domingo, 28 de abril de 2013

"Supercooperadores", 2011. Martin Nowak

  El dilema del prisionero es una especie de experimento mental acerca de la naturaleza humana que consiste en lo siguiente: dos individuos han sido arrestados por presuntamente haber cometido un delito y son sometidos a un interrogatorio durante el cual se les ofrece a cada uno traicionar al otro a cambio de un acortamiento de la pena, lo cual conllevaría, a su vez, una mayor pena para su compañero.

  Tal como se plantea el juego, las opciones son: 

Si ninguno delata al otro y ambos cooperan entre sí, se verán perjudicados por igual con una pena moderada.
Si los dos desertan y no cooperan entre sí, ambos se verán perjudicados con una pena más grave.
La mejor opción, la pena más leve, es para el desertor que traiciona al que se mantiene leal.
La peor opción, la pena más grave, es para el que se mantiene leal mientras el otro lo traiciona.

  ¿Cuál es la actitud más lógica y de qué variables depende que se adopte una u otra?

  Este dilema lo que plantea, en suma, es el conflicto general que se da entre interés particular y cooperación, lo cual supone la raíz de todo problema social, y de ahí su relevancia.

Simplemente, todos sabemos que la cooperación es la mejor forma de obtener beneficios para todos con el trabajo común, sin embargo, todos sabemos que, durante el proceso de cooperación, uno puede eludir el trabajo, hacer trampa, y beneficiarse por igual del trabajo de los demás. De esta forma, el costo es muy bajo y el beneficio alto. Resolver este dilema supone resolver todo el dilema humano hasta límites inimaginables. 

  Martin Nowak ha escrito “Supercooperadores” en buena parte desarrollando algunas de las infinitas variaciones del “dilema del prisionero” mediante la utilización de fórmulas matemáticas en sus aplicaciones estadísticas y combinatorias. El objetivo sería averiguar qué mecanismos lógicos permitirían que predominase la cooperación sobre la “deserción”, es decir, sobre la actitud del prisionero egoísta que, movido también por la desconfianza aparte de por su egoísmo, hace inviable la cooperación perjudicando al semejante y también a sus propios intereses.

En el dilema del prisionero, lo más seguro es desertar, pero a la vez se revela que si ambos eligen la estrategia dominante mejor y más racional (que es desertar), el resultado que obtienen es peor que si cooperan. El dilema muestra el enfrentamiento entre el interés individual (desertar) y el de grupo (cooperar). La cooperación es mejor para todos, pero es contraria al interés individual.

  Quizá lo más valioso de este libro para el lector común no son las disertaciones acerca de complicadas formulaciones matemáticas (cálculo de probabilidades y otras evaluaciones de factores), sino las constantes referencias que se hacen, en relación a éstas, de lo que conocemos acerca del comportamiento humano e incluso acerca de otros hechos de la naturaleza en general (biología y el origen mismo de la vida a partir de un desencadenamiento espontáneo de las reacciones químicas). No es que haya que restar importancia a los cálculos matemáticos en absoluto, ya que estos se demuestran de extraordinario valor en muchas investigaciones biológicas (en las que Martin Nowak ha trabajado con gran brillantez), y por supuesto que también pueden ser aplicados a este tipo de cuestiones de orden social y psicológico, pero, ya que las conclusiones obtenidas no difieren en gran cosa de las observaciones acerca de la condición humana realizadas mediante medios clásicos, lo más interesante es ver cómo estas conclusiones se ven en cierto modo confirmadas por las matemáticas.

Hay cinco mecanismos básicos para favorecer la cooperación a pesar de las tendencias egoístas de la selección natural: reciprocidad directa (quid pro quo), reciprocidad indirecta (reputación), selección espacial (los cooperadores son favorecidos al formar redes y agrupamientos), selección multinivel (selección entre grupos, donde los grupos de cooperadores superan en eficiencia a los grupos de desertores) y selección por parentesco (tendencia a cuidar unos de otros en clave genética: favorecer a los parientes). 

    Estos mecanismos básicos se ven confirmados por la antropología y la psicología, y sus implicaciones invalidan una excesiva confianza en los modelos matemáticos ya que estos dejan de ser fiables debido a la influencia de las circunstancias ambientales y aleatorias en general. 

  En lo que se refiere a la reciprocidad, no está claro aún si existe un “instinto de reciprocidad” (dar algo a cambio de algo de forma instintiva) o si la reciprocidad es un producto cultural, pero en lo que se refiere a la “reciprocidad indirecta” (la reputación) está claro que depende de multitud de factores culturales: el comportamiento del jugador en el dilema del prisionero se ve influenciado por la experiencia de cada uno en episodios similares que se recuerdan: la gente confía en aquel que ha demostrado merecer la confianza en anteriores ocasiones.

  Como el mismo Martin Nowak admite, los criterios de elección a la hora de afrontar el dilema varían según las culturas (culturas nacionales especialmente, pero es de suponer que también a partir de otro tipo de diferenciaciones culturales, como períodos históricos, clase social o grupos de edad). También variarán en base a las ideologías arraigadas. Sin embargo, el mundo emocional, que es la "materia prima" del comportamiento humano, no cambia según las culturas: el lenguaje emocional es universal, y hay que tener en cuenta que lo que hace la cultura es intentar el bloqueo de algunas emociones y el estímulo de otras.

  De ahí también la importancia del mecanismo de “selección espacial”, si bien éste sí que podría ser más mensurable según modelos matemáticos: cooperamos o desertamos según nos encontremos formando grupos grandes o pequeños, según si estos grupos son o no homogéneos, o según si disponemos de capacidad de cambiar de grupo con determinada frecuencia.

  Finalmente, la “selección multinivel” es la base, parece ser, del progreso evolutivo, pues consiste en cómo los grupos compiten unos contra otros y cómo los intereses del individuo que integra cada grupo se ponen al servicio no del interés general, sino al servicio del interés del grupo en el que se está integrado (selección de grupo). Entre otras cosas, se considera que la guerra no sólo permitió el progreso material, sino también el progreso moral al instigar a los individuos a sacrificarse por la victoria de su grupo sobre otro grupo.

  El instinto de selección por parentesco no requiere mayor explicación: se da en todas las especies animales, pero

los seres humanos son los únicos organismos en la tierra capaces de hacer uso de estos cinco mecanismos de cooperación al mismo tiempo, por eso somos "supercooperadores" (el lenguaje mismo existe porque permite extender la reputación, la reciprocidad indirecta).

  En cualquier caso, sí podríamos resaltar algunas conclusiones novedosas que, por lo visto, se hacen evidentes gracias al estudio de los modelos matemáticos aplicados al famoso dilema del prisionero “cooperador-desertor”.

El optimismo, la generosidad y la indulgencia son estrategias que favorecen la cooperación: esto permite dar oportunidades iniciales a los recién llegados y corregir errores que no se atribuyen de forma inmediata a actitudes antisociales (“se ha equivocado, no pretendía aprovecharse”, “lo ha hecho mal, pero lo corregiremos”)

  Lo que podría hacernos pensar que

la evolución podría preparar y desarrollar un comportamiento generoso, altruista, quizás incluso santo, como el de mayor aptitud. Las enseñanzas de las religiones pueden verse como recetas para la cooperación.

  Conviene extenderse un poco acerca de este punto de vista que podríamos considerar optimista: los individuos cooperan si logran crear una reputación que fomente la confianza; es decir, que vale la pena arriesgarse a ser engañado en ocasiones (cooperar con un tramposo) si contamos con experiencia abundante de que la mayoría de quienes nos rodean no suelen engañar, mientras que, si partimos de una actitud de desconfianza porque tendemos a creer que siempre nos están engañando o que siempre están a punto de hacerlo, estamos desaprovechando un gran número de oportunidades de cooperación.

 Es por eso que una actitud generosa, incluso ingenua, puede ser conveniente. Puede haber malentendidos, errores que confundimos con engaños, fallos de comunicación, pero si ante el menor tropiezo actuamos con prevención y nos negamos a cooperar, nos estamos perjudicando injustificadamente.

Si se sigue la regla de no ser nunca el primero en desertar se tiene siempre la oportunidad de establecer confianza entre oponentes.

  Esto es importante porque permite anular la desconfianza básica que implica el principio de que, en el dilema, “lo mejor siempre es desertar”.

   No desertar por sistema permite desarrollar actitudes “ingenuas” en las cuales nos exponemos a ser engañados al dar nuevas oportunidades a un tramposo, pero, si lo pensamos bien, eso es lo que sucede en las sociedades más prósperas del mundo actual, ya que las naciones donde se castiga con más levedad a los delincuentes resultan ser aquellas donde menos delitos se cometen, lo cual, para la persona menos avisada, supone ir contra el sentido común: el texano entusiasta de la pena de muerte cree que liquidando a los asesinos estará más seguro porque disuadirá mediante el terror a futuros delincuentes... y le da exactamente igual la realidad estadística de que en Canadá, donde no hay pena de muerte, se cometen tres veces menos asesinatos que en Texas, cuyas leyes penales son tan duras.

  Este tipo de aplicaciones sociales hace inevitable abordar variantes más complejas del "dilema del prisionero" en las cuales hemos de tener en cuenta, como ya hemos visto, la organización por grupos y por condiciones espaciales, y también las variables de reiteración (la reiteración del juego con los mismos jugadores, que es lo que permite que aparezca el importante factor de la reputación). La variedad más notable del dilema es la del “juego de bienes públicos”.

El dilema del prisionero es un juego para dos personas. Si se añade alguna más, se acaba participando en un juego de bienes públicos.  

El primer ingrediente para la cooperación en un juego de bienes públicos es la información. Si las contribuciones benéficas se hacen públicamente la búsqueda de la reputación tiene un gran efecto.

Se especula sobre si hay estructuras organizativas que favorezcan a los cooperadores sobre los desertores. No se sabe si el origen de las ciudades está en los templos, o si las murallas defendibles fueron las primeras obras comunes de interés público. Otros consideran que el origen de las primeras comunidades modernas llegó con un cambio cognitivo, un nuevo software intelectual. 
 

  Señalemos que en el libro de Nowak parecen faltar dos observaciones acerca del comportamiento humano cooperativo, en tanto que todo comportamiento humano posee siempre aspectos irracionales y emocionales.

    La primera observación que conviene hacer es que las recompensas, los costos y los pagos a los que se hace constante referencia en el desarrollo del “dilema del prisionero” no son siempre de tipo material. Es decir, no todo consiste en salir bien librado en cuanto a meses de cárcel que se evitan, o dólares de ganancia que se obtienen. La “reputación” se crea a veces operando directamente sobre la base emocional humana. De hecho, el factor emocional es importantísimo, y no consiste solamente en una señal que nos permite optar por la esperada recompensa material. Las personas actúan motivadas por la afección, por estímulos psicológicos, y el comportamiento religioso suele estar basado en muchos fenómenos de este tipo. A veces la reputación, el estatus o el prestigio no tienen por qué ser reconocidos socialmente: uno actúa en un ámbito privado, a cambio de bienes de tipo moral, y son este tipo de actitudes las más valiosas a nivel de desarrollar la cooperación social puesto que son materialmente muy poco costosas. Esto es muy parecido a la “selección por parentesco”, sólo que no requiere necesariamente que se dé entre parientes consanguíneos: podemos construir nuestras propias relaciones familiares e incluso extenderlas universalmente, como sucede en las religiones compasivas. Esto podemos relacionarlo con la teoría del "círculo expansivo" de Peter Singer, que el gran divulgador Steven Pinker ha popularizado en varios de sus libros: los comportamientos altruistas y de confianza dentro del reducido círculo de las relaciones familiares van expandiéndose gradualmente fuera del círculo de las relaciones de parentesco para alcanzar a individuos que previamente se encontraban más alejados. En teoría, y según se invita a ello en muchos discursos religiosos y humanistas, el círculo en expansión podría abarcar a toda la especie humana…

  La segunda objeción que puede hacerse al planteamiento en el libro de Martin Nowak es que parece saltarse la irracionalidad del comportamiento humano. Una cosa es señalar el error objetivo de la actitud de selección individual y su “la mejor elección siempre es desertar”, y otra muy distinta son los factores de comportamiento totalmente irracionales, incluso en casos en los que se hace evidente (sea por el mecanismo de reciprocidad directa o indirecta, o por la selección espacial) que lo mejor es cooperar. Hay numerosos factores irracionales que influyen en el comportamiento. Por ejemplo, el amor propio, o el resentimiento, o la agresividad. Martin Nowak sí hace alguna observación de pasada a este respecto, como cuando se refiere a que, en algunos jugadores de determinadas culturas, se observa un gusto por castigar incluso cuando se hace evidente con claridad que esto es contrario al interés propio.

  Martin Nowak se olvida de mencionar la famosa fábula del escorpión y la rana, que era la favorita de Orson Welles: “un escorpión pidió a una rana que lo ayudara a cruzar un río montado en su lomo, la rana le dijo que no quería hacer eso porque el escorpión podría clavarle su aguijón y matarle, a lo que el escorpión respondió que sería estúpido hacerlo, pues entonces no sólo la rana moriría, sino que él se ahogaría con ella; la rana entonces accede, monta al escorpión en su lomo y comienza a nadar cruzando el río, pero a la mitad del trayecto el escorpión le clava su aguijón; antes de que ambos mueran (la rana, envenenada, el escorpión, ahogado), la rana pregunta a su asesino por qué ha hecho algo tan estúpido, y la respuesta es: no pude contenerme, es la naturaleza”.   

domingo, 21 de abril de 2013

"La rama dorada", 1890. J. G. Frazier

  “La rama dorada” ha sido considerado uno de los más brillantes trabajos de la antropología, especialmente si se tiene en cuenta que se escribió en una época aún muy temprana para esta disciplina de las ciencias sociales. Los conocimientos que para entonces habían podido reunirse no eran muchos comparados con los de hoy y, además, había que hacer frente a todo tipo de prejuicios religiosos y raciales que llegaban hasta los mismos ámbitos académicos. Con todo, esta obra clásica nos ofrece una visión general de la naturaleza humana que es aún válida y que consigue hacerse fascinante.

  Aunque se trataría, aparentemente, de una explicación acerca de la magia y la religión, en realidad, el autor comprende que explicar magia y religión equivale a explicar también el ser humano mismo, una empresa que lleva a cabo de una forma en apariencia indirecta, mediante una cuidadosa relación de documentos, de juicios, incluso de historias míticas representativas de todos los periodos históricos durante los cuales ha persistido una misma naturaleza instintiva del ser humano en comunidad.

En último análisis, magia, religión y ciencia no son más que teorías del pensamiento, y así como la ciencia ha desplazado a sus predecesoras, así también puede reemplazarla más tarde otra hipótesis más perfecta, quizá algún modo totalmente diferente de considerar los fenómenos.

  “La rama dorada” se recuerda sobre todo por la formulación explicativa, sencilla e implacable, del fenómeno de la acción humana ante los supuestos hechos sobrenaturales.

Los principios del pensamiento sobre los que se funda la magia son:

   primero, que lo semejante produce lo semejante, o que los efectos semejan a sus causas, 

  segundo, que las cosas que una vez estuvieron en contacto se afectan recíprocamente a distancia, aun después de haber sido cortado todo contacto físico.

El primer principio puede llamarse ley de semejanza y el segundo ley de contacto o contagio.


  Eso es todo lo que hay, lo demás lo pone la misma capacidad humana para la sugestión.

La magia es un sistema espurio de leyes naturales así como una guía errónea de conducta; es una ciencia falsa y un arte abortado
MAGIA TEÓRICA  (La magia como pseudo ciencia) 
MAGIA PRACTICA (La magia como pseudo arte)

El mago primitivo conoce solamente la magia en su aspecto práctico; nunca analiza los procesos mentales en los que su práctica está basada y nunca los refleja sobre los principios abstractos entrañados en sus acciones. Se trata de aplicaciones equivocadas de la asociación de ideas, por semejanza y por contigüidad.


  Al igual que muchos de los primeros pensadores con criterio científico acerca del origen de la sociedad humana, Frazer consideraba que la magia precedió a la religión, algo que hoy está bastante discutido pero que, desde luego, tiene su lógica (“lo semejante produce lo semejante…”)

Una teoría que presupone que el curso de la naturaleza lo determinan agentes conscientes (Religión) es más abstrusa y profunda y requiere para su comprensión un grado más alto de inteligencia y reflexión que la apreciación de que las cosas se suceden unas tras otras tan sólo por razón de su contigüidad o semejanza (Magia).

  A diferencia de otros que vendrán tras él, Frazier no tiene en consideración la utilidad del hecho religioso para facilitar la cohesión social y el avance ético que le es imprescindible. Relaciona más bien a la religión con la percepción de las supuestas causas sobrenaturales de aquello que no es comprensible.

Religión es una apropiación o conciliación de los poderes superiores al hombre, que se cree dirigen y gobiernan el curso de la naturaleza y de la vida humana. 

El  miedo a los muertos es considerado  en general  como la fuerza más poderosa en la formación de la religión primitiva.
 

  Otros autores señalarán, por ejemplo, el fenómeno de los sueños como el origen de las creencias religiosas, pero, en cualquier caso, para Frazer, la religión no está relacionada con el progreso humano, en la misma medida en que tampoco tendría que estarlo la vida sexual o intelectual. El "progreso" parecería estar relacionado más bien con una gradual racionalización a la hora de afrontar los problemas económicos.

El progreso social consiste principalmente en una diferenciación progresiva de funciones, en una división del trabajo. La obra que en la sociedad primitiva se hace por todos igual, se distribuye gradualmente entre las diferentes clases de trabajadores, que la ejecutan cada vez con mayor perfección; y la sociedad en conjunto se beneficia de la especialización creciente. 

   Aparte de darnos a conocer esta visión de la naturaleza humana que todavía hoy es muy valiosa, “La rama dorada”, que es una obra extensa, con diferentes ediciones, nos proporciona un gran número de datos acerca de la “vida primitiva” del ser humano, con observaciones agudas, tomadas en su mayoría de testimonios de los “últimos pueblos salvajes” conocidos en su época, modos de comportamiento que sólo en los últimos siglos y (pocos) milenios han sido alterados por la civilización. Frazer era consciente de que, por muy chocantes que fuesen para sus contemporáneos europeos, tales comportamientos se hallaban mucho más directamente relacionados con la base instintiva humana que la forma de vida civilizada de su propio entorno.

  Algunos ejemplos del amplio contenido del libro: aquí sobre los “primitivos”:

Los hombres primitivos no consideran los milagros como infracciones de la ley natural, no concibiendo la existencia de la ley natural.

Cuando oyeron del Dios cristiano, preguntaron si nunca murió y habiéndoseles dicho que no, quedaron muy sorprendidos y dijeron que debía de ser en verdad un grandísimo dios. (...) Un indio norteamericano aseguró que el mundo estaba hecho por el Gran Espíritu. Habiéndosele preguntado qué Gran Espíritu quería decir, si el bueno o el malo, replicó: “¡Oh! ninguno de ellos, el Gran Espíritu que hizo al mundo ha muerto ya hace mucho. No es posible que viviera tanto tiempo como hasta ahora.”


   Aquí sobre el cambio religioso en pueblos más avanzados:

Otras razas, además de los campesinos europeos, han concebido el espíritu de la cosecha como incorporado a hombres y mujeres vivos o representados por ellos. Cuando los hombres emergen del salvajismo la tendencia a humanizar a sus dioses va ganando fuerza, y cuanto más humanos los hacen, más ancha es la brecha que los separa de los objetos naturales, de quienes primeramente fueron los espíritus animadores o almas.
 

  Aquí sobre las antiguas civilizaciones y su conexión con las religiones cristianas:

El culto de Mitra parece tener muchos puntos de semejanza no tan sólo con la religión de la madre de los dioses, sino también con el cristianismo, combinando un ritual solemne con aspiraciones de pureza moral y esperanza en la inmortalidad. La semejanza extrañó a los mismos doctores cristianos, que la explicaron como obra del diablo.
  

El culto de Isis fue uno de los más populares en Roma y en todo el imperio. Apelaban a él los espíritus apacibles y sobre todo las mujeres, a quienes los ritos sangrientos y licenciosos de otros dioses orientales sólo les perturbaban y repelían. Su ritual majestuoso, sus afeitados y tonsurados sacerdotes, sus maitines y vísperas, su tintineante música, su bautismo y sus aspersiones de agua bendita, sus procesiones solemnes y sus imágenes enjoyadas de Madre de Dios, presentaron muchos puntos de semejanza con las pompas y ceremonias del catolicismo. El parecido no debió de ser puramente accidental

    Junto a tales observaciones, realmente impactantes, también nos encontramos en “La rama dorada” con una serie de juicios que hoy tendríamos que considerar con cierto criticismo.

En general puede decirse que todos los animales considerados como impuros fueron originalmente sagrados; la razón de no comerlos estaba en su divinidad.

En las antiguas religiones occidentales los ciudadanos dedicaban su vida al servicio público y estaban dispuestos a sacrificarse por el bien común; y si retrocedían ante el supremo sacrificio, obraban vilmente prefiriendo su existencia personal a los intereses de su país. Todo esto cambió por la difusión de las religiones orientales, que inculcaron la comunión del alma con Dios y la salvación eterna como único objetivo valioso en esta vida, fin que comparativamente anonadaba en la insignificancia la prosperidad y aun la existencia del estado. El resultado inevitable de esta doctrina inmoral y egoísta fue alejar cada vez más al creyente del servicio público, concentrando sus pensamientos en las emociones espirituales propias y engendrando el desprecio de la vida presente

  Y quedan para el final unas observaciones hacia lo que más adelante se denominarán las “religiones compasivas” (propiamente, acerca de Buda y Jesús):

Los austeros ideales de santidad que ellos inculcaron eran profunda y demasiado opuestos no sólo a las flaquezas sino también a los instintos naturales de la humanidad para poder ser llevados a la práctica por más de un escaso número de discípulos que, en conformidad con los ideales, renunciaron a los lazos de familia y de patria para ganar su salvación en la callada reclusión del claustro. Para que tales credos pudieran ser nominalmente aceptados por naciones y aun por el mundo entero, era menester que antes fuesen modificados de acuerdo, en alguna medida, con los prejuicios, pasiones y supersticiones del vulgo.

domingo, 14 de abril de 2013

"La religión no es acerca de Dios", 2005. Loyal Rue

  El libro del historiador de las religiones Loyal Rue consiste en una descripción de la religión, sus funciones y su significado en la que no aparece valoración alguna sobre el teísmo y el sobrenaturalismo. Desde luego, no se trata de un libro ateo en el sentido de que, a diferencia de "El espejismo de Dios" de Richard Dawkins, no milita en la oposición al teísmo en un sentido polémico, pero, al igual que los libros de la historiadora de las religiones Karen Armstrong, y parafraseando al famoso astrónomo Laplace: “para probar sus teorías no necesita para nada de Dios”.

La cuestión de la existencia de Dios simplemente no entra dentro del asunto de la comprensión de los fenómenos religiosos. Tanto el planteamiento de la existencia como el de la no existencia de Dios son perfectamente compatibles con la consideración de que "religión" consiste, en esencia, en actuar sobre los resortes de la naturaleza humana.

 El libro está dividido en tres partes y un prólogo. Lo más interesante de todo es el prólogo y la primera parte (“Sobre la naturaleza humana”) puesto que contienen una descripción racional del fenómeno religioso desde el punto de vista psicológico, biológico y antropológico. La segunda parte repasa las principales tradiciones religiosas y la tercera parte podría considerarse sólo una anécdota inofensiva, al ofertar la supuesta conveniencia de una religión futura del tipo "naturalismo religioso", una especie de creencia “New Age” que no implicaría grandes cambios en la conducta ética de los “creyentes”. 

  Sin embargo, según la definición de religión que el mismo Loyal Rue nos presenta, ésta sería algo mucho más transformador:

La religión trata de manipular nuestros cerebros a fin de que podamos pensar, sentir y actuar en formas que sean positivas para nosotros, tanto individual como colectivamente, influenciando a los módulos neurales para el beneficio de la plenitud personal y la coherencia social.

  Estos dos supuestos objetivos a alcanzar en la vida humana (plenitud personal y coherencia social) los describe Rue así:

Plenitud personal existe cuando un individuo es capaz de maximizar la satisfacción del interés propio con un mínimo de conflicto mental. La coherencia social existe cuando hay una máxima cantidad de solidaridad y cooperación entre los individuos en un grupo.

  El secreto para alcanzar estas metas simultáneamente sería, por tanto, construir las condiciones que maximicen la confluencia, o la coincidencia, del interés propio entre individuos. Planteado así el asunto, el libro comienza a describir la psicología racional y emocional del ser humano, e incluso se atreve a afirmar una distinción entre el comportamiento humano y el de nuestros primos los grandes simios (algo que muchos científicos dudan que pueda llegar a hacerse, pues la diferenciación no sería en realidad más que una cuestión de grado):

Las emociones secundarias (incluyendo la culpa, el orgullo, los celos, la envidia, el remordimiento, la compasión y otras) están más allá del alcance de la experiencia de los primates que carecen de la capacidad humana para la memoria de trabajo.

  De modo que lo propiamente humano desde el punto de vista intelectivo sería esta “memoria de trabajo”:

La memoria de trabajo está condicionada genéticamente para procesar información que ha sido almacenada recientemente o repetidamente en los sistemas de memoria, o que ha sido marcada por experiencias inusualmente emotivas.

  De hecho, esta “memoria de trabajo” sería también el origen de la autoconciencia humana, el “yo” mismo, y es en este ámbito en el que actuaría nuestro complejo sistema emocional, siempre comunitariamente compartido dentro de una cultura determinada.

El desafío último para cualquier tradición cultural es, en consecuencia, encontrar un medio práctico y simbólico para asegurar que las virtudes emocionales adquirirán los marcadores de prioridad adecuados.

  ¿Y qué es una emoción?

Esencialmente, una emoción es un estado temporal de sentimiento que adquiere contenido narrativo y conduce a una predisposición a actuar. Los sucesos emocionales son descritos como un proceso iniciado por cambios biológicos internos y que son apreciados en términos de significado narrativo por dinámicas psicológicas que pueden ser extensamente influenciadas por factores culturales.

  Y en cuanto a su manifestación

Una emoción es un estado sorpresivo que motiva a un individuo para emprender una acción relativa a una meta.(…) Las emociones pueden modular la intensidad del dolor y el placer

  Pasamos entonces a la consecuencia de esta peculiaridad de la manipulación compleja de las emociones a cargo de la “memoria de trabajo”, que sería lo que nos hace humanos.

Nuestra originalidad como especie yace en nuestra especial habilidad para diseñar sistemas simbólicos para la mediación del comportamiento. Esta habilidad ha liberado las constricciones en nuestro comportamiento, dando lugar a una gran variedad de estrategias adaptativas que sobrepasan con mucho la de las otras especies.

  Llegamos así a la aparición de la “cultura” como consecuencia necesaria de la neurobiología humana (y aquí se acepta la invención de Richard Dawkins de los "memes", como elementos básicos en la evolución cultural que se transmiten de unas generaciones a otras, equivalentes a los “genes” en la evolución biológica).

Una vez se cruzó el rubicón de la referencia simbólica, las reglas del juego de la adaptación cambiaron. La esencia de la selección cambió de las variaciones biológicas (genes) a las variaciones culturales (memes). La evolución sería ahora menos acerca del cerebro que acerca de los símbolos que usa el cerebro. (…) Las virtudes emocionales de una tradición cultural son su más distintivo -si bien elusivo- rasgo. Hay muchos elementos distintivos en cualquier tradición cultural, por supuesto, pero las virtudes emocionales son las más difíciles de aprender para un extraño.

La tarea consiste en hacer que la memoria de trabajo dé prioridad a las virtudes emocionales, asegurando que prevalezcan en el proceso de confrontación, y los hechos culturales describen el comportamiento en tanto que éste se encuentra organizado por información codificada en símbolos.

No se pueden almacenar sentimientos en la memoria, pero se pueden almacenar imágenes que producen sentimientos. Y una vez almacenadas en la memoria pueden ser llamadas a participar en la construcción de nuevos objetos mentales de manera que evoquen algo muy similar a la experiencia original. Operaciones como ésta son, por supuesto, altamente adaptativas. En consecuencia, no es la conciencia la que es adaptativa, sino más bien el poder para crear, almacenar y reencontrar imágenes secundarias. La misma conciencia es meramente un interesante efecto secundario de esta operación.

  Por lo tanto, y como consecuencia de su función adaptativa, la cultura no es algo inamovible, es algo que se transforma de acuerdo con las necesidades de la comunidad humana.

Las culturas deben diseñar estrategias para seleccionar un núcleo central de ideas acerca de cómo son las cosas (cosmología) y qué cosas importan (moralidad).

  Y así, al desarrollar las estrategias de adaptación cultural a partir de la necesidad de una cosmología y una moralidad, llegamos a la religión

Las tradiciones religiosas pueden ser vistas como escuelas para educar las emociones. Las emociones pueden ser definidas y clasificadas en términos de su capacidad para regular las relaciones sociales por medio de sus funciones para comunicación y motivación.

La función terapéutica de la religión es transformar al individuo de una orientación centrada en sí mismo a una centrada en la realidad. 

Las metas egoístas que se han perseguido son desplazadas por nuevos compromisos y la autoestima se enlaza a proyectos que avanzan por el bien común.


  ¿Qué rasgos comunes característicos tienen las distintas religiones?

Cada tradición religiosa muestra un núcleo narrativo, un mito que integra cosmología con moralidad mediante la fuerza unificadora de una metáfora raíz.

  Por ejemplo:

Los cristianos pretenden típicamente que el amor es la esencia de la realidad divina y que la culpa está en el corazón de la condición humana. Los budistas señalan a las ataduras emocionales como la fuente de todo el sufrimiento, y la compasión como la principal virtud del Buda.
 

  Es decir, que las culturas moralizan la vida emocional al definir ciertos trazos emocionales como virtuosos y otros como reprochables. La antropología nos proporciona numerosos ejemplos de ello, si bien puedan parecernos un tanto superficiales (algo inevitable al tratarse de cuestiones tan complejas…)

Sociedades tradicionales que tienen una alta tolerancia de la agresión (Kaluli, Ilongot y Beduinos, por ejemplo) tienden a ver la tristeza como evidencia de impotencia y pasividad, y en consecuencia desarrollan estrategias para transformar la tristeza en ira y agresión. Los tahitianos, no agresivos, también rechazan la tristeza porque debilita el sentido de impulsividad y energía necesarias para los proyectos individuales y sociales.

  La conclusión de todo esto es que contamos con elementos suficientes como para comprender la necesidad que la humanidad ha tenido de la religión durante todo su periodo de desarrollo civilizatorio, como instrumento de adaptación cultural a medida que la sociedad se enfrentaba a nuevos desafíos. Dada la complejidad de la sociedad actual, queda por ver si serán necesarios hoy los mismos métodos de desarrollo de medios de adaptación cultural, o si han de modificarse las estrategias propias del sistema religioso o si han de surgir formas de adaptación cultural completamente nuevas.

   Lo que está claro es que elementos que han jugado en ello un papel primordial hasta ahora (cosmología y moralidad) siguen estando presentes como pautas culturales. Nuevos desafíos exigirán nuevas estrategias. Quizá nuevas religiones o quizá no.

  Pero de seguro que, entre las opciones que puedan surgir, la solución no será el “naturalismo religioso” que promueve el mismo Loyal Rue…

domingo, 7 de abril de 2013

"Los orígenes de la civilización”, 1936. Gordon Childe

  Arqueología o antropología, “Man makes himself” (“el hombre se hace a sí mismo”) que es el título original de “Los orígenes de la civilización”, es un libro de divulgación científica para el gran público escrito en una época tan crítica para la historia del siglo XX como fue el período de entreguerras. Esto se hace evidente en algunas de sus carencias, pero al mismo tiempo le da un valor especial, porque la idea de evolución de la humanidad, del progreso y el sentido de la Historia humana eran cuestiones en absoluto restringidas a las élites cultivadas de la época. El mismo libro menciona

la filosofía fascista, expuesta más abiertamente por Herr Hitler… que identifica el progreso con una evolución biológica concebida en forma mística.

   Y es que tal fenómeno no era algo aislado, sino que se relacionaba con las especulaciones de la eugenesia y con las ideas imperialistas referentes al “progreso” y las de lucha de clases del marxismo, todas ellas generadas a su vez a partir de una determinada ideología global, propia de la época, que llegó a ser difundida a las masas arropándose, supuestamente, en el prestigio de la ciencia.

  Pero no fueron ciertamente los científicos los responsables de estas ideas. Los científicos, en su gran mayoría honestos y equilibrados, buscaban iluminar el camino a quienes, tras ellos, realizaban los diseños ideológicos, pero estas interpretaciones posteriores siempre se encontraban dependiendo de cosas mucho menos diáfanas que la luz aportada por el minucioso trabajo de los especialistas.

  En el caso de “Los orígenes de la civilización” son los datos arqueológicos los que quedan a disposición de los eruditos y estudiosos a fin de que pueda hallarse una definición aproximada de la naturaleza humana y de las posibilidades de mejora social en el futuro. 

  ¿Existe el “progreso”?: lúcido y precavido, Gordon Childe no niega esta posibilidad, aunque la determinación de tal asunto quedaría fuera de la ciencia, lo que acaba forzando formulaciones ambiguas. Al menos, el aumento de población y el triunfo de la especie humana sobre los otros vertebrados superiores pueden interpretarse como una forma de progreso, de éxito biológico del Homo Sapiens.

  Sigue sin estar claro qué fue lo que llevó al ser humano a realizar sus proezas culturales (aparición de la tecnología, el arte, nuevas formas sociales, la escritura, la ciencia…) y, a falta de otra cosa, nos atendríamos a la mayor abundancia de alimentos así obtenidos. Pero incluso esto es hoy discutido cuando se ha descubierto que los cazadores-recolectores no se alimentaban tan mal, de que disponían de más horas de ocio y de mayor abundancia de grasa y proteínas que los primeros agricultores. Y la consideración de que el mero aumento de la población derivado de la práctica de la agricultura hubiera sido el auténtico incentivo para un cambio tan fundamental implicaría otras preguntas, ¿para qué era deseable desde el punto de vista biológico el aumento de población? Esta respuesta no podemos obtenerla del libro de Gordon Childe.

  Una idea que sí se nos plantea es la crítica al “conservadurismo”. Según Childe

La carga muerta de conservadurismo que es, en gran manera, una aversión cobarde y perezosa a la actividad enérgica y penosa del verdadero pensamiento, ha retardado indudablemente el progreso humano.(…) El progreso ha consistido fundamentalmente en la mejora  y en el ajuste de la tradición social transmitida por medio del precepto y el ejemplo.

  Así tenemos que el autor, a pesar de sus dudas iniciales, sí parece tener una cierta idea de lo que es el progreso (“mejora de la tradición social”),  que equivaldría al desarrollo de la tecnología, el pensamiento abstracto y una forma de vida más cooperativa y cómoda para los individuos.

   Sin embargo, hay una contradicción entre algunos elementos de los que se destacan como fundamentales en la civilización y otros que resultarían ser obstáculos. Por una parte, para que exista desarrollo tecnológico es imprescindible que exista una previa acumulación de capital, es decir, que se produzcan recursos económicos sobrantes que a su vez permitan a algunos individuos dedicar su tiempo a tareas propias del “obrero especializado” (constructor, metalúrgico, carpintero). Sin embargo, para que esta acumulación se dé, parece inevitable la división de la sociedad en clases, de modo que unos poderosos, en lugar de repartir sus excedentes, los concentren en su poder a fin de poder utilizarlos en base a su propio criterio.

  Así, se nos dan los ejemplos de las dos grandes civiizaciones de la Antigüedad, Egipto y Mesopotamia: en cada una se crearon estructuras de poder que permitieron acumular recursos suficientes para emprender obras públicas. En Mesopotamia predominaba el poder de los sacerdotes y en Egipto existía un monarca que, supuestamente, habría sido en un principio un hechicero exitoso y carismático.

El progreso fue sólo posible gracias a la acumulación de capital por las clases privilegiadas y el poder real o sacerdotal. La concentración de riqueza supuso también la degradación económica de la masa de la población. Las obras públicas pudieron mejorar el sector primario, pero los campesinos quedaron colocados a una situación social equivalente a la de esclavos o siervos. La sociedad se dividió en clases económicas, de forma mucho más visible que en el neolítico.

  Y he aquí la paradoja:

La división de clases debe de haber retardado el progreso. Difícilmente se podía esperar que las clases dirigentes patrocinaran la ciencia racional.
 

  Podemos aceptar, también hoy, que esta situación de callejón sin salida condenase a las civilizaciones egipcia y mesopotámica a la extinción, al ser vencidas por otras que desarrollarían formas sociales más flexibles.

  Pero quizá Childe se excede un poco al oponer el conservadurismo del mundo mágico de las antiguas religiones a una idea de “progreso” y “ciencia racional” más moderna. Recordemos que la “magia” era para aquellos hombres tan racional como la ciencia actual lo es para nosotros. Al no tener a un Newton o a un Einstein que impusieran sus descubrimientos como revelaciones, habían de conformarse con sus tradiciones míticas.

   Con todo, en el libro se nos informa de varios detalles realmente notables en cuanto al desarrollo del conocimiento racional. Por ejemplo, que los antiguos cirujanos parecen haber estado mucho más adelantados que sus contemporáneos médicos, ya que, mientras que los médicos atribuían toda enfermedad a brujería (igual que hacían los cazadores-recolectores), los cirujanos  tomaban una actitud muy diferente:

Se conservan tratados de cirugía, sin fórmulas mágicas, con observaciones objetivas y que confían enteramente en remedios materiales y manipulaciones.

   Y es que los cirujanos tenían un estatus inferior al de los médicos, y se les consideraba trabajadores manuales especializados, alejados de la sabiduría de la magia y la religión (no hemos de olvidar que el obrero manual, en general, era despreciado en esta época mientras que eran el soldado, el sacerdote y el escriba los que recibían el prestigio).

  Otro detalle interesante es éste:

Un alto funcionario egipcio de 1500 AC se jactó de haber descubierto la relación de diferencia entre la duración de la noche durante el invierno y el verano. Es notable que la invención se debiera a un funcionario que no tenía tal cometido por profesión y que se enorgulleciera por ello.

  Esto supondría “indicios de progreso” que civilizaciones menos conservadoras continuarían: civilizaciones en las cuales la profundización en los conocimientos técnicos no estaría meramente relacionada con la resolución de problemas prácticos, siempre subordinados a un sistema ideológico irracional, sino con un genuino deseo de saber en tanto que la sabiduría racional sería merecedora de prestigio.

  Un aspecto positivo de esta obra de divulgación de Gordon Childe es que no cae, como muchos libros de esta época, en la debilidad de amontonar juicios admirativos ante las conquistas de las primeras civilizaciones, sino que, por el contrario, el autor no se olvida de señalar las insuficiencias de los conocimientos de la época, como el que, en el intento de resolver problemas aritméticos con aplicaciones prácticas, los babilonios hicieran equivaler el valor de “pi” al número tres (número entero), o que los egipcios, para escribir la cifra “879” necesitasen veinticuatro signos distintos. 

  Y entre los “progresos”, se añade la observación de que la domesticación de animales pudo haber llevado al descubrimiento de la esclavitud por la regla de tres de que los hombres también podían domesticarse, aunque se olvida el mencionar que el descubrimiento de la ganadería conllevó algo quizá incluso peor que eso: la aparición de las epidemias.

    Finalmente, subrayemos algunas peculiaridades de este libro escrito en 1936 con respecto a nuestros conocimientos actuales.

La generalización de las tumbas de grandes piedras se explica de un modo plausible como repercusiones de las creencias por aquel entonces formuladas en Oriente. (…) Emplear las religiones bárbaras contemporáneas como testimonios de la religión de Egipto o Próximo Oriente hace 5000 años sólo sería posible si quedara eliminada la difusión de las ideas. 

  Esto es un error muy grave. Atribuir la construcción de grandes monumentos como consecuencia de la “difusión de las ideas” implica omitir por completo la aparición de creaciones similares en la América precolombina. De hecho, algunos hablan de estas civilizaciones del otro lado del Atlántico como “El otro planeta Tierra”, ya que su evolución independiente nos proporciona una formidable oportunidad de estudiar el desarrollo humano en experiencias paralelas bajo condiciones medioambientales diferentes. En realidad, hoy ya no podemos tener dudas al respecto de que construir pirámides es una tendencia innata del hombre civilizado tanto como descubrir la escritura, la astronomía y el número cero, invención esta última que conocían los mayas y que, según se nos informa en este libro, los mesopotámicos no llegaron a descubrir hasta el año 1.000 antes de Cristo.

  Otros “errores” nos pueden incluso hacer reír (aunque la cosa no tiene tanta gracia si pensamos en cuál era la realidad propia del mundo del año 1936), como es el caso de esta observación referida a los primeros trabajos de alfarería que habrían estado a cargo, supuestamente, de las mujeres:

Las mujeres son particularmente desconfiadas cuando se trata de innovaciones radicales.

  En un sentido muy diferente, nos resulta llamativo y representativo de la época el siguiente párrafo:

Se supone que la evolución de nuevas formas de vida y de nuevas especies de animales es el resultado de la acumulación de cambios hereditarios en el plasma germinativo. (La naturaleza exacta de estos cambios es algo que se encuentra tan oscuro para los científicos, como pueden serlo las palabras “plasma germinativo” para el lector ordinario).

   Lo valioso de esta mención al “plasma germinativo” es que el desconocimiento en 1936 de la constitución biológica de la genética en general y del ADN en particular, no impedía dar por sentado el mecanismo de la evolución.

  En el libro tampoco falta la mención al cráneo de Piltdown (famoso fraude de la paleoantropología temprana), datos erróneos sobre todo en lo que se refiere a la antigüedad del período paleolítico, y el que se utilice varias veces el término “raza” en los casos en que hoy utilizaríamos los de “pueblo” o “cultura” que serían para nosotros mucho más tolerables. Sin embargo, todo este libro ya partía de una idea acerca de la evolución de las culturas equiparable a la actual, y todavía hoy podemos extraer de él numerosos datos valiosos que pueden ayudarnos a la hora de intentar comprender la naturaleza humana.

martes, 2 de abril de 2013

“La tabla rasa” , 2002. Steven Pinker

   Steven Pinker, psicólogo de Harvard, es uno de los más destacados divulgadores científicos actuales acerca de la apasionante cuestión de la "naturaleza humana” y, de entre sus muchos libros, quizá “La tabla rasa” es el más popular de todos ellos. En él aborda temas como la educación, la violencia, el feminismo y el orden social, es decir, todo lo abordable dentro de lo que supone una reflexión bastante completa acerca de nuestro mundo y su futuro.

  Pero la hilazón de este extenso y documentado comentario (no falto de muy personales opiniones) es la crítica a lo que llama la “teoría de la tabla rasa”:

La idea de que la mente humana carece de una estructura inherente y que la sociedad y nosotros mismos podemos escribir en ella a voluntad.

  Esta teoría la relaciona Pinker con el optimismo de la era científica y la Ilustración: de una sociedad fijada en las tradiciones, que asignaba cruelmente a cada uno su lugar inamovible por causa de su nacimiento (condición de raza, sexo, clase social), pasamos a un mundo donde

cualquier diferencia que se observe entre las razas, los grupos étnicos, los sexos y los individuos procede no de una diferente constitución innata, sino de unas experiencias distintas.

   De ahí surge la idea de que mediante la ayuda de la ciencia, la fuerza de voluntad y la efectiva acción social, cualquier obstáculo al desarrollo humano podría ser superado, ya que el punto de partida siempre será la virtud natural del ser humano, lo que nos lleva, inevitablemente, a la idea del “Buen Salvaje”: 

La creencia de que los seres humanos, en su estado natural, son desinteresados, pacíficos y tranquilos, y que males como la codicia, la ansiedad y la violencia son producto de la civilización. 

  Durante buena parte del siglo XX los científicos sociales se acogieron a esta visión de la naturaleza humana que contaba con un notable componente democrático al considerar que todo individuo, nacido pobre o rico, de una u otra raza, de uno u otro sexo, podía alcanzar el mismo desarrollo intelectual y moral, y que para conseguir esto sólo teníamos que mejorar las condiciones sociales y establecer la pedagogía y la tecnología adecuadas.

  Pero esta visión también contaba con un componente autoritario, pues el control del entorno podía asimismo manipular a cualquier individuo a fin de que sirviera a fines interesados…

    Para Steven Pinker (entre otros muchos), este juicio acerca de la influencia del entorno en el comportamiento humano (relacionado con lo que puede también denominarse “ambientalismo”) está muy alejado de la realidad, y hoy ya contamos con conocimientos suficientes como para determinar unas cuantas cosas acerca de la naturaleza innata del Homo sapiens. Gracias a tales conocimientos nos es posible deshacer otros tantos equívocos al respecto, referidos, por cierto, no sólo al ser humano, sino también al conjunto de nuestros parientes, los animales irracionales.

La falacia naturalista es la creencia en que todo lo que ocurre en la naturaleza es bueno. (…) [Pero] el infanticidio, el fratricidio y la violación se pueden observar en muchos tipos de animales; la infidelidad es habitual incluso entre las especies llamadas «de pareja»; se puede esperar el canibalismo en todas las especies que no sean estrictamente vegetarianas; las focas leopardo matan a los pingüinos por diversión; la muerte debida a peleas es más común en la mayoría de las especies animales que en la mayor parte de las zonas urbanas deprimidas de Estados Unidos

  Y concretamente en el caso de los seres humanos, sabemos que el principal obstáculo a la cooperación y, por tanto, al desarrollo social, que es la violencia, también tiene un origen innato, y que existe una herencia genética, sobre todo en los varones, que nos hace agresivos en mayor o menor medida. Desde luego, también sabemos, de acuerdo con los registros antropológicos, que no hay ni nunca ha habido “buen salvaje” alguno, sino que, muy al contrario, el hombre no civilizado es mucho más violento que el civilizado, y sin más motivo para ello que el satisfacer sus necesidades ilimitadas de alcanzar la superioridad sobre sus semejantes en estatus social y posesión de mujeres (existe, en todo caso, una reserva en este tema en cuanto a la posibilidad de una muy escasa actividad bélica en el Paleolítico). 

  Pero “La tabla rasa” es un libro que no se limita en absoluto a polemizar acerca de estas teorías “ambientalistas”, ya que el autor nos proporciona al mismo tiempo todo tipo de informaciones valiosas y sorprendentes que se refieren a lo que se sabe, hasta el momento, de las características propias del comportamiento humano innato.

  Así, Pinker aborda la cuestión de qué es lo que propiamente convierte en humano el comportamiento de cada individuo, distinguiendo así su conducta de la de otros animales, tema éste que resulta esencial a  la hora de fundamentar nuestras normas éticas. 

Algunos filósofos morales intentan trazar una línea divisoria y equiparan la condición de persona con la posesión de los rasgos cognitivos que resulta que poseen los humanos. Entre ellos están la capacidad para reflexionar sobre uno mismo como un locus continuo de la conciencia, para elaborar y saborear planes para el futuro, para temer la muerte y para expresar la decisión de no morir. A primera vista, esa divisoria es atractiva porque coloca a los seres humanos a un lado y a los animales y los embriones al otro. Pero también implica que nada hay de malo en matar a los recién nacidos no deseados, a los ancianos seniles y a los disminuidos mentales, que carecen de esos rasgos cualificadores. 

  Sea dicho de paso que la objeción levantada por Pinker en la última frase es acorde con muchos usos culturales: el infanticidio de los recién nacidos es habitual en casi todas los pueblos primitivos y hoy se debate abiertamente el reconocimiento legal de la eutanasia. La polémica de estos casos quizá tendría más que ver, no tanto con las peculiaridades de la inteligencia humana, sino con implicaciones éticas “colaterales”, referidas sobre todo a la implicación emocional de quienes tomen parte en esas cruentas actuaciones: hoy se acepta el aborto con normalidad, mientras que nos horrorizamos si alguien arroja a un recién nacido a la basura... comportamiento que era tan aceptable como el aborto en la muy civilizada Grecia clásica.

  Otras características psicológicas que podrían ser propiamente humanas:
 
La composicionalidad es la capacidad de considerar un pensamiento nuevo y complejo que no es sólo la suma de los pensamientos simples que lo componen, sino que depende de sus relaciones. El pensamiento de que los gatos cazan ratones, por ejemplo, no se puede aprehender activando cada una de las unidades de «gatos», «ratones» y «cazar», porque este patrón podría servir igualmente para ratones que cazaran gatos.

Los científicos cognitivos creen que la capacidad para albergar proposiciones sin creérselas necesariamente -para distinguir «John cree que existe Santa Claus» de «Existe Santa Claus»- es una capacidad fundamental de la cognición humana

  Y otra notable información acerca de la mente humana que nos proporciona Steven Pinker en su libro es la que se refiere al fenómeno de la “reducción de la disonancia cognitiva»:

Es el proceso por el que las personas cambian cualquier opinión que convenga para conservar una autoimagen positiva. Equivale al autoengaño, que es una de las raíces más profundas de los conflictos y la locura humanos.

  Por lo demás, al abordar cuestiones tan críticas, es inevitable que se adopten posiciones polémicas de acuerdo con una visión personal:

Lo que es bueno para uno (la beligerancia) es malo para ambos, pero lo que es bueno para los dos (el pacifismo) es inalcanzable si ninguno puede estar seguro de que ésa sea la opción del otro.

  Es un principio que podría aplicarse a cualquier desventaja: nadie puede estar seguro de nada con respecto a lo que haga otro, pero aprendemos a confiar de acuerdo con las costumbres de nuestra cultura, y de lo que trata el pacifismo es de dar los primeros pasos que permitan cambios culturales en el sentido de alcanzar “lo que es bueno para los dos” de forma parecida a otros que ya se han dado y sobre los cuales el mismo Steven Pinker nos ilustra en su libro.

  Propiamente, se nos aportan noticias acerca de la teoría del “círculo expansivo” de Peter Singer, según la cual

las personas han extendido sistemáticamente la línea de puntos mental que abarca las entidades que se consideran dignas de consideración moral. El círculo se ha extendido de la familia y el pueblo al clan, la tribu, la nación, la raza, y más recientemente (como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) a toda la humanidad.  

  El pacifismo no supondría entonces más que extender el círculo hasta sus últimas consecuencias futuras, con independencia de que nos esto nos pueda parecer hoy tan inconcebible como la declaración universal de los derechos humanos le hubiera podido parecer a cualquier jurista de la Roma clásica.

  Y todo esto, sin menoscabo de una aproximación realista a los inconvenientes del mundo real:

En la naturaleza del hombre encontramos tres causas principales de las peleas. En primer lugar, la competencia; segundo, la inseguridad; tercero, la gloria.

Estudios sobre la guerra en las sociedades anteriores a la creación del Estado confirman que no es necesario que los hombres padezcan una escasez de alimentos o de tierras para entregarse a la guerra

  Observemos que esta gratuidad de la violencia tiene su origen en principios irracionales: la competencia es menos productiva que la cooperación -como puede comprobarse a simple vista-, la inseguridad nace de la escasez, que a su vez puede remediarse con la cooperación, y la gloria depende exclusivamente de una convención cultural que puede ser cambiada a voluntad. El mismo Pinker reconoce que el origen de los conflictos sociales suele estar en la “trampa hobbesiana”, enunciada por el famoso filósofo pesimista del siglo XVII Thomas Hobbes: todos tendemos a armarnos e incluso a atacar preventivamente ante la mera sospecha de vernos amenazados, actitud que, al extenderse, crea una situación de conflicto inevitable.

  En un sentido parecido, viene dada la explicación del altruismo que compensa la agresividad:

La generosidad social procede de una compleja serie de pensamientos y sentimientos cuyas raíces están en la lógica de la reciprocidad.

  Esta idea de “reciprocidad” presupondría la existencia de todo un instinto humano que no sería entonces de origen cultural. 

  Pinker, por eso, no cree mucho en el altruismo en sí, prefiriendo hablar de “altruismo recíproco”, concepto éste que resulta un tanto sospechoso: ¿uno puede llamarse “altruista” cuando actúa sólo guiado por el interés de que será correspondido? El mismo Pinker, sin embargo, tiene que reconocer que un puro altruismo (sacrificio del que no espera recompensa, lo cual excluye la “reciprocidad”) se da en todas las culturas humanas (también en muchos animales), incluso si eso supone que el altruista no sobrevive para tener la oportunidad de dejar su herencia genética a sus descendientes, ya que, en tal caso, la herencia logra igualmente transmitirse gracias a la dotación genética compartida por todos los parientes que se han beneficiado del sacrificio del altruista (esto es lo que suele llamarse el principio de la “adaptación inclusiva”-inclusive fitness). 

  Esto implicaría, pues, que el altruismo “puro” ("no recíproco”) existe y que, por tanto, puede fomentarse culturalmente y hasta extenderse genéticamente cada vez en mayor medida (por ejemplo, a medida que los sacrificios de los altruistas no sean ya tan extremados que limiten la transmisión de su herencia). 

  Y es que, cuando acabamos dándonos cuenta de que Pinker justifica la pena de muerte y rechaza el pacifismo, nos encontramos también con que su idea “pesimista” sobre la naturaleza humana (pesimista en tanto que no podemos manipular infinitamente tal naturaleza mediante medios culturales de control del entorno) parece un tanto tendenciosa y cargada de ideología. 

  Si se admite que las culturas han pasado de una extrema violencia entre los cazadores-recolectores (que son quienes nos han dejado la herencia genética que nos convierte en aquello que somos) a una extraordinaria disminución de la violencia en las sociedades modernas (menos guerras, gran descenso de la criminalidad, aumento del altruismo), entonces no se entiende por qué se da por sentado que existe un límite, en alguna parte, a la reducción de la violencia. Excepto que pensemos que nuestra forma social actual es inmejorable en el futuro (¿por qué hoy es inmejorable y hace cien años no lo era?).

  Pinker, por ejemplo, no relaciona la alta criminalidad en Estados Unidos con la pena de muerte que sigue existiendo en este país (y cuya inexistencia en los países de baja criminalidad debería demostrar lo inútil que es) y expone esta necia opinión:

«No hará que la víctima resucite», dicen quienes se oponen a la pena de muerte, pero lo mismo se puede afirmar de cualquier forma de castigo. 

   Claro, por supuesto, pero sucede que la pena de muerte no es “cualquier forma de castigo”, de la misma forma que el uso sistemático de la tortura o el exterminio de familias enteras por el delito cometido por uno de sus miembros tampoco son “cualquier forma de castigo” y han sido generalmente rechazadas en muchas culturas (tras larguísimos periodos en las que fueron muy bien aceptadas) una vez la resistencia conservadora fue vencida (es decir, una vez fue vencida la resistencia de actitudes equivalentes a la de Steven Pinker). De hecho, precisamente lo que cuestionan los opuestos a la pena de muerte es la necesidad de que existan castigos que hacen inviables las alternativas de corrección no punitivas.

  La evolución cultural consiste en el conocimiento y desarrollo de las opciones sociales, y, por lo tanto, el pacifismo tiene tanto sentido como las leyes punitivas moderadas en la medida en que ambas pueden ser igualmente aceptadas socialmente. Considerar el riesgo de que el otro no sea pacifista es como considerar el riesgo de que un asesino actúe según el pensamiento de que vale la pena matar en un país donde el castigo máximo efectivo por homicidio son sólo diez o quince años de prisión.  A un texano, partidario acérrimo de la pena de muerte, le parecería tan inevitable el que la gente recurriera habitualmente al asesinato en Dinamarca (donde, con los beneficios penitenciarios, un asesino rara vez pasa más de quince años en prisión, en un alojamiento confortable) de la misma forma que al señor Pinker le parece improbable una sociedad pacifista.

   No deja de ser relevante el que, a la hora de abordar la cuestión de los enfrentamientos entre grupos, Pinker considere la cuestión en base a principios menos conformistas de este tipo:

Se trata de desactivar la trampa de Hobbes con «medidas de construcción de confianza», por ejemplo, haciendo transparentes las actividades militares y aportando a una tercera parte como aval.

   El pacifismo, de hecho, no es más que una actitud racional de fomento de “medidas de construcción de confianza

  Igualmente, si en lo que se refiere al pacifismo Pinker se muestra, a la vez, un tanto ilógico y conservador, también lo es en lo que se refiere al feminismo:

Las tesis del sector alocado del feminismo asegura, por ejemplo, que el coito es una violación, que todas las mujeres deberían ser lesbianas, o que sólo se debería permitir que fuera macho un 10% de la población.  

  Pero si partimos de la idea de que la naturaleza humana se contradice con las aspiraciones de una humanidad pacífica y armoniosa (puesto que hemos dejado claro que el hombre “en estado de naturaleza” es más bien un indeseable) no parece que tengamos por qué considerar “alocadas” las opiniones –cualesquiera que éstas sean- que pretenden poner límites a la conflictividad social. Muchas ideas actuales socialmente aceptadas en materia sexual (madres solteras, matrimonios gais, inseminación artificial, "amor libre") también eran consideradas "alocadas" hace no tantos decenios, y es el mismo Pinker el que nos informa de que:

La violación podría haber sido adaptativa como una táctica oportunista, que se haría más probable cuando el hombre es incapaz de conseguir el consentimiento de las mujeres

  Y de que: 

Las chicas cometen asesinatos en un porcentaje del 10% respecto de los chicos

  Así pues, las teorías “alocadas” parecen hasta cierto punto justificarse por los conocimientos acerca de la naturaleza humana, propiamente por lo que sabemos de las tendencias violentas del comportamiento masculino. Sobre todo si tenemos en cuenta que el humanismo consiste precisamente en manipular esta misma naturaleza en beneficio del bienestar humano. Como el mismo Pinker afirma:

Si el interés biológico de la especie coincidiese con el interés particular humano, toda obligación ética se reduciría a reproducirnos lo más abundantemente posible.

   Precisamente ha sido la derrota de las pasadas concepciones de “la tabla rasa” y “el buen salvaje” las que nos llevan a admitir que el futuro social humano está alejado del “estado de naturaleza”. Y, de ahí, en adelante, todo puede ser posible, tanto las teorías “alocadas” de algunas feministas, como la misma posibilidad de una pacífica, indolora y armoniosa autoextinción de la especie.

    Cambiando un poco de tema, y ya para terminar, quizá lo más polémico del libro es el empeño de Pinker en convencernos de que
  
tanto la personalidad como la inteligencia demuestran poca o ninguna influencia del entorno familiar particular del niño dentro de su cultura: niños educados en una misma familia se parecen sobre todo por los genes que comparten.

   Esto resulta poco convincente, pues más tarde se reconoce, por supuesto, la relevancia del entorno, con lo que resulta difícil de distinguir el “entorno familiar particular" (es decir, el papá y la mamá) del otro entorno que sí es relevante:

Las diferencias entre las familias no importan dentro de las muestras de familias contempladas en esos estudios, que suelen ser más de clase media que la población en su conjunto. Pero las diferencias entre esas muestras y otros tipos de hogares podrían importar. Los estudios excluyen los casos de negligencia culpable, de malos tratos físicos y abusos sexuales, y de abandono en orfanatos sombríos, por lo que no demuestran que los casos extremos no dejen sus cicatrices.

   En suma, que hay tantas excepciones que resulta difícil estar de acuerdo con el señor Pinker en lo indiferente o irrelevante que pueden ser determinados tipos de entorno en la formación de la personalidad. Claro está que lo que el autor desea es hacer ver al gran público que, dentro de una familia cualquiera del mismo entorno social (sin entrar en casos extremos), sería irrelevante el esfuerzo que los padres hiciesen para mejorar el comportamiento de sus hijos, en la medida en que no se diesen “casos extremos”. Todo esto parece tranquilizador para los padres, que dejarían de estar obsesionados con su responsabilidad: no importa mucho lo que uno haga con su hijo (excepto que se llegase a “casos extremos” de abuso) porque el chico, al fin y al cabo, será lo que determina su herencia genética y su entorno “no familiar”. Gran comodidad.