altruista” (título original “Unto Others”) cuyo objetivo sería

mostrar que la preocupación por los otros es uno de las motivaciones finales que tiene a veces la gente

    Esta cuestión de las “motivaciones finales” se centra en el caso específico del comportamiento altruista humano.  Una explicación de este tipo de comportamientos es que son instintivos y que al ejecutarlos el individuo sigue igualmente un impulso hedonista de evitar el dolor y buscar el placer. El caso del “cuidado parental” (los instintos maternales e incluso paternales a la hora de complacerse en cuidar de la prole) es el más evidente. Ahora bien, si se extrae placer de cualquier acción, el altruismo solo puede ser una consecuencia colateral, el altruismo en tal caso sería "hedonista" (cuida de su hijo porque le da placer la acción de hacerlo). En el caso de la "motivación final", el individuo no sería un mero "hedonista".

El hedonismo psicológico dice que alcanzar el placer y evitar el dolor son las únicas preocupaciones últimas que tiene la gente.

   Por ejemplo:

Supongamos que Lois ayuda a alguien. El hedonismo nos dice que Lois hizo esto porque ella se preocupa únicamente de su propio estado de consciencia y de nada más. (…) El pluralismo psicológico afirma que esto puede ser parte de la explicación, pero niega que sea toda la verdad. 

Además de los deseos por el propio bienestar y los deseos finales por el bienestar de este o de otro individuo, hay posibilidades adicionales a considerar

  Observaciones específicas descubren motivaciones más complejas y más difíciles de explicar desde el punto de vista hedonista…

No todos los egoístas son hedonistas. Los egoístas pueden tener como último objeto alcanzar el placer y evitar el dolor, pero también pueden tener deseos últimos que alcancen el mundo fuera de sus propias mentes (…) Pueden tener el deseo irreductible de acumular riqueza o escalar el Everest. 

  Es decir, que igual que podemos aspirar a acumular riqueza o escalar el Everest, también podemos aspirar al bienestar y benevolencia universales. Y hay una diferencia entre este tipo de aspiraciones “fuera de las propias mentes” y el mero hedonismo psicológico.

El dolor es un indicador de daño corporal extremadamente útil, aunque imperfectamente fiable. Bajo esta luz, pensamos que es bastante improbable que el dolor psicológico que postula el hedonismo esté perfectamente correlacionado con la creencia de que nuestros hijos están sufriendo daño. Una virtud propia [del mecanismo psicológico altruista no hedonista] es que su fiabilidad no depende de la fuerza de tales correlaciones (…)El altruismo psicológico será más fiable que el hedonismo psicológico como un mecanismo para conseguir que los padres cuiden de sus hijos

  Si lo que favorece la evolución es que podamos percibir cuanto antes el daño y el peligro que amenaza a nuestros hijos a fin de ponerles remedio, la diferencia entre el mecanismo psicológico hedonista y el no hedonista es que el segundo puede prescindir de la “perfecta correlación” entre nuestra percepción del riesgo y la situación a remediar. En el mecanismo psicológico hedonista, para que podamos sentir dolor la situación de daño para nuestros hijos debe estar presente. En el mecanismo no hedonista, al no ser necesario que sintamos ese daño (puede o no puede estar produciéndose en el aquí y el ahora), es viable que actuemos también a partir del mero conocimiento o previsión racional de que esa amenaza va a producirse en el futuro.

El altruismo psicológico será más fiable que el hedonismo psicológico como instrumento para conseguir que los padres tomen cuidado de sus hijos

   Sober y Wilson engloban estas observaciones en lo que llaman una “teoría del pluralismo motivacional” (o “pluralismo psicológico”)

Pluralismo- la coexistencia de múltiples perspectivas que “ven” el mismo mundo en formas diferentes

  De lo que se trata, en suma, es de que el ser humano puede actuar más eficientemente como individuo altruista (para el bien del grupo) si, aparte de un instinto automático de sentirse mejor (buscar el placer, evitar el dolor) cuando ayuda a otros, cuenta además con una capacidad intelectual que le permite representar en su mente situaciones no necesariamente presentes en las que también puede intervenir para ayudar a otros. Esta capacidad general para imaginar situaciones no presentes en las que podemos ayudar a otros supondría la “meta última” (o “motivación final”) del altruismo humano.

[La teoría del] pluralismo motivacional dice que los deseos últimos que tiene la gente incluyen tanto motivos egoístas como altruistas. La gente puede querer evitar el dolor como un fin en sí mismo, y también puede tener su propia supervivencia como una meta última, pero, adicionalmente, a veces la gente se preocupa irreductiblemente por el bienestar de otros

  Esto podría aplicarse dentro de comunidades sociales complejas como son las propias del ser humano civilizado, mejorando incluso el comportamiento instintivo hedonista habitual. Por ejemplo: un padre (no una madre) encuentra placer en que su hijo se alimente bien. Podemos decir que, siendo el padre y no la madre, lo hace porque se lo exige la comunidad: si la norma social demanda el cuidado de los niños por sus padres, el abandono de ellos conlleva una sanción que iría desde el chismorreo malicioso a la pena de muerte por violar un tabú (dependiendo de las culturas). Ahora bien, si es una situación de hambre generalizada, nadie puede reprocharle que busque primero sobrevivir él abandonando a su hijo. Sin embargo, supongamos que, aparte del deseo biológico de saciar su hambre y temer el castigo por descuidar el bienestar de su hijo, posee también un deseo propiamente altruista de “meta última”

En la situación que se describe el organismo continúa sintiéndose hambriento si él da la comida a su hijo, pero tiene el agradable pensamiento de que el bienestar del hijo ha sido mejorado

  Este deseo por el bienestar ajeno (puede ser por el bienestar del propio hijo, pero puede tratarse también por el bienestar de un extraño, si se trata de un santo cristiano) sería más probable que inclinara la balanza a la hora de que el individuo optase por la prosocialidad (¿cuánta hambre puede soportar una persona como sacrificio por el bienestar ajeno?). Aparte de buscar el propio placer y evitar el propio dolor, aparece, pues, un incentivo añadido: el deseo último por el bienestar ajeno. Se podría decir que se trata también de un placer propio, pero necesariamente vinculado al placer ajeno y proyectado a situaciones alejadas y complejas… Desde el punto de vista de promover la prosocialidad (el beneficio para todo el grupo), parece el más conveniente y eficaz.

   Aquí entrarían en juego las presiones culturales a la hora de dar formas concretas a estas posibilidades de actuación. Como hemos mencionado, las normas sociales pueden presionarnos para obrar en bien de otros…

Las normas sociales pueden ser impuestas a bajo coste. Estas normas implican recompensas y castigos que crean presiones selectivas dentro de las sociedades. El resultado es que diferentes sociedades evolucionarán a diferentes configuraciones internamente estables

Estudiando un grupo de cazadores-recolectores cuyas vidas se aproximan a la condición humana ancestral (…) [observamos] que el compartir la carne es escrupulosamente equitativo (…) Negarse a compartir abre una seria brecha a la etiqueta que conlleva castigo (…) El sistema de recompensa y castigo que causa la distribución de la carne puede parecer e incluso ser egoísta en el sentido psicológico de la palabra

Los comportamientos secundarios de bajo coste [asignación de premios y castigos mediante la fuerza de la mera costumbre en una pequeña comunidad] juegan un papel crucial en la creación y mantenimiento de la diversidad en los comportamientos primarios [aquellos que se busca asentar mediante recompensas y castigos], los cuales no son funcionales fuera del contexto del sistema cultural

  Pero aparte de recompensas y castigos inmediatos (dolor físico) también existen recompensas y castigos de tipo psicológico: la vergüenza y la culpa. Y algo más importante todavía: los individuos, por presión cultural, interiorizan comportamientos prosociales, tales como repartir la carne cazada entre todos, de modo que obran de una forma que parece “instintiva” pero que es fruto de la presión del entorno asimilada desde la misma infancia. Y si, por cualquier motivo (dentro de las laberínticas posibilidades de la psicología de un individuo), alguien transgrede este comportamiento, recibe la sanción correctiva, que puede no ser necesariamente un castigo físico.

Los chismes parecen funcionar como una forma poderosa de control social

  El resultado de todo esto es la aparición de un mundo de percepciones intelectuales en el sentido de la promoción del altruismo que va bastante más allá del instinto ante situaciones concretas de auxilio en el aquí y el ahora (como sucede, por ejemplo, con el instinto maternal de los mamíferos no humanos):

Los principios morales implican un tipo de consideración impersonal que difiere de la perspectiva personal que frecuentemente acompaña nuestras emociones y deseos

 En algunos casos, ni siquiera necesitamos sentir placer por obrar el bien. Ciertamente, el ver a nuestro hijo alimentarse (o incluso imaginarnos que lo vemos si contamos con la conjetura razonable de que esto está sucediendo en otra parte o va a suceder en el futuro) puede consolarnos placenteramente del sufrimiento que nos causa nuestra propia hambre, pero un caso diferente es el de pagar impuestos. No nos agrada, pero nuestro civismo –“consideración impersonal”- nos lleva a aceptarlo sin queja.

  Llegados a este punto, nos interesa conocer más acerca de cómo se elaboran nuestros deseos no-egoístas, cómo se produce la "interiorización" de la ética, cómo desarrollamos nuestro sentido de la moralidad personal y cómo damos lugar al comportamiento altruista "de motivación final". Aquí nos ayuda mucho la observación antropológica, especialmente el caso de los “pueblos primitivos”, que se parecen mucho más que nosotros al ser humano ancestral.

Los Gilyaks reaccionan a la idea del matrimonio entre categorías prohibidas [por ejemplo, un hermano casarse con la viuda de un hermano] con la misma clase de asco visceral que muchos pueblos de nuestra sociedad reservan para el incesto y la homosexualidad. Las normas están tan internalizadas que no requieren actuación organizada

  Lo interesante de este caso es que precisamente lo de casarse el hermano con la viuda de su hermano es nada menos que la institución mosaica del "levirato". Es decir, que lo que repugna visceralmente a los Gilyaks es lo mismo que despertaba aprobación y alabanza entre los antiguos judíos. Con esto vemos que el fenómeno de la “internalización” de pautas de comportamiento ético parece bastante flexible. ¿Qué sabemos acerca de estos mecanismos?

Entre los Senoi de Malasia, un mito cuenta que un dios fue el que sacó a la gente del estado presocial al decirles que comer solos no era propio del comportamiento humano (…) No solo las normas sociales limitan la privacidad, sino que también pueden forzar a los individuos a ser sociables cuando están juntos

  Las historias míticas eran un poco el equivalente a las ideologías adoctrinadoras de hoy. El uso del mito ayuda en este caso a cimentar tendencias prosociales innovadoras.

    Más allá de la antropología, la psicología experimental ha observado fenómenos curiosos a la hora de interiorizar pautas de comportamiento… En un caso, se midió la tendencia al comportamiento altruista en unos jóvenes estudiantes. Después se hizo que unos tomaran clases de astronomía y otros de economía…

La disposición a actuar deshonestamente se incrementó entre los estudiantes en las clases de economía más que entre los de la clase de astronomía. Esto es evidencia de que estudiar economía inhibe la cooperación

  La psicología define también la diferencia entre la simpatía y la empatía. En el caso de la empatía, la visión del sufrimiento próximo en otros nos puede conmover. Para algunos, podría tratarse de aprensión, o simplemente que se busque la forma de alejarse de una situación desagradable. En otros, este sentimiento de empatía podría llevarlos a actuar de forma compasiva en el intento de remediar el daño. Pero la simpatía no es exactamente lo mismo que la empatía.

Supongamos que Walter descubre que Wendy está siendo engañada por su sexualmente promiscuo marido. Walter puede simpatizar con Wendy, pero no porque Wendy se sienta herida y traicionada. Wendy no siente nada de eso, porque ella no sabe de la traición

   Por lo tanto, “Walter” no siente empatía propiamente.  Y eso es mejor –más eficaz- desde el punto de vista prosocial: "Walter" puede emprender medidas para remediar una situación inmoral sin necesidad de que "Wendy" llegue a sufrir.

  Hay otros casos de comportamiento altruista en parecido sentido…

Incluso si empatía y simpatía son causas de altruismo, otras causas pueden ser posibles. Quizá uno puede querer que mejore la situación de otra persona sin sentir nada. Algo del tipo de esta forma de distanciado altruismo puede ocurrir cuando la gente se entera de desastres que suceden en lugares lejanos

  (Fijémonos en que este tipo de planteamientos permite incluso obrar de forma altruista a los psicópatas, que carecen de empatía: les es suficiente con la satisfacción de estar haciendo lo correcto)

Lo que queremos para nosotros mismos se extiende más allá del deseo de agradables estados de conciencia. Y los seres humanos, creemos, también tienen deseos últimos que conciernen el bienestar de los otros

Puedes simpatizar con alguien solo si te sientes emocionado por su situación objetiva; no necesitas considerar su estado subjetivo

  La conclusión que podemos sacar es que la complejidad del comportamiento altruista, prosocial, nos permite grandes mejoras con respecto al comportamiento altruista animal (la abeja que se sacrifica por el enjambre, el pájaro que avisa a la bandada de que hay cerca un depredador…) e incluso con respecto al comportamiento altruista entre las sociedades humanas primitivas…

Los individuos empáticos son “psicólogos” (…) Tienen creencias acerca de los estados mentales de otros. 

  La evolución cultural en los últimos siglos, con la profusión de obras literarias compasivas, con sus ideologías a favor de la justicia social, los derechos humanos y la ayuda humanitaria parece responder a que se han desarrollado gradualmente numerosas posibilidades complejas en favor del altruismo. Quizá puedan desarrollarse todavía más. Quizá sea factible si todos nos hacemos un poco psicólogos. Al fin y al cabo, en la Roma de hace dos mil años hubiera parecido absurdo que todo el mundo supiese leer y escribir, y que el recibir educación desde la infancia estuviera al alcance de cualquier niño, algo que se restringía a las clases privilegiadas. Un mundo futuro de “psicólogos” (y de “filósofos”) en un sentido no meramente metafórico puede perfectamente llegar a darse.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

“Sobre la agresión”, 1963. Konrad Lorenz

Bien puede predecirse que las verdades sencillas relativas a la biología humana y las leyes que rigen su comportamiento se convertirán a la corta o a la larga en bien común, aceptado por todos 

El comportamiento social del hombre, lejos de estar dictado únicamente por la razón y las tradiciones de su cultura, ha de someterse a todas las leyes que rigen el comportamiento instintivo de origen filogenético; y esas leyes las conocemos muy bien por el estudio del comportamiento animal.

  Estas opiniones del etólogo y Premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz han de ser tenidas en cuenta. Si bien se han extraído precipitadas conclusiones de la observación de la naturaleza en relación con la vida social humana –la siniestra idea del “darwinismo social”, por ejemplo-, de lo que no cabe duda es de que debemos actuar informados por los conocimientos más evidentes –“verdades sencillas”- en lo relativo a estos asuntos.

  El tema que aborda principalmente Lorenz en este libro es el de la agresividad animal –y por tanto humana-. Una preocupación ancestral.

Todos los sermones ascéticos que nos previenen contra los impulsos instintivos y la doctrina del pecado original, que nos dice que el hombre es malo desde niño, tienen el mismo contenido cierto: la idea de que el hombre no puede seguir ciegamente las inclinaciones heredadas y que debe aprender a dominarlas y a comprobar de antemano sus efectos mediante la auto integración responsable.

   Pero Konrad Lorenz pretende también desmitificar la agresión entre los seres vivos. Básicamente, su conclusión es que la agresión supone un instinto cuya relevancia en los seres vivos ha permitido desarrollar en el caso humano en particular ciertas experiencias psicológicas de las más valiosas

El vínculo personal, la amistad entre individuos sólo aparecen en los animales de agresividad intraespecífica muy desarrollada.(…) El mamífero de agresividad proverbial, la bestia senza pace del Dante, o sea el lobo, es el más fiel de los amigos

La agresión intraespecífica es millones de años más antigua que la amistad y el amor personales.

  La definición de agresión (“agresión intraespecífica”) es:

el instinto que lleva [tanto] al hombre como al animal a combatir contra los miembros de su misma especie.

  Aunque Lorenz insista en el valor evolutivo de la agresión intraespecífica, no olvida de señalar que en el caso del ser humano civilizado esto ya no tendría que ser igual que en el de las especies precedentes

Tenemos buenas razones para pensar que la agresión dentro de la especie, en la situación cultural, histórica y tecnológica de la humanidad, es el más grave de todos los peligros.

  Hecha esta salvedad, tenemos un relato acerca de la agresión y la teoría evolutiva, empezando, como siempre, por Darwin

Darwin (…) se había planteado el problema del valor que tiene para la supervivencia de la especie la agresividad, y había hallado una respuesta satisfactoria: siempre es ventajoso para el futuro de la especie que sea el más fuerte de dos rivales quien se quede con el territorio o la hembra deseadas.

  Igualmente a nivel de grupo

El peligro de que en una parte del biotopo disponible se instale una población demasiado densa, que agote todos los recursos alimenticios y padezca hambre mientras otra parte queda sin utilizar, se elimina del modo más sencillo si los animales de una misma especie sienten aversión unos por otros. Esta es la más importante misión, dicha sin adornos ni rodeos, que cumple la agresión para la conservación de la especie. 

  Las repercusiones sociales del refrendo científico a la competitividad dentro de la misma especie (individualmente y por grupos) llegó en el peor momento histórico posible: justo cuando se venía abajo la justificación sobrenatural de la moralidad y fraternidad humanas (“Muerte de Dios”). Eso dio lugar a que surgieran voces angustiadas (“si Dios no existe, todo está permitido”) que señalaban a nuestra naturaleza meramente animal, a la reivindicación filosófica del instinto (“irracionalismo”).

  La ciencia nos debía, por tanto, una ulterior explicación que refrenara un poco a los oportunistas partidarios de la agresión y competitividad mutuas… La idea de “evolución impropia” es válida a este respecto:

La vida apresurada que nos ha hecho nuestra civilización industrializada y comercializada es efectivamente un buen ejemplo de evolución impropia, debida exclusivamente a la competencia entre congéneres. El hombre contemporáneo padece de la enfermedad de los gerentes, hipertensión arterial, atrofia renal, úlcera de estómago y neurosis torturantes; vuelve a la barbarie porque ya no tiene tiempo que dedicar a empeños culturales. Y todo ello sin necesidad, ya que nada le impide entenderse con sus congéneres para trabajar con más calma, sin dejar por eso de ganarse la vida. Nada se lo impide en teoría, porque en la práctica le es tan imposible renunciar a esa vida como al faisán a sus plumas.(…) El hombre está particularmente expuesto a los nefastos efectos de la selección intraespecífica.

   Lorenz encuentra una “evolución propia” en el comportamiento de los animales no civilizados…

Los machos de estas especies [bisontes] luchan ardiente y dramáticamente entre ellos, y no cabe dudar de que la selección resultante de ese comportamiento agonístico produce grandes y firmes defensores de las familias y los rebaños. Pero tampoco puede dudarse de que la función conservadora de la especie que cumple la defensa del rebaño ha contribuido bastante a favorecer los combates despiadados entre rivales por selección. (…) La defensa de la familia (una forma de confrontación con el mundo extraespecífico) dio origen a los duelos entre rivales

  ¿Y no podría darse también una “evolución propia” entre los humanos derivada asimismo de los combates entre rivales por selección? Ciertas costumbres, ciertos propagandistas, incluso ciertas ideologías (el “irracionalismo” ya mencionado), parecen ir en ese sentido. Los duelos por honor, por ejemplo, eran tradición entre los nobles…

Los duelos entre rivales (…) sólo realizan una selección útil si producen luchadores no solamente aptos para la pelea con sus congéneres, sino también capaces de vérselas con enemigos de otras especies. Su función más importante es, pues, la selección de un campeón que defienda efectivamente a las familias, y esto presupone otra función de la agresión intraespecífica: la defensa de los pequeñuelos, tan evidentemente necesaria que no insistiremos en ella.

  También los demagogos pudieron argumentar esto: fomentamos la competitividad no por el mero egoísmo (“selección impropia”), sino por el bien común ("defensa de los pequeñuelos": “selección propia”) que requiere de la selección de los más aptos mediante duros procesos por el estilo de los de los duelistas…

  Lorenz parece decir que no…

Lo más probable es que esta nefasta dosis de agresividad que llevamos en los huesos como una herencia malsana se deba a un proceso de selección intraespecífica que operó en nuestros antepasados durante decenas de miles de años, durante el neolítico. Apenas llegó el hombre a dominar (…) gracias a sus armas, sus vestimentas y su organización social los peligros externos del hambre, el frío y las fieras devoradoras (…) intervino sin duda una selección intraespecífica perjudicial. El factor selectivo fue a partir de entonces la guerra que se hacían entre sí las hordas vecinas de gentes hostiles. Sin duda se produjo una selección muy rigurosa de todas las llamadas «virtudes guerreras»

  Pero ¿son o no en verdad “virtudes”, tales “virtudes guerreras”?, ¿es todo un lastre del pasado?

Todo cuanto el hombre venera y tiene por sagrado en la tradición no representa un valor ético absoluto, sino dentro de los límites de una cultura determinada. Mas todo esto no implica nada contra el valor y la necesidad de la resuelta lealtad con que el hombre bueno se apega a las costumbres que su cultura le ha trasmitido. Podría parecer que su lealtad es digna de mejor causa, pero no hay muchas causas mejores. 

   Esto parece una contradicción. Si partimos de que la agresividad humana es una “selección perjudicial” , deberíamos contar con una creencia, una ideología, capaz de oponerle una alternativa, pues el caso es que las tradiciones culturales agresivas, de lealtades pasionales, son muy abundantes y resulta que Lorenz, a pesar de sus buenas intenciones, cree que la agresividad merece cierta expresión, y no cree, en cambio, que podamos educar a los jóvenes sin experimentar frustraciones y sufrimiento…

En principio, todo verdadero movimiento instintivo al que se niega del modo dicho la posibilidad de una abreacción o descarga tiene la propiedad de inquietar todo el animal y hacerlo buscar los estímulos que la desencadenan.

Para [Kant] es evidente que un ser dotado de razón no puede querer hacer daño a otro ser de la misma especie. (…) Para Kant resulta así evidente e incontrovertible lo que para el etólogo necesita explicación, o sea, el hecho de que una persona no pueda hacer daño a otra.

El conocimiento de que la tendencia agresiva es un verdadero instinto, destinado primordialmente a conservar la especie, nos hace comprender la magnitud del peligro: es lo espontáneo de ese instinto lo que lo hace tan temible. Si se tratara solamente de una reacción a determinadas condiciones exteriores, como quieren muchos sociólogos y psicólogos, la situación de la humanidad no sería tan peligrosa como es en realidad, porque entonces podrían estudiarse a fondo y eliminarse los factores causantes de esas reacciones. 

Han sacado muchos maestros norteamericanos la falsa consecuencia de que bastaría evitarles todas las frustraciones o decepciones y darles gusto en todo para que los hijos fueran menos neuróticos, mejor adaptados al medio y, sobre todo, menos agresivos. Pero un método norteamericano de educación basado en una de tales hipótesis sirvió únicamente para demostrar que la pulsión agresiva, como tantos instintos, surge «espontáneamente» en el corazón del hombre. Así se formaron innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables; cualquier cosa menos no agresivos. 

     Y luego tenemos esto:

En todo amor verdadero entra una buena cantidad de agresividad disimulada por el vínculo y que al romperse este se revela en ese espantoso fenómeno que llamamos odio. No hay amor sin agresividad, pero tampoco hay odio sin amor.

  Lo de que “no hay amor sin agresividad” parece una afirmación bastante aventurada (a menos que se esté refiriendo al sentimiento pasional): no se nos proporciona argumento alguno que confirme semejante cosa. Claro está, podemos considerar que para experimentar amor hemos de vencer primero la agresividad y el odio. Lógicamente, para que sean reprimidos primero tendrían que existir… pero eso no quiere decir que la agresividad “se disimule”. No es lo mismo disimular algo que reprimirlo.

  Recapitulando: por una parte se nos informa de que los mamíferos superiores desarrollan la agresividad intraespecífica por el bien del grupo, para generar nuevas generaciones de individuos más capaces de contribuir al bien común (duelos constantes que permiten que el más fuerte predomine y tenga más descendencia capaz de seguir la trayectoria duelista de los progenitores…); por otra parte, se nos dice que esto nos ha dejado una “nefasta dosis de agresividad que llevamos en los huesos como una herencia malsana”, y finalmente resulta que los que niegan la existencia de tal agresividad innata (¿de verdad alguien la niega?, la doctrina del “pecado original” desde luego no la niega…) está llevando a una falsa idea de “evitarles todas las frustraciones o decepciones” a los niños que, según Lorenz, que no era un experto en este campo, estaría formando innumerables niños desvergonzados y cabalmente insoportables

  Su juicio acerca de la importancia de la agresión para desarrollar la personalidad propiamente humana hace muy sospechosa y hasta poco creíble su crítica a la “herencia malsana” de nuestros lejanos antepasados

La caballerosidad o «limpieza» del juego deportivo, que se ha de conservar en los momentos más excitantes y desencadenadores de agresión, es una importante conquista cultural de la humanidad. Además, el deporte tiene un efecto benéfico porque hace posible la competencia verdaderamente entusiasta entre dos comunidades supraindividuales. No solamente abre una oportuna válvula de seguridad a la agresión acumulada en la forma de sus pautas de comportamiento más toscas, individuales y egoístas, sino que permite el desahogo cumplido de su forma especial colectiva más altamente diferenciada. 

La reorientación de la agresión es el camino más prometedor (…) No debe confundirse la sublimación con una sencilla reorientación. 

  Lo grave sería que la “sencilla reorientación” supusiera la continuidad de las manifestaciones esenciales del hecho agresivo y el cultivo de sus pautas de conducta derivadas que siempre se hallarían a punto para desarrollarse y transformarse…

El amor y la amistad caracterizan mucho mejor todo lo que es bondad que la agresión todo lo que es maldad, ya que sólo por error se la considera una pulsión destructora y mortífera.

  Cuesta trabajo entender que la maldad pueda existir sin agresión. En realidad, de la observación del comportamiento animal uno concluye que, si el origen de la agresión es probable que se encuentre en las funciones mencionadas de “selección útil”, no parece tanto que el amor y la amistad tengan el mismo origen. El origen de estas emociones altruistas, cooperativas y benevolentes parece estar más bien en la maternidad. Una cosa es decir que la agresión fue importante para la mejora de la especie en mamíferos anteriores al ser humano, y otra decir que hoy sea algo más que un estorbo, sobre todo cuando se ha tenido que reconocer que la agresión en el ser humano se ha manifestado como una selección intraespecífica perjudicial.

   Otros biólogos consideran que el surgimiento en los seres vivos del afecto y el amor están relacionados con el cuidado parental propio de los mamíferos, mientras que la agresividad ya existía en los seres vivos más primitivos, como los reptiles.

    La alusión a la “reorientación” de la agresividad en lugar de la “sublimación” ya compromete los buenos propósitos iniciales. ¿Por qué no reconocer, sencillamente, que la agresión es una herencia del pasado que carece de utilidad alguna en nuestra forma de vida actual?

  Si justificamos la existencia de una “agresión buena” estamos confundiendo a quienes toman la información científica como referente en la búsqueda de nuevas soluciones. No hay agresión buena, reorientada o controlada. Pero hay agresión, y la cultura se construye precisamente creando controlas ésta.

  Lo sospechoso del planteamiento de Lorenz se hace más evidente por algunas de las observaciones que da por sentadas y que han sido cuestionadas más tarde

Nunca hemos observado que el objetivo de la agresión sea el aniquilamiento de los congéneres

Uno puede imaginarse como si lo estuviera viendo lo que sucedería si, por un fenómeno natural que nunca se ha dado, la paloma adquiriera de repente el pico de un cuervo. Parecida es la situación del hombre al descubrir que una piedra afilada puede servirle de arma cortante o contundente. 

  En realidad, los chimpancés en libertad han demostrado que son capaces de matarse unos a otros, sin necesidad de inventar armas. Y, por cierto, también se ha comprobado que no es cierto que

cuando un hombre inventa el arco y las flechas o las toma de un pueblo culturalmente más adelantado, no sólo su descendencia sino toda la sociedad de que forma parte poseerá tan firmemente esos instrumentos como si se tratase de órganos que le hubieran crecido en el cuerpo por mutación y selección. Y el modo de usarlos no se olvidará ya, del mismo modo que no puede volverse rudimentario un órgano de importancia vital.

   Se han encontrado pueblos de los que hemos llegado a saber que han perdido habilidades de ese tipo, probablemente al desarrollar prohibiciones de tipo cultural.

El demagogo conoce bien la acción inhibidora de la agresión que produce el contacto personal y, como es natural, trata de impedir que se encuentren en sociedad aquellos a quienes quiere mantener enemigos. 

  Desgraciadamente, esto tampoco es cierto. El conflicto entre grupos muchas veces es exacerbado por el contacto personal (por eso ha sido un hallazgo cultural tan valioso la aparición de la privacidad familiar, que elude situaciones de conflicto), de la misma forma que los deportes u otros fenómenos de supuesta catarsis agresiva activan la psicología de la violencia en los individuos más que apaciguarla.

  No parece el camino hacer concesiones a la agresividad “reorientándola”, sino más bien fomentar los mecanismos de comportamiento opuestos (igual que existe “agresividad” también existe “antiagresividad”). En lo que sí todos hemos de estar de acuerdo es en que la agresión existe, que nacemos con ella (unos con más, otros con menos)… y que si alguna vez logramos controlarla hasta niveles mínimos entonces habremos alcanzado la meta que ha sido una aspiración universal desde el descubrimiento de las religiones “compasivas”, las mismas que resultaron ser la base de los mayores logros de la civilización.

sábado, 14 de noviembre de 2015

“Religión sin Dios”, 2013. Ronald Dworkin

  El prestigioso filósofo del Derecho Ronald Dworkin dejó algunos escritos acerca de la cuestión de si podía existir una “religión atea”.  Para dilucidar el asunto contaba con un punto de partida inatacable:

El Tribunal [Supremo de los Estados Unidos], urgido a interpretar en un caso la garantía por la Constitución del “libre ejercicio de la religión”, declaró que muchas religiones que no reconocen un dios florecen en los Estados Unidos, incluyendo algo que el Tribunal llamó “humanismo secular”(…) Así que la frase “ateísmo religioso”, aunque sorprendente, no es un oxímoron

  La decisión del Tribunal Supremo llevaba aparejadas ciertas implicaciones filosóficas…

El Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América proporcionó una definición funcional [de religión] en respuesta a la demanda de D. A. Seeger  [en 1965] de que tenía derecho al estatus de objetor de conciencia en la guerra de Vietnam aun siendo ateo (…) A pesar de la referencia del estatuto [de la objeción de conciencia] a un “Ser Supremo” (…) [el Tribunal Supremo estadounidense] asumió que el Congreso no habría querido discriminar entre convicciones religiosas, y ofrecía esta formulación de lo que eran éstas: “una creencia sincera y significativa que ocupa en la vida de su poseedor un lugar paralelo al que está llenado por el Dios de aquellos a los que se les cualifica dentro de la definición del estatuto” (…) [Pero] ¿en qué manera es paralela a la creencia en Dios la creencia de que la guerra es un error? 

  O, para preguntarlo de otra manera, ¿qué implicaciones éticas se deducen simultáneamente de la creencia en que la guerra es un error y de la creencia en Dios? Podemos opinar que la creencia en que la guerra es un error debe implicar un acierto ético incontestable en la misma medida en que en otros tiempos se daba por sentado que carecer de una creencia en Dios implicaba indiferencia ante los comportamientos antisociales ("Si Dios no existe, todo está permitido“).

  Los jueces del Supremo consideraron que

los asuntos que implican las elecciones más íntimas y personales que una persona puede hacer en su vida, elecciones que son centrales a la dignidad y autonomía personal, lo son con respecto a la libertad protegida por la 14 Enmienda [relativa a la protección igualitaria de los derechos]

  Para tratar de poner en orden el rompecabezas, veamos lo que parece una opinión más particular del mismo Dworkin

En 1992 intenté proporcionar una definición sustantiva [de religión] como parte de un argumento para una interpretación de la Primera Enmienda a la cuestión del aborto. Dije: “Las religiones intentan responder a la profunda cuestión existencial al conectar las vidas humanas individuales a un valor objetivo trascendente” 

  Y directamente en estos textos que comentamos:

Una religión es una visión del mundo profunda, diferenciada y comprensiva: mantiene que un valor inherente, objetivo, lo impregna todo, que el universo y sus criaturas son asombrosos, inspiradores, y que la vida humana tiene un propósito y un orden universales. Una creencia en un dios es solo una posible manifestación o consecuencia de esa visión del mundo más profunda.

  La apelación al “universo y sus criaturas” es un lugar común en el pensamiento religioso. Los filósofos griegos y los philosophes de la Ilustración coincidían en esta fascinación por una armonía sobrehumana constatada por la observación de la naturaleza (particularmente en el campo de la astronomía… porque en la biología se ven a veces cosas poco agradables).

Muchos millones de personas que se consideran ateas a sí mismas tienen convicciones y experiencias similares y tan profundas como las de los creyentes que se consideran religiosos (…) Ellos sienten una irresistible responsabilidad para vivir bien sus vidas con respeto a las vidas de los otros; se enorgullecen de una vida bien vivida y se lamentan inconsolablemente ante una vida que ellos piensan, en retrospectiva, que ha sido desperdiciada. Encuentran el Gran Cañón no solo impresionante, sino abrumador y mágicamente maravilloso.

  Sin embargo, hemos de tener en cuenta que no siempre resulta evidente que la grandiosidad implique el idealismo ético. ¿Es la grandiosidad de los dioses o la naturaleza un referente imprescindible para desarrollar los valores humanos que son dignos de respeto universal?

Durante la mayor parte de la historia, este impulso [religioso] ha generado dos clases de convicciones: una creencia en una fuerza inteligente sobrenatural –un dios- y un conjunto de profundas convicciones éticas y morales. Los ateos pueden en consecuencia aceptar a los teístas como socios en sus ambiciones religiosas más profundas. Los teístas pueden aceptar que los ateos tienen los mismos fundamentos para la convicción política y moral que ellos. Ambas partes pueden llegar a aceptar que, lo que ellos ahora toman como que es una separación insuperable, es solo una especie de esotérico desacuerdo científico sin implicaciones morales ni políticas. O, al menos, la mayor parte de ellos pueden.

  Encontramos entonces una opinión que se refiere a la fuente misma del comportamiento ético, la de que una percepción trascendente de la naturaleza va unida a la de los valores humanos.

Lo que importa más fundamentalmente para el impulso de vivir bien es la convicción de que hay, independientemente y objetivamente, una forma correcta de vivir.

La actitud religiosa acepta la realidad completa e independiente del valor. Acepta la objetiva verdad de dos juicios centrales sobre el valor. El primero mantiene que la vida humana tiene un significado o importancia objetiva, cada persona tiene una responsabilidad innata e inescapable para intentar hacer de su vida una vida de éxito: esto quiere decir vivir bien, aceptar responsabilidades éticas para uno mismo tanto como  responsabilidades morales para otros no solo si sucede que pensamos que esto es importante sino porque es importante lo pensemos así o no. El segundo juicio mantiene que lo que llamamos “naturaleza” –el universo como un todo y sus partes- no es solo un hecho, sino que en sí mismo es sublime, algo de valor intrínseco y maravilloso.(…) Significado intrínseco de la vida y belleza intrínseca de la naturaleza [son los] paradigmas de una actitud plenamente religiosa ante la vida

  Muchos filósofos podrán elaborar refutaciones a esta particular forma de pensar. En cualquier caso, Ronald Dworkin desarrolla su opinión para apoyar el juicio de las sentencias del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, y recordemos que, hoy por hoy, la jurisprudencia se considera equivalente a lo que en la Antigüedad se denominaba “tradición” o “costumbre”. Lo que nos está diciendo Dworkin es que el fundamento ético sigue siendo religioso y, además, de un tipo de religión que especifica una referencia exterior al ser humano (“trascendente”), lo que interpreta como una referencia a la naturaleza equivalente a la de las antiguas concepciones teístas. El punto de partida seguiría siendo el mismo…

Algunos de ellos describen esta actitud [la referencia a un dios no personal] como que refleja una experiencia “numinosa” –una experiencia de sentir algo no racional y  que conmueve emocionalmente en profundidad

  A muchos se les puede ocurrir que este tipo de experiencias “numinosas” son más bien equivalentes a las que produce la contemplación y creación artísticas. ¿Y si el Tribunal Supremo dictaminara, por ejemplo, que para que una decisión ética por parte de un individuo cumpliera los requisitos de ser respetable se exigiera al sujeto en cuestión que poseyese sensibilidad artística demostrable? Recordemos que el dilema sobre el que tuvo que dictaminar en la sentencia mencionada tenía que ver con la “objeción de conciencia”, es decir, con una actitud ética en la cual el sujeto contraviene el civismo que obliga a servir con las armas por el bien común, y solo una actitud ética más elevada aún que la propia del civismo justificaría esa transgresión. Parece que de lo que se trata es de identificar un rasgo en concreto del comportamiento humano que clasificase a los individuos como éticamente superiores, incluso más allá del comportamiento cívico normalmente exigido, y que en consecuencia ese tipo de individuos merecerían ciertos privilegios, sin duda porque, de alguna forma, tienen algún modo de compensar por ellos a toda la sociedad en su conjunto…

  Las  opiniones que Dworkin acerca de la naturaleza humanista parecen ir en ese sentido en cuanto a la percepción de lo valioso.

No se trata solo de que la naturaleza contiene objetos que son bellos en sí mismos. Su maravilla depende del hecho de que es la naturaleza, más que la inteligencia o habilidad humana, la que los ha producido. [Sin embargo,] en otros contextos valoramos una creación humana pero desdeñamos un objeto idéntico creado por accidente 

  Y pone el ejemplo de alguien que admira la belleza de una flor en particular y al que una vez que ha exteriorizado la opinión que le merece su valor es informado de que se trata de una flor artificial; o, al revés, el caso del que admira lo que considera una creación artística humana de tipo abstracto –un cuadro, una figura colorida e indefinida-, y al que luego se le informa de que se trata de una simple mancha que no es obra de artista alguno.

  También recoge el caso de los astrónomos que buscaban ver reflejadas en las observaciones científicas la belleza y perfección del cosmos

Los círculos son hermosos, así que [se pensaba que] las órbitas de los planetas alrededor del sol sería muy probable que fuesen circulares. Kepler estaba inicialmente convencido de las órbitas circulares por este argumento, incluso si sus propias observaciones parecían contradecir esta conclusión. Al final, sin embargo, él se inclinó ante la observación y cambió de opinión. Deberíamos decir que, para él, la belleza era alguna evidencia de la verdad astronómica, pero la evidencia de la observación finalmente superó está evidencia de la belleza.

  Ahora bien, Dworkin no lleva más allá esta línea de pensamiento hasta el fundamento ético de las sentencias. La cuestión es que el Tribunal Supremo

interpretó un estatuto que proporcionaba objeción de conciencia para aquellos con creencias religiosas que prohíben matar a fin de incluir a un ateo con las mismas convicciones

  Precisemos más aún: el ateo que no quiere matar y que con ello se opone al interés común de una nación en guerra, que solicita el privilegio de que la sociedad haga con él una excepción y no le acuse de traidor ni de desertor… ¿ha de demostrar… que cree en algo trascendente… que tiene sensibilidad artística… que tiene convicciones ingenuas acerca de una armonía universal?

  Porque de lo que se trata es de que su negativa a matar implica algo bueno para la comunidad a la que traiciona, y que ese “algo” no es perceptible a simple vista (por eso requiere el examen cuidadoso de los sabios jueces… que han de determinar el tipo de “reputación” de la que el “hombre religioso” se hace merecedor). Ese “algo”, sometido a la reflexión propia de los ideales éticos, es reconocido, aparentemente, como  una actitud personal que se caracteriza por la emotividad, reverencia, incluso inefabilidad… tanto como puede serlo, para un teísta, el señalar a un Dios cuya existencia no puede demostrarse.

  Es posible que una respuesta a este enigma nos llegue de la psicología evolutiva, que también abarca el estudio del origen de nuestras emociones morales. En algún momento los seres humanos hubieron de definir cierta emoción expresable que promovería la benevolencia a fin de atemperar el constante conflicto entre los intereses individuales. Las creencias en los seres sobrenaturales no deben de tener ese origen, pues la superstición puede estudiarse también en los animales, pero sí que es posible que determinadas emociones con origen en la superstición –magia, mundo ilusorio, alucinaciones- fuesen adaptadas al fin prosocial de promover el altruismo y la benevolencia.

  Los dioses benevolentes son relativamente tardíos en la historia humana –los dioses terribles y caprichosos resultan mucho más antiguos- y el que ellos mismos acaben por desaparecer en el mundo racionalista de hoy quizá sea lo que acabe entronizando en el futuro la mera benevolencia abstracta como referencia ética definitiva.

  Cuando menos, los dilemas éticos en los cuales se antepone el ideal humanista -cuyo valor equiparamos a las antiguas creencias teístas- a los derechos y deberes convencionales cuentan con un inmenso poder sobre todos nosotros: el de hacernos reflexionar acerca de la complejidad y riqueza de las posibilidades del comportamiento social en el futuro.

   Incluso para el hombre más sencillo esta reflexión acerca del ideal ético se evidencia en la ancestral veneración por los hombres santos y las personalidades ejemplares.

jueves, 5 de noviembre de 2015

“La evolución de la moralidad”, 2006. Richard Joyce

  Puesto que todo el comportamiento humano es fruto de la evolución biológica, la moralidad también ha de serlo, y es desde aquí que arranca el libro del filósofo Richard Joyce. En términos generales, la moralidad es la capacidad del individuo para expresar emocionalmente su rechazo (o aprobación) a comportamientos sociales intencionados (propios y de sus semejantes) que se juzgan contrarios (o favorables) al bien común, con el fin de que no se repitan (o con la esperanza de que sí se repitan, si son favorables al bien común).

Para hacer un organismo más capaz de ayudar, la selección natural puede favorecer el rasgo de hacer juicios morales. Explorar esta cuestión es la principal tarea de este libro

Entre los medios favorecidos por la selección natural a fin de conseguir que los seres humanos se ayuden unos a otros está un “sentido moral”, lo que significa una facultad para hacer juicios morales

  Ante todo hay que precisar que la vida social no es algo propio solo del ser humano. Existen muchos animales sociales (casi todos lo son en alguna medida, especialmente los mamíferos) pero solo los humanos somos morales. Los chimpancés, los animales más inteligentes que existen después del hombre, no conocen la moralidad.

[Los chimpancés] son conscientes de los comportamientos “aceptados” y “no aceptados”. Esto es muy diferente de una consciencia de los comportamientos “aceptables” e “inaceptables” –la diferencia se encuentra en que lo primero implica solo conocimiento de que ciertos comportamientos provocarán hostilidad, mientras que los segundos implican un juicio acerca de que estos comportamientos merecen hostilidad

  Para Joyce, por lo tanto, un elemento fundamental de la diferencia entre la consciencia de lo “aceptado” y de lo “aceptable” (la diferencia que va del mero “conocimiento” al “juicio”), se encuentra en el concepto de “mérito”

[En el experimento mental de un pueblo que no reconociera el mérito de la rectitud moral] parecería que al estipular que no tienen concepto de mérito se deriva de esto la ausencia de mucho más. (…)Tales criaturas no se sentirían molestas si se les informa de que alguien ha sido castigado por un crimen que no ha cometido, sino que solo se pensaba que lo había cometido.(…) Sin un sentido de mérito, estas criaturas no pueden tener sentido de culpa (…) No pueden tener la facultad a la que nos referimos como una “conciencia moral” (…) No podrían tener real aprecio de una típica película de Hollywood o de las novelas de Jane Austen, porque no ganarían satisfacción de la forma en que los méritos son distribuidos en las escenas finales (…) Sería como dirigir el imperativo “no mates humanos” a un animal

  Entonces, a efectos prácticos, de lo que parece tratar la moralidad es de un refuerzo emocional en la comprensión de lo socialmente correcto e incorrecto en la vida social

Un juicio moral puede ser insertado dentro de una emoción (…) [y] ha sido mediante la modificación de las emociones que la selección natural ha forjado el sentido moral humano

El juicio moral promueve la motivación (…) La función evolutiva del juicio moral es proporcionar motivación adicional a favor de ciertos comportamientos sociales adaptativos

  El mecanismo evolutivo partiría de la capacidad del individuo para controlar el comportamiento social de sus semejantes. Este control se ejerce a partir de los efectos que en su propia conducta ejerce la asignación de emociones al reconocimiento de diversos actos ajenos que se diferenciarían en tanto que fuesen contrarios o no al interés común. Los méritos de cada uno de los individuos que actúan asientan su reputación (que señala a la comunidad la previsibilidad futura de sus actos), y nuestro juicio moral común (nuestra reacción emotiva) contribuye a encauzar el comportamiento de todos y cada uno con respecto a los demás en el sentido de  que procuren o no ayudar al bien común.

  Asignar a alguien una reputación permite superar el límite que supone la “reciprocidad directa”, que es el “yo te doy si tú me das”, lo que sucede cuando un chimpancé le da a otro un plátano a cambio de una manzana: ambos reciben la compensación solo en el mismo momento y lugar.

Al introducir la reputación en nuestra comprensión, nos apartamos de los intercambios recíprocos estándar y llegamos a aquello que ha sido llamado “reciprocidad indirecta”.(…) En los intercambios de reciprocidad indirecta, un organismo se beneficia de ayudar a otro al ser compensado por ello con un beneficio de mayor valor que el coste de su ayuda inicial, pero efectuado no necesariamente por el que ha recibido la ayuda.

    Este tipo de comportamientos no están al alcance de los chimpancés simplemente porque carecen de suficiente inteligencia para tal cosa: nuestros primos simios no pueden prever comportamientos futuros y actitudes futuras de individuos diferentes (relaciones triangulares, indirectas), mientras que el que sí seamos capaces de ello es lo que nos permite identificar una pauta de comportamiento de un determinado individuo como prosocial o antisocial (es decir, nos permite prever su comportamiento en buena medida: sé que este tipo una vez le dio a otro un plátano… es probable que ahora también me lo dé a mí), y en consecuencia ejercer algún control sobre este individuo con vistas a beneficiarnos de este control (corrección o promoción) en el futuro, directa o indirectamente (como sucede cuando nos labramos una reputación ayudando a alguien que nunca podrá devolvernos el favor). El resultado supone un incremento notable de las posibilidades prácticas de la cooperación.

  Un aspecto importante de este asunto es que la evaluación de la intencionalidad de nuestros semejantes en cuanto a su comportamiento social (reconocimiento de su mérito, de su reputación) implica el desarrollo del fenómeno de la empatía hasta más allá de nuestras reacciones inmediatas, y esto también afecta al individuo que juzga (obra en base al bien común para beneficiarse, de forma directa o indirecta... pero también obra en base al beneficio de los demás cuyas emociones y sentimientos puede compartir en buena medida por empatía: tras haberse sensibilizado a ella con fines inconscientemente egoístas acaba convirtiéndola en un fin en sí mismo).

  Sin embargo, hay una diferencia entre el mero sentimiento de empatía (o “simpatía”) y el juicio moral (que implica ideas como culpa, mérito, castigo, perdón o reparación).

La activa simpatía [de alguien que ha dañado a otro pero no posee sentido de culpa] puede impulsar un deseo a aliviar el sufrimiento de la víctima (puede incluso sentirse un deseo de compensar la parte injuriada), sin embargo, puesto que no se tiene el sentimiento de que él debe hacer algo para compensarlo, si uno se distrae por otros asuntos, que causan que la simpatía por la víctima se atenúe, entonces no hay nada que impulse las deliberaciones de nuevo a la resolución de que “algo debe ser hecho” (…) La simpatía, escribió James Q Wilson, es una emoción frágil y evanescente. Se despierta con facilidad, pero se olvida rápido; cuando se recuerda y no se ha actuado sobre ella, su incapacidad para producir una acción es fácilmente racionalizada. La vida de un perro perdido o un pájaro herido puede inquietarnos, incluso si sabemos que los bosques están llenos con animales perdidos y heridos.

Alguien que actúa únicamente por motivo de amor o altruismo no está, en base a ello, haciendo un juicio moral (…) Uno se resuelve a refrenarse de hacer algo al ser guiado por un juicio de lo que está prohibido, en oposición a tener una inhibición no moralizada contra esto

  Es decir, la diferencia entre altruismo y moralidad se encuentra en que, al abstenerse de hacer el mal por amor o altruismo, entra en juego una inhibición, pero no una prohibición. El que obra en base al bienestar ajeno se inhibe de hacer el mal por su propio impulso privado, mientras que el que obra en base a su sentido moral se ve limitado por su capacidad para percibir una prohibición de origen social, exterior a él. Una persona moral puede hacer el bien no porque sienta una inclinación por hacer el bien (como haría el altruista), sino porque se siente compelido a hacer el bien por remordimientos, vergüenza, culpa o cualquiera otra de esas sensaciones poco agradables.

  Esto tiene sus ventajas (permite que hagan el bien personas que tal vez no sean muy bondadosas, pero que sí tendrían un agudo sentido de “lo que debe ser hecho”), pero también tiene sus desventajas…

Es bastante fácil pensar en ejemplos de acciones morales que no benefician a la comunidad, y acciones que benefician a la comunidad que no son morales

  Lo “moral” podría implicar, por ejemplo, el tomar parte en una guerra injusta (que la comunidad considerará justa por sus propias motivaciones culturales: recuperar un territorio nacional perdido en una guerra de nuestros antepasados, por ejemplo). En la medida en que reconocemos la necesidad de respetar una norma social estamos actuando moralmente por lo que se supone que es el bien común… pero puede darse el caso de que en realidad la comunidad se beneficiara más de no obedecer esta obligación moral en concreto (o, al menos, así lo veríamos desde nuestro punto de vista actual, condicionado por una cultura diferente).

  Lo ideal sería que nuestros juicios morales fuesen parejos a nuestros sentimientos de altruismo y empatía. Se puede considerar, tal vez, que una evolución en este sentido siempre se ha dado en alguna medida…

Una intelectualización del sentimiento prosocial puede llevar a la moralización

Ciertos comportamientos beneficiosos facilitan la adaptación, y la “moralización” de estos comportamientos dispara la motivación para llevarlos a cabo.

  Finalmente, la cuestión más valiosa es considerar las posibilidades futuras de la evolución de la moralidad. ¿Hasta dónde podemos llevar la  cooperación?, ¿hasta dónde podemos llevar la moralidad en este sentido?

  Sabemos que la moralidad se construye en el entorno cultural (desde la cultura en la que son habituales los sacrificios humanos hasta la que ha abolido la pena de muerte), si partimos de un entorno extremadamente prosocial o altruista ¿podríamos convertirlo en una cultura hasta el punto de que empuje a una moralización extrema de los individuos en tal sentido prosocial? Eso podría llevar a que las personas fuesen tan morales, tan consideradas, que la mayoría de nosotros ya no requeriríamos ni tan siquiera la coacción legal para forzarnos a obrar de acuerdo con el bien común (nos sentiríamos inhibidos por el mero sentido de culpa). Esto no implicaría necesariamente que todas las personas se convirtieran por igual en bondadosas o altruistas: bastaría con que, en esta cultura extremadamente prosocial, los que sí lo fueran sirviesen de guía moral a todos los demás (que rechazarían el mal por prohibición… aunque no necesariamente por sanción penal efectiva –castigo).

Quizá permitir a los pensamientos y emociones morales tener un papel vivo en la economía psicológica de una persona, incluso cuando se carece de una creencia moral asociada a ellas, es un medio no tan obvio de alcanzar motivación. Tales pensamientos y emociones pueden convertirse en habituales, o incluso en un aspecto del carácter. No hay razón obvia para dudar de que ellos podrían ser de gran importancia para la vida de una persona, incluso servir como compromiso personal e interpersonal

  Precisemos más aún:

¿Podríamos entrenarnos a nosotros mismos a fin de endorsar seriamente creencias morales tan fácilmente como nos entrenamos a nosotros mismos para creer en los gérmenes? Dado el necesario sostén cultural, probablemente

  Richard Joyce plantea esta cuestión porque convencionalmente se considera que el sostén del comportamiento moral son las creencias, algo de lo que él duda.

Las creencias morales pueden marchitarse sin sostenimiento cultural. Esto puede parecer inverosímil e indeseable, pero la afirmación análoga que concierne a la clase de impureza con la cual uno puede ser contaminado por tocar a un miembro de una casta indeseable parecerá igualmente inverosímil e indeseable para cualquiera que esté inmerso en una cultura con tales nociones de pureza y contaminación donde se ha convertido en un cimiento normativo altamente elaborado de los individuos, las instituciones y el estado

  Debemos tener en cuenta que casi cualquier creencia, por absurda y cruel que nos parezca aquí y ahora, puede llegar a ser socialmente aceptada. En este sentido, el estudio de los fenómenos conductuales nos desalienta, y pone en cuestión el llamado “naturalismo moral” (el principio de que existen principios morales innatos).

Lo que los naturalistas morales necesitan es una argumentación sustantiva y naturalizable del “razonamiento correcto práctico” (o “racionalidad práctica”) según el cual cualquier persona, con independencia de sus primeros deseos, convergería mediante este razonamiento hasta ciertas conclusiones prácticas que estarían ampliamente en línea con lo que esperaríamos de los requerimientos morales (…) Pero no existe tal adecuada argumentación

  Los “naturalistas morales” son, pues, aquellos que creen que existe una moralidad universal para la cual todos los individuos están por igual predispuestos, con independencia de su entorno cultural. De existir, bastaría con desglosar una argumentación suficiente para que cualquier bárbaro aceptase una moralidad superior que en el fondo desea, aunque no haya llegado a conocerla en sus tradiciones. Joyce da por sentado que no existe tal adecuada argumentación, pero especula acerca de la importancia de que se de por sentado que sí existe

Supongamos que es verdad que la función evolutiva del juicio moral es generar o fortalecer algún tipo de emoción prosocial. La cuestión que debemos preguntar es: “¿Cómo se cumple esto?”. Quizá, por ejemplo, el juicio moral alienta al hablante (y su audiencia) a pensar que el mundo contiene exigencias prácticas independientes de la autoridad, y que concebir el mundo en estos términos tiene un efecto deseable en sus vidas emocionales.

  Esta consideración es clave porque la “autoridad” es la que usualmente promueve los mandatos morales (mandamientos divinos, declaraciones solemnes, leyes constitucionales). Disponer de una moralidad con “exigencias prácticas independientes de la autoridad” significa una moralidad universal libre de los condicionamientos políticos, que como tal podría unir en torno a ella a todos los individuos que desarrollaran su capacidad racional

Si esto fuera así, entonces cuando el hablante diga “No debes hacer esto”, estaría afirmando algo sobre el mundo, no expresando meramente una emoción. Quizá lo que estaría afirmando sería falso, pero no sería menos una aserción por eso 

  Es decir, tendría un poderoso efecto…

Podemos hacer de nuevo la analogía con la hipótesis de las creencias religiosas innatas. Supongamos (para simplificar el asunto) que la creencia en que Dios existe es innata y se debe simplemente al hecho de que la creencia hizo menos ansiosos a nuestros antepasados (más felices). Sería difícil que se siguiera de esto el que la manifestación verbal de “Dios existe” fuese una aserción muy enérgica.

  Algo parecido a esto parece que sucedió con la filosofía china tradicional (confucionismo) extremadamente cívica y legalista: los mismos defensores de la religión oficial podían mostrarse escépticos sobre su fundamento metafísico, pero reconocían públicamente que servía a fines prácticos. El resultado fue una religión civil que tenía poco arraigo en los individuos, si bien sí logró insertar un sentido de responsabilidad social en la comunidad.

  Es decir, de forma parecida afirmaríamos que una ética es natural y superior solo porque esto le proporcionaría a la creencia ética una mayor capacidad para motivar al sujeto. Pero desde el momento en que sepamos que no existe ninguna ética natural y superior, o que Dios no existe, ya no nos haría el mismo efecto.

  Así pues, ¿necesitamos realmente creer -o hacer creer que creemos- en una moral “natural” de esta clase? Más bien lo que necesitamos es establecer entornos culturales que, a efectos prácticos, sean capaces de motivar a los individuos a que sigan mandatos prosociales, benevolentes. Un Dios justiciero que proclame derechos y obligaciones, o una proclamación solemne de los derechos humanos podrían tener un efecto menor que un entorno poblado de ejemplos felices de comportamiento prosocial. El monasticismo medieval, que creó comunidades ejemplares de hombres y mujeres abnegados, piadosos y pacíficos (monjes y monjas, modelos de santidad cristiana), fue probablemente un factor decisivo en el proceso civilizatorio que llevaría al Renacimiento y la Reforma.

  En cualquier caso, Richard Joyce reconoce que

Toda la evidencia empírica muestra que los humanos están frecuentemente motivados por un genuino interés en los otros, y no en el fondo por motivos egoístas

    La evolución de la moralidad nos lleva a comprender el mecanismo psicológico por el cual los individuos, utilizando racionalmente sus sentimientos de empatía, pueden desarrollar controles efectivos de sus instintos antisociales. La evolución de la moralidad no ha mostrado aún cuáles son sus limitaciones.

sábado, 24 de octubre de 2015

“Mente”, 2011. John Brockman (Editor)

Parte de esos textos tiene su origen en la prestigiosa web www.edge.org, punto de encuentro y debate sobre ciencia, cultura, filosofía o arte y en la que, desde 1996, participan los más importantes intelectuales de nuestro tiempo. 

Nunca antes tantas personas habían leído divulgación científica, o visto programas de ciencia en televisión, o expresado su interés por la ciencia; el público es ahora mucho más sofisticado que nunca en ese sentido. Las personas están preparadas para enfrentarse a estas cuestiones

  En esta edición de fragmentos escogidos publicados en “Edge” y otros lugares, recopilados por John Brockman, participan hasta diecisiete autores, entre ellos Steven Pinker, V. S Ramachandran, Jonathan Haidt y Simon Baron-Cohen. El contenido gira en torno a las posibilidades de una humanidad que cada vez es más capaz de hacerse cargo de su destino futuro mediante cambios tecnológicos y culturales en su propia mente.

El estudio de la inteligencia humana es explosivo desde el punto de vista ideológico, político y social. 

Como esto es Edge, la idea no es hablar de lo que existe y ya se ha publicado, sino más bien la de presentar nuevos avances. 

  En la civilización actual concebimos que las aspiraciones de la humanidad tienen que ver con el desarrollo de la racionalidad y la capacidad para la cooperación. Algo que podemos aprender de las últimas investigaciones es que, definitivamente, nuestro comportamiento no es tan racional como en otros tiempos se pensaba.

La mayor parte del pensamiento es inconsciente. (…) Los conceptos abstractos son en su mayoría metafóricos.

¿Por qué hacen las personas locuras como seguir a un ex amante y matarlo? ¿Cómo vas a recuperar a alguien si lo matas? Parece un defecto de nuestro software mental. (…) [En realidad, si] nos vemos impulsados a llevar a cabo una amenaza cueste lo que cueste para nosotros, esa amenaza se convierte en creíble. Cuando una persona amenaza a su amante, ya sea de forma explícita o implícita, diciéndole «Si me dejas, no pararé hasta acabar contigo», la amante podría descubrir el farol si careciese de signos que le indicasen que el amante está lo suficientemente loco como para llevar a cabo la amenaza, por vana que fuese. De este modo, el problema de construir una disuasión creíble en las criaturas que interactúan entre sí conduce a una conducta irracional como solución racional.

Los estudios sobre el razonamiento cotidiano muestran que solemos utilizar la razón para buscar pruebas que secunden nuestro juicio inicial, que fue tomado en milisegundos.(…) A veces podemos utilizar procesos controlados como el razonamiento para sobreponernos a nuestras intuiciones iniciales. Pero (…) esto sucede con poca frecuencia

A la mayoría de personas buenas y normales se las puede seducir, tentar o iniciar fácilmente en llevar a cabo conductas en las que dijo que nunca caerían.

  Pero es importante que no cunda el desánimo al afrontar nuestro comportamiento irracional y antisocial innato, porque también es innato nuestro comportamiento racional, cooperativo y prosocial, de manera que, aplicando nuestra inteligencia y nuestro conocimiento, podemos desarrollar extraordinarias innovaciones dentro del conjunto de pautas de autocontrol y estímulo que llamamos “cultura”, y limitar así las consecuencias nocivas de nuestras fragilidades.  Al saber que muchos comportamientos irracionales obedecen a motivaciones comprensibles podemos recurrir a la psicología de la conducta para analizar el conjunto de nuestros deseos e inhibiciones, y diseñar los correspondientes controles y mejoras al respecto.

  Algo que hemos de tener en cuenta ante todo es que nuestra naturaleza social está probablemente en el origen de nuestra propia identidad individual. El mundo interior de nuestra mente existe solo con respecto a nuestros semejantes. No hay oposición real entre el “yo” y “los demás”

¿Podría ser que la función biológica de la introspección, la razón por la que evolucionó esta capacidad, sea precisamente que, al presentarnos el funcionamiento de nuestras propias mentes, nos ayuda a leer las mentes de otros? (…) El éxito de nuestros antepasados humanos debió depender, en buena parte, de su capacidad para entrar en las mentes de aquellos con los que vivían, adivinar sus intenciones, anticipar adónde se dirigían, ayudarles si lo necesitaban, desafiarlos o manipularlos. Para ello tuvieron que desarrollar cerebros que pudiesen contarles la historia de cómo era ser otra persona desde su interior.

  Esta visión del “yo” como individuo social puede ayudarnos a construir estrategias innovadoras a la hora de vivir en común. Nuestra capacidad para la empatía conlleva potencialidades altruistas que nos permiten compensar las de tipo defensivo y agresivo.

Como la maldad es fascinante, estamos obsesionados por fijarnos en los malhechores. (…) Nunca ha habido una psicología del heroísmo. Por ejemplo, después del Holocausto, pasaron treinta años antes de que nadie hiciese la simple pregunta de si alguien ayudó a los judíos. Estábamos tan obsesionados con la maldad de los nazis que no nos planteamos la cuestión. (…) El límite de la perspectiva situacionista se manifiesta cuando vemos a estos héroes, porque al parecer tienen algo que la mayoría no tiene. Y no sabemos cuál es esa cualidad especial. Desde luego, es algo que queremos estudiar. Queremos poder identificarla para poder cultivarla y enseñársela a nuestros hijos y a otros miembros de nuestra sociedad.

  El “situacionismo” es un paradigma del comportamiento que considera que el individuo reacciona siempre en base a los condicionamientos previos del entorno (la “situación”). Como todas las teorías de ese tipo, resulta falsa si se lleva a los extremos e ignoramos las tendencias individuales (temperamento) de cada individuo, pero no por eso deja de ser cierto que un control efectivo del entorno puede ayudar mucho a desarrollar las tendencias prosociales (altruismo, bondad, afección, generosidad…). Y para que las estrategias sean efectivas, éstas deben estar informadas de los imponderables genéticos.

Una formulación mejor del dilema Naturaleza o crianza sería Naturaleza mediante crianza. Pero, distantes o no, las influencias genéticas son intensas

«Los genes cantan una canción prehistórica que a veces debe resistirse, pero que nunca debería ignorarse».

Un niño sin miedo al que se deja sin dirección es posible que se convierta en líder de la banda y luego en delincuente o criminal, pero con una cierta habilidad en la crianza el mismo niño puede convertirse en el tipo de persona que nos gusta tener cerca en caso de peligro. (…) El héroe y el psicópata son ramitas de la misma rama genética.

[En el] DSM [Manual de Diagnóstico Psiquiátrico] aparece una clasificación de virtudes y cualidades; es lo opuesto a la clasificación de las demencias. Al reflexionar vemos que hay seis virtudes, refrendadas en las diversas culturas, que se descomponen en veinticuatro cualidades. Las seis virtudes no son arbitrarias: en primer lugar tenemos un núcleo de sabiduría y conocimiento; luego, un núcleo de coraje; en tercer lugar, virtudes como el amor y la humanidad ; en cuarto, un núcleo de justicia; en quinto, un núcleo de templanza y moderación; y en sexto, un núcleo de espiritualidad y trascendencia. (…) Esas seis virtudes forman parte de la naturaleza humana

  Las visiones positivas de las virtudes que son innatas en el ser humano (y para las cuales cada individuo tiene una predisposición genética en particular -temperamento) son las que nos esperanzan en que podamos crear situaciones que permitan una cooperación social más eficiente en el futuro. Con todo, la determinación de algunas virtudes también es discutible. Por ejemplo, no queda claro por qué la virtud de la “justicia” (que implica coerción y castigo) iba a ser necesaria si tenemos todas las demás. Tampoco queda claro cuáles serían las consecuencias prácticas de la “trascendencia”.

  Si nos guiamos por alcanzar el objetivo de la “felicidad”, encontramos que los estudios psicológicos más avanzados apuntan a tres posibles formas de alcanzar tal estado de satisfacción subjetiva: la suma de emociones positivas, la eudemonía (o flujo) y la búsqueda del significado. La determinación también es polémica y en buena parte dependiente del entorno cultural.

  La suma de “emociones positivas” no requiere mayores explicaciones: se trata del placer directamente perceptible. Tiene el inconveniente de que depende en buena parte del propio umbral de percepción de cada individuo y de que éste puede saturarse: hay estudios que consideran que todas las personas, en todas las épocas, salvo en casos extremos de catástrofe, alcanzan niveles de percepción de “emociones positivas” parecido, de acuerdo con su predisposición genética para ello.

  La “eudemonía” o “flujo”, que ambicionaban ya los filósofos griegos, es algo más complejo

En la eudemonía, el tiempo se detiene. Uno se siente totalmente a gusto. La autoconciencia queda bloqueada. Eres uno con la música. La buena vida consiste en los aspectos fundamentales que te hacen fluir [“flujo”]. 

  Las sensaciones de “flujo” (La autoconciencia queda bloqueada) son las que se experimentan cuando trabajamos en lo que nos gusta, trátese de la música, las matemáticas o de cultivar un huerto. Lógicamente, este tipo de felicidad parece más conveniente para la prosocialidad que la “suma de emociones positivas”, cuya tendencia al egoísmo es inevitable.

  En cuanto a la “trascendencia”, ésta sería

El servicio a cosas mayores que nosotros mismos en las que creemos, y utilizar en ellas nuestras mejores cualidades; es una receta para obtener significado

 Tal "trascendencia" Implica ciertos peligros, pues a veces da lugar a situaciones extremas (fanatismo religioso, por ejemplo).

  La tecnología (farmacología) puede hacer o no algo por la felicidad humana que viene formulada en los términos ya mencionados...

Es posible que haya una farmacología del placer, y quizá incluso de las emociones positivas en general, pero no es probable que se llegue a una farmacología interesante del flujo. Y es imposible que haya nunca una farmacología del significado.

  Una conclusión provisional a partir de nuestra visión informada de la naturaleza humana como ser social, de las virtudes disponibles y de la felicidad asequible  es que quizá la respuesta para que la humanidad afronte el mundo futuro incluiría una mejora en la capacidad del individuo para elegir su propio entorno y modificarlo gradualmente.

    Si pudiéramos elegir cómo manipularnos a nosotros mismos, entonces quedaría la cuestión de determinar cuáles serían los fines a alcanzar… o el tipo de felicidad a la que aspiramos. Recordemos que si la felicidad se obtiene mediante la “búsqueda del significado” de cosas mayores que nosotros mismos, entonces podemos caer en ideologías antisociales muy peligrosas.

  El mecanismo tradicional para cumplir el cometido de diseñar un entorno de felicidad prosocial siempre ha sido la religión, particularmente las religiones llamadas “compasivas” (budismo, cristianismo…), que promueven emociones gratificantes vinculadas a comportamientos de tipo altruista y afectivo (que todo el mundo sea feliz con el bienestar ajeno es la fórmula ideal para beneficiarnos todos). En este sentido, la elaboración de entornos humanos que utilicen estrategias religiosas (que seduzcan y no coaccionen) podría ser la solución para superar las contradicciones de la acción política.

   Tradicionalmente, el ideal de la virtud suprema, que aúna a todos los individuos mediante vínculos altruistas y emotivos (moralizantes) suele ser manipulado en función de intereses políticos (poder coercitivo y jerarquías), y por eso sería conveniente hoy fijarse en los ejemplos que nos muestra la psicología positiva acerca de cómo afrontar las situaciones individuales de conflicto de una forma racional, equilibrada y que no esté en deuda con tradiciones del pasado.

El trabajo del psicólogo positivo es averiguar qué es lo mejor de ti —algo de lo que quizá no te has dado cuenta— y hacer que lo utilices cada vez más.

Se le dice al visitante que queremos averiguar lo que realmente funciona, y para ello vamos a asignarle aleatoriamente una intervención. (…)  Se piensa en alguien de tu vida que haya supuesto una enorme diferencia positiva, que aún esté vivo y a quien no le has dado las gracias de una forma adecuada. ¿Tienes a la persona? Es importante poder hacerlo, por cierto, ya que la cantidad de gratitud está relacionada con los niveles básicos de felicidad. Cuanta menos gratitud tengamos en nuestra vida, menos felices somos, sorprendentemente. (…) Escribir un testimonio de trescientas palabras para esa persona, escrito correctamente y contándole la historia de lo que hizo, por qué supuso una diferencia para nosotros y dónde estamos en la vida como resultado de ello. (…) Entonces nos presentamos a su puerta, tomamos asiento y le leemos nuestro testimonio (…)  La visita de agradecimiento es uno de los ejercicios que, para mi sorpresa, hace que las personas, de forma duradera, estén menos deprimidas y sean más felices

Algunas de estas intervenciones funcionan y otras no.

  De momento, sabemos que las religiones tradicionales (particularmente el cristianismo) tienen efectos prosociales, que favorecen el altruismo, la confianza mutua y la cooperación efectiva. Los ejemplos de la psicología positiva, la terapia cognitivo-conductual y el desarrollo de la inteligencia emocional podrían servir de pautas para estrategias racionales de prosocialidad a gran escala que combinaran los hallazgos de la terapia del comportamiento con las estrategias religiosas (que implican, entre otros elementos característicos, el contenido simbólico, la doctrina ética y la red social de apoyo).

  La educación, la tecnología (farmacología, pero no solo eso), el incremento de la riqueza material y las reformas políticas son hoy los medios utilizados en nuestra sociedad laica y racional, informada por la ciencia, para lograr la mejora social mientras que la racionalización de las grandes estrategias religiosas a fin de desarrollar la capacidad del individuo para el autocontrol en un sentido altruista (moralidad extrema) no ha sido todavía puesta en marcha. Sin embargo, el desarrollo sistemático de la moralidad debería ser el requisito previo a la aplicación de los avances científicos a la vida social. No basta con proclamar que la violencia, la pobreza y la ignorancia son malas, habría que implementar pautas de comportamiento prosocial en los individuos haciendo uso de lo que sabemos acerca de la psicología humana y de la experiencia histórica.

Los sistemas morales son conjuntos interrelacionados de valores, prácticas, instituciones y mecanismos psicológicos evolucionados que colaboran para suprimir o regular el egoísmo y hacer posible la vida en sociedad.

Hace tiempo que los sondeos muestran que, en Estados Unidos, los creyentes en una religión son más felices, más sanos, más longevos y más generosos entre sí y para la caridad que las personas laicas.(...) Si uno opina que la moral tiene que ver con la felicidad y el sufrimiento, entonces creo que se está obligado a examinar con más atención la forma en que viven realmente las personas religiosas y preguntarse qué es lo que hacen bien.(…)  [Es un error] la afirmación (…) de que no solo no hay pruebas, sino que desde luego no las hay, cuando de hecho los sondeos llevan décadas mostrando que la práctica religiosa es un sólido predictor de comportamiento caritativo. Arthur Brooks analizó recientemente estos datos (en [su libro] "Who Really Cares") y llegó a la conclusión de que la enorme generosidad de los creyentes religiosos no solo se pone de manifiesto en las organizaciones benéficas religiosas (…) Según Brooks, es que todas las formas de dar van juntas

  Muchos discuten estos datos sobre la influencia de la religión en el comportamiento altruista, pero, al menos, la discusión ya sitúa el problema en su justa medida: de todos los tipos de felicidad, de todas las virtudes individuales, de todas las predisposiciones temperamentales de cada uno de los individuos, pueden extraerse pautas culturales coherentes en un entorno determinado, y se puede poner al servicio de éstas las estrategias que conocemos (algunas nuevas y otras muy antiguas) acerca del autocontrol individual y la modificación del entorno.

   Se puede ser feliz de muchas maneras, pero algunas formas de ser feliz son más prosociales que otras, y alientan la confianza, el altruismo y la cooperación más que otras. Ésas tendrían que ser las que eligiéramos como base cultural. Cómo implementarla dependería del uso que hagamos de los medios que nos ofrece el estudio de las religiones y el estudio en general de la mente humana.

  Sabemos, por ejemplo, que la base del autocontrol moral se encuentra en nuestra repugnancia inmediata a las conductas antisociales culturalmente determinadas; ello es lo que permite prescindir de la coerción legal en muchos casos de comportamiento moral (me repugna dañar a un inocente tanto como me atrae ayudar a un necesitado…), lo cual supone la mayor de las ventajas para vivir en común (que todo el mundo desee por sí mismo lo justo y lo bueno). Los psicólogos actuales determinan el origen evolutivo de estas conductas de autocontrol…

Pureza/santidad(…) puede ser un sistema mucho más reciente, que surge de la emoción genuinamente humana del asco, que parece proporcionar a las personas la sensación de que determinadas formas de vivir y de actuar son más elevadas, más nobles y menos carnales que otras.(…) Se trata de sistemas modulares evolucionados que generan, durante la culturalización, gran número de módulos más específicos que ayudan a los niños a reconocer, de forma rápida y automática, ejemplos de virtudes y vicios resaltados culturalmente. (…) Las virtudes se construyen y aprenden socialmente, pero son procesos muy bien preparados y restringidos por la mente evolucionada.

  Si intervenciones de este tipo (Las virtudes se construyen y aprenden socialmente) se hicieran a gran escala, utilizando, entre otros, el recurso del simbolismo religioso (imágenes de contenido emocional que pueden comunicarse e interiorizarse con efectos moralizantes) y siempre a partir de criterios objetivos y contrastados por la experiencia, entonces habríamos dado un gran paso en el sentido de utilizar la racionalidad de la mente humana para consolidar el autocontrol de nuestros impulsos antisociales mediante el diseño de un entorno que promueva la virtud y la felicidad. Con nuestra inteligencia natural y las posibilidades que la plena confianza entre los individuos abre para la cooperación efectiva, la mente humana podría desarrollar entonces sus plenas capacidades para la transformación del entorno (ciencia y tecnología).

¿Podrían las comunidades religiosas darnos claves sobre la prosperidad humana? ¿Pueden enseñarnos lecciones que mejorarían nuestro bienestar (…)?