martes, 25 de octubre de 2016

“La cultura de la moralidad”, 2004. Elliot Turiel

  A principios del siglo XX, Emile Durkheim, uno de los grandes antropólogos clásicos, expuso con bastante acierto muchos pormenores acerca de cómo la cultura condiciona el comportamiento del individuo. En particular, los hombres de las sociedades más primitivas vivirían, de acuerdo con tal determinismo, una experiencia propia de la moralidad diferente a la nuestra al estar muy delimitada por las concepciones específicas de su entorno cultural, mientras que el hombre civilizado, si bien asimismo se encuentra insertado en el entorno de sus leyes, costumbres e instituciones educativas, contaría con más posibilidades para hacer elecciones morales y dispondría de una predisposición general a la curiosidad y el cuestionamiento de su ocasional falta de libertad para elegir. Diferentes culturas, diferentes moralidades.

  Sin embargo, este enfoque ha sido corregido en buena medida por las investigaciones actuales. Aunque sin contar con el conocimiento, la experiencia ni la flexibilidad de paradigmas del ser humano moderno, el hombre o la mujer de la sociedad primitiva posee también su propia individualidad pese a vivir dentro de un entorno cultural muy preciso. No se convierten en individuos exclusivamente en cuanto a que forman parte de un grupo, ni su concepción de la moralidad se agota en la especificidad determinada por el grupo.

La posición de Durkheim (…) incluía la asunción de que hay propensiones “naturales” para los individuos a fin de que se vinculen a los grupos sociales. En la visión de Durkheim, como consecuencia de estas propensiones naturales, la vida social es esencialmente armoniosa para los individuos.

  Porque una ventaja que encuentra Durkheim en el hombre primitivo con respecto al hombre de la civilización moderna es que la falta de libertad, en tanto que solo se existe psíquicamente al verse como parte de un colectivo (colectivismo), le proporciona unanimidad de juicio, lo cual garantizaría la armonía social… Ésa es, en general, la visión que los "civilizados" tenemos de la sociedad primitiva y quizá de toda sociedad. Pero no es lo que encuentra el investigador actual.

La gente en una cultura supuestamente estaría de acuerdo acerca de la mayor parte de las costumbres. Dicho simplemente, compartirían una orientación o la otra. Sin embargo, la investigación hecha a lo largo de los años lo ha mostrado de forma diferente. Una sola manera de acercarnos a los asuntos sociales no es muy común. Desde la infancia, la gente forma diferentes tipos de juicios muy diferentes e intenta sopesar y equilibrar diferentes preocupaciones y metas en su mundo social multifacético. Con flexibilidad de mente, las personas típicamente aplican en formas deliberadas su juicio a las particularidades de los contextos sociales

En las culturas llamadas colectivistas, el individualismo está vivo y bien vivo.

En una sociedad no-occidental tradicional los derechos humanos son apoyados [también], pero en algunas circunstancias se subordinan a otras consideraciones sociales y morales

   El psicólogo social Eliot Turiel concluye que el individuo posee sus propios instintos de razonamiento moral que no pueden ser nunca desplazados por la presión del entorno. Tanto si vive en culturas primitivas como en otras especialmente opresivas… o tanto si estamos hablando de un niño al que se pretende condicionar deliberadamente desde la infancia para amoldarse a un marco de costumbres. La realidad es menos culturalmente determinista de lo que pensaba Durkheim.

Los niños no miran a los adultos como las únicas fuentes de autoridad legítima (…) Este tipo de hallazgos [en el curso de experimentos de psicología social] fueron similares en estudios con niños coreanos, donde supuestamente hay mucha reverencia a la autoridad de los adultos, y en estudios con niños de los Estados Unidos, donde supuestamente no se siente una fuerte reverencia por los adultos

  El individualismo tampoco equivale a mera arbitrariedad. Parece evidente, como confirman otros autores, que existe algo parecido a un instinto moral universal, con independencia del entorno donde desarrollemos nuestras vidas.

La mayoría de los niños de todas las edades responden de forma similar, distinguiendo entre cuestiones morales y convencionales con respecto a reglas y autoridad

  Aquí Turiel se refiere a investigaciones en las que se narra a niños de diversas culturas del mundo unas cuantas historias que representan dilemas morales, a fin de conocer sus juicios particulares. Por ejemplo: un niño golpea a otro para arrebatarle un juguete, ¿es algo bueno o malo? La condena moral es unánime y no tanto porque un adulto lo prohíba. Otra historia: unos niños, por el calor, se despojan de la ropa y juegan desnudos a pesar de la prohibición de los adultos, ¿es algo bueno o malo? En el segundo caso, todos los niños, de todas las culturas, distinguen la prohibición convencional de la prohibición moral. Es decir, todos saben que no basta con que los adultos prohíban algo para hacerlo “malo”, y que una cosa es que te castiguen por desobediente y otra que te castiguen por haber hecho algo merecedor de condena moral. Es diferente si se prohíben ciertas cosas poco importantes (convención) o si se prohíbe aquello que es inmoral porque  perjudica a otros.

Las convenciones son comportamientos compartidos (uniformidades, reglas) cuyo significado es definido por el sistema social en el cual están enmarcados. En consecuencia, la validez de las convenciones está en sus vínculos con los sistemas sociales existentes. La moralidad se aplica a los sistemas sociales, pero contrasta con la convención en que no está determinada por las uniformidades existentes.

  Se producen cambios en el comportamiento moral a medida que se desarrolla la personalidad de un niño, que luego es adolescente y después es adulto, pero no debemos caer en la equivocación de que cada etapa suponga el cambio total de la concepción ética

La expectativa sería que, con la edad, la gente cooperará, compartirá y será complaciente mucho más y se meterá en conflictos y controversias mucho menos. La evidencia no está de acuerdo con esta expectativa, ya que la co-ocurrencia de las dos orientaciones [por el interés propio y por el interés común] se produce en la infancia más tardía, en la adolescencia y en la adultez

  Más aún, incluso el transgresor –adulto- reconoce la existencia de la moralidad. Todo aquel que se apropia de lo que no le pertenece o abusa del inocente asegura obrar en su derecho. No existe el transgresor cínico (recordemos que un “cínico” propiamente… es un filósofo).

En los sucesos de tipo moral, un transgresor y una víctima pueden estar en desacuerdo sobre por qué ocurrió un acto o quién lo ha instigado. Sin embargo, ambos lo ven como un caso moral. Raramente sucede, por ejemplo, que una víctima diga que lo ocurrido fue un asunto de justicia, mientras que el transgresor lo ve como un asunto convencional

    En el caso concreto del determinismo cultural de la moralidad, se ha de evitar también el famoso “etnocentrismo” aplicado a la consideración de que ciertos supuestos avances humanistas (sobre todo, la exaltación de la libertad personal y el juicio crítico independiente) corresponden en exclusiva a la cultura occidental.

La gente en las culturas tradicionales sí que hace juicios acerca de la justicia y los derechos, junto con juicios acerca de libertades, independencia y autonomía personal

  Claro que quizá es esto lo que explica el éxito de la política democrático-liberal en el mundo entero y no tanto el imperialismo…  Podríamos incluso concluir que, si existe un determinismo, no es el de una cultura en particular, sino un determinismo moral de la misma condición humana. ¿No resulta sorprendente, por ejemplo, que hayan sido precisamente individuos y ciertos grupos de personas formadas en las clases altas los que han impulsado eficazmente las innovaciones políticas en el sentido de la justicia social? Porque en apariencia las clases superiores siempre sostendrán sus privilegios, y así parece a simple vista, y sin embargo…

No estoy (…) sugiriendo que la gente en las posiciones más bajas en la jerarquía social se oponga a la cultura o sociedad, y que los que están en la posición más alta la sostienen. Más bien, los individuos típicamente hacen ambas cosas, frecuentemente con conflicto interno y ambivalencia.

  La evolución cultural –y moral, y social- es, pues, algo más que un conflicto entre clases o entre naciones con diferentes culturas o entre adultos y adolescentes, supone un conflicto interno de la psicología moral individual que afecta a todo el género humano en su conjunto.

Los hallazgos de la investigación de las actitudes y juicios acerca de derechos y comportamientos en los experimentos de psicología social no apoyan la idea de una orientación o carácter general moldeado por la sociedad

Los individuos, si bien son influidos por las tradiciones sociales, construyen sus juicios a través de sus interacciones sociales.

  Y en esto se llega a una cuestión fundamental ya avistada por muchos antropólogos: si las culturas ancestrales nutren al individuo de su visión de la moralidad, ¿cómo pueden llegar a producirse cambios?

La gente activamente participa en la construcción de juicios morales, y pueden posicionarse aparte y tomar perspectivas críticas que frecuentemente les lleve a la subversión y a esforzarse por el cambio

Mensajes conflictivos, ambigüedad y cambio se hallan en todas las sociedades, incluidas las “tradicionales”

  Así, pues, toda cultura, por muy primitiva o ancestral que nos parezca, se halla permanentemente en conflicto y cambio. Hasta hace poco, sin embargo, los cambios y convulsiones dentro de las culturas primitivas (sin agricultura, sin escritura, sin religión organizada) han debido de tener un carácter cíclico (cambios de costumbres reversibles a lo largo de generaciones). Solo con las civilizaciones han aparecido los cambios irreversibles, tal como sucede en el mundo actual, donde resulta impensable, por ejemplo, un retorno a la esclavitud o a los sacrificios humanos.

   Las clases sociales más desfavorecidas siempre han debido aspirar a una mejora de su situación, si bien esta mejora solo ha comenzado a producirse a partir de cambios históricos relativamente recientes (no debe sorprendernos que los individuos menos privilegiados de las culturas primitivas asumieran la insatisfacción: también hoy coexistimos con ella… pero coexistir con la insatisfacción no es lo mismo que “acostumbrarse” a ella).

Una cuestión central es si ciertas prácticas son, de hecho, aceptadas generalmente dentro de una cultura. En particular si son aceptadas las prácticas culturales por aquellos en las posiciones más bajas de la jerarquía

La investigación de la psicología del desarrollo ha sostenido la proposición de que los seres humanos en las diversas culturas razonan sobre el bienestar, la justicia y los derechos. Desde una perspectiva psicológica, sería también de esperar que los miembros de la mayor parte de las culturas apliquen conceptos de justicia, derechos, tolerancia y libertad a las condiciones existentes de desigualdad, opresión y la negación de derechos

   ¿Se considera que todos los individuos integrados en todos los grupos sociales de todas las culturas del mundo han tenido y tienen las mismas aspiraciones de la sociedad liberal de occidente? Los comentaristas occidentales de otros tiempos (el siglo XIX por ejemplo) aseguraban que existían “pueblos de esclavos” o “pueblos bárbaros” amoldados a costumbres morales de tipo brutal, que consideraban como justo lo que los occidentales tienen por injusto, que daban por buena la esclavitud, la tortura o la arbitrariedad de los poderosos. Que eran “pasivos”, “fatalistas”, “crueles” o “viciosos”… dependiendo del rol social asignado. Por el contrario, la visión de Elliot Turiel parece hasta cierto punto universalista, identificando una visión general de las relaciones de moralidad por parte de los individuos dentro de cualquier sociedad.

viernes, 14 de octubre de 2016

“Influencia”, 2001. Robert B. Cialdini

  El psicólogo social Robert Cialdini decidió abandonar los prejuicios que dificultan la comprensión del auténtico significado de la “psicología”. Mucho antes de que Charcot y Freud incorporaran este conocimiento al entorno académico de las escuelas de Medicina, los seres humanos llevaban siglos elaborando estrategias de lenguaje y comportamiento para la manipulación mutua. Por ejemplo, los comerciantes, los vendedores.

Me sumergí sistemáticamente en el mundo de los profesionales de la seducción –vendedores, captadores de fondos, publicistas y otros. Mi propósito era observar, desde dentro, las técnicas y estrategias usadas más comúnmente y más efectivamente por un amplio sector de practicantes de la seducción

  Este libro, resultado de tal experiencia, se convirtió, inevitablemente, en un éxito de ventas, ya que muchos buscaron en él indicaciones prácticas a la hora de afrontar un mundo competitivo. Y, desde luego, encontrarían unos cuantas, pero el propósito de Robert Cialdini no era proporcionar ayuda a quienes desean medrar a costa de otros. En realidad, como buen científico, este psicólogo social no perdía de vista un posicionamiento moral.

Recomiendo que no se adquiera cualquier producto que aparezca reflejado en un anuncio con una falsa “entrevista no ensayada” y urjo a que enviemos al fabricante cartas detallando la razón de no adquirirlo y sugiriendo que despidan a su agencia de publicidad. También recomiendo extender esta actitud agresiva a cualquier situación en la cual un profesional de estrategias de aceptación ajena abuse del principio de la prueba social (o de cualquier otra arma de influencia). Deberíamos negarnos a ver programas de TV que usen risa enlatada. Si vemos a un camarero poner en la bandeja de las propinas un billete o dos, no deberíamos darle ninguna propina. Si, después de esperar en la cola de una discoteca, descubrimos que la espera se ha forzado para impresionar a los transeúntes con la falsa evidencia de la popularidad del local, deberíamos irnos inmediatamente y anunciar nuestra razón para ello a los que todavía están en cola. En suma, deberíamos estar dispuestos a usar boicot, amenaza, confrontación, censura, casi cualquier medio como represalia.

  Y es que la ciencia social existe para el bien común. Otra cosa es el uso que los comerciantes (o los demagogos políticos) hagan de cualquier tipo de conocimiento para su propio provecho. Debemos tener presente que la búsqueda del conocimiento per se está enraizada en la expresión más propiamente humana de la vida social. Ni siquiera debe quedarse la ciencia en la mera descripción de los fenómenos.

  Y he aquí un ejemplo de fenómeno bien descrito:

“Disculpe, tengo cinco páginas. ¿Puedo usar la fotocopiadora porque tengo prisa?” La efectividad de esta “petición más razón” en la cola ante la fotocopiadora pública fue casi total: 94% de a los que se solicitó, le dejaron pasar antes. Compárese este porcentaje de éxito con los resultados cuando se solicitó solo: “Perdone. Tengo cinco páginas. ¿Puedo usar la fotocopiadora?”. Bajo tales circunstancias, solo el 60 % aceptó (…)Parece que no era la completa serie de palabras sino el primer “porque”, lo que hizo la diferencia. [Para demostrarlo] en lugar de incluir una razón real para la aceptación, [en otro experimento se] usó la palabra “porque”: “Perdone. Tengo cinco páginas. ¿Puedo usar la fotocopiadora porque tengo que hacer algunas copias?” El resultado fue de nuevo de aceptación casi total.

  Nos vamos entonces a la etología y encontramos que algunas aves están atentas a los graznidos específicos de sus polluelos. Una vez los oyen, reaccionan en actitud parental. Pero si no los oyen, no hay la menor reacción: tanto da la apariencia o el conjunto del comportamiento de los animalitos. Por economía, las aves están genéticamente programadas para reaccionar solo ante el graznido exacto. Pues a los seres humanos, como se ha visto en el ejemplo de la fotocopiadora, también a veces les sucede lo mismo (la palabra “porque” sería el equivalente al graznido que desencadena la respuesta de la otra parte). En general, somos más complejos que los demás animales, sí, pero siguen sobreviviendo en nosotros las estructuras más simples del comportamiento, y el buen psicólogo tiene que estar atento a ello. Más allá de los graznidos o palabras clave, en el comportamiento humano están disponibles lo que Robert Cialdini denomina “armas de influencia” que permiten que, a voluntad del emisor de la señal o conjunto de señales estratégicamente elegidas, el receptor actúe tal como se espera de él.

    Estas “armas de influencia” (estrategias psicológicas) son en su mayoría estructuras cognitivas malignas que en nada han ayudado al bien común más allá de las limitaciones de la forma de vida propia de los cazadores-recolectores (que fue cuando se codificaron genéticamente estas pautas de conducta). Si alguien cree que la publicidad engañosa, los trucos de vendedores o la coacción encubierta han contribuido al desarrollo de la prosperidad económica se equivoca: la prosperidad económica se ha desarrollado a pesar de tales abusos, y no gracias a ellos.

   Aunque eso no quiere decir que, puntualmente, algunos elementos aislados de estas “armas de influencia” no puedan ser utilizados para el bien común. Sucede como con los venenos: algunos, bien seleccionados y dosificados, sirven como medicamentos. Y, en todo caso, conocer a fondo cómo están constituidos los venenos nos beneficiará siempre.

  Cialdini enumera unas cuantas “familias” de “armas de influencia

Si bien hay miles de diferentes tácticas que emplean los practicantes de la seducción para producir el “sí”, la mayoría caen dentro de seis categorías básicas. Cada una de estas categorías está gobernada por un principio fundamental psicológico que dirige el comportamiento humano y que da a las tácticas su poder. (…) Los principios [son] –reciprocidad, consistencia, prueba social, atractivo, autoridad y escasez (…) Cada principio es examinado [en este libro] en cuanto a su idoneidad para producir una clase distinta de aceptación automática e inconsciente de la gente, esto es, una voluntad a decir sí sin pensárselo primero

  Algunos de estos principios son de sobra conocidos (“atractivo”: la apariencia de la cosa interesa más que sus cualidades; “autoridad”: el estatus del individuo que se asocia a la cosa influye a la hora de elegir; “escasez”: si se nos dice que algo es escaso, nos parece automáticamente más valioso) pero los de “reciprocidad”, “consistencia” y “prueba social” merecen una especial atención porque, aunque todas estas “armas de influencia” se basan en principios esenciales de la psicología humana, estas tres en particular se relacionan con la capacidad para la mejora social. En el mundo de hoy no son meros recursos para la picaresca como los otros (porque en un mundo racional y humanista no necesitamos para nada ni “autoridad”, ni “atractivo”, ni debería producirse nunca “escasez”).

  Reciprocidad:
 
La regla de reciprocidad (…) dice que deberíamos intentar repagar, en la misma especie, lo que otra persona nos ha proporcionado. (…) Todas las sociedades humanas se suscriben a la regla
   
  Consistencia:

Si puedo conseguir que hagas un compromiso (esto es, tomar una posición públicamente), habré puesto el escenario adecuado para tu consistencia automática (…) Una vez una posición es tomada, hay una tendencia natural a comportarse de tal forma que sea testarudamente consistente con tal posición. 

   Prueba social

El principio de la prueba social dice así: cuanto más gente crea a quien encuentra que una idea es correcta, más un individuo dado percibirá que la idea es correcta

  Tanto la consistencia, como la reciprocidad como la prueba social pueden servir y de hecho han servido para propagar comportamientos de avance social. Compromisos públicos por el bien común (en el ámbito educativo, político, religioso) han ayudado a promover principios prosociales (justicia, equidad, compasión) que en un principio eran solo ideas aisladas. También un comportamiento altruista puede generar acciones altruistas recíprocas, de modo que los mecanismos de reciprocidad pueden sostener mejor que nada una cooperación productiva. Y las acciones públicas de prosocialidad son imitadas al tomarse como “prueba social”. La prosocialidad se expande precisamente gracias a que creemos que estos comportamientos pueden ser efectivos para nuestro propio bien en base al juicio manifestado por otros al respecto, porque la reciprocidad parece adecuarse especialmente a la benevolencia mutua y porque tratamos de ser consistentes con loables compromisos de actuar para el bien común.  

  Por supuesto, Robert Cialdini nos muestra también el lado más siniestro de todo ello. Así, las estrategias de “lavado de cerebro” basadas en el principio de “consistencia”.

Escribir era una especie de acción comprometida que los [comunistas] chinos presionaban incesantemente sobre los prisioneros [norteamericanos de guerra durante el conflicto de Corea]. Nunca era suficiente que los prisioneros escucharan tranquilamente o incluso que se mostraran de acuerdo verbalmente con la posición china; siempre se les presionaba para que lo escribieran también. En una sesión táctica de adoctrinamiento estándar de los chinos una técnica consiguiente era que el hombre escribiera la pregunta y después la respuesta procomunista. Si se negaba a escribir voluntariamente, se le pedía que lo copiara de los apuntes, lo cual debía parecer una concesión inofensiva.

  Pero también algunas estrategias de este tipo (escribir) se han usado para ayudar a la mejora de jóvenes delincuentes en centros de internamiento. Pensemos también en la exigencia de los homosexuales en contraer matrimonio: no se trata solo de que les sea reconocida a nivel público una igualdad en derechos, también se trata de que la ceremonia solemne del matrimonio ayuda en realidad a mantener más estables las uniones amorosas porque el principio de consistencia les alienta a esforzarse más en la relación.

   El principio de la “prueba social” es quizá el más valioso de todos. En apariencia, no dice mucho acerca del ser humano el que busquemos siempre hacer lo que la mayoría, pero mucho más grave es ignorar esta realidad y no utilizarla inteligentemente.

La prueba social es más influyente bajo dos condiciones. La primera es la inseguridad [del individuo]. Cuando la gente está insegura, cuando la situación es ambigua, es más probable que atiendan a las acciones de otros y acepten esas acciones como correctas. (…) La segunda condición es la similaridad. La gente está más inclinada a seguir el liderazgo de otros similares a ellos

  Y el que muchos jóvenes de los barrios más desfavorecidos ingresen en bandas de delincuentes tiene mucho que ver con esto, pero, por otra parte, la difusión de historias ejemplares, la caballerosidad y distinción de las clases más educadas, y las sub-culturas de santidad que han significado los estamentos eclesiásticos y monásticos han influido poderosamente en la mejora social.

  Una mezcla de consistencia y prueba social la encontramos en esta anécdota: se publicó intencionadamente un reportaje en los medios acerca de que cierta localidad era en especial proclive al voluntariado y las donaciones caritativas. La consecuencia fue que 

una semana después de oír que eran considerados gente caritativa, los vecinos de la población dieron mucho más dinero a un peticionario de la asociación de esclerosis múltiple. Aparentemente, el mero conocimiento de que alguien los consideraba como caritativos causó que esta gente hiciera sus acciones consistentes con esa visión.

   Finalmente, Cialdini nos relata un curioso caso acerca de cómo se producen ciertos fenómenos de propagación religiosa. Un psicólogo social se infiltró en una secta apocalíptica que, como otras muchas (incluido el primer cristianismo, tal como consta en los Evangelios), predecía el fin del mundo en una fecha próxima. El día del apocalipsis una nave espacial vendría a rescatar a los verdaderos creyentes. Naturalmente no se dio tal circunstancia extraordinaria, pero como casi siempre sucede, el chasco no acabó con la secta, ¡todo lo contrario!
 
Al darse cuenta de que las predicciones de la nave espacial y la inundación [que arrasaría el planeta] estaban equivocadas (…) podría resultar [de ello que] todo el sistema de creencias en el cual descansaba la comunidad de creyentes lo estaría también.(…) Para aquellos que estaban esperando, esa posibilidad debía haber parecido odiosa. Los miembros de la secta habían ido demasiado lejos, renunciado a demasiadas cosas para ver sus creencias destruidas; la vergüenza, el coste económico, la burla serían demasiado grandes para soportarlas. (…) Puesto que la única forma aceptable de verdad había sido cercenada por la prueba física, solo había una salida para el grupo. Había de establecerse otro tipo de prueba para la validez de sus creencias: la prueba social (…) Era necesario arriesgar la burla y desprecio de los no creyentes porque los esfuerzos en publicidad y reclutamiento proporcionaban la única esperanza que quedaba 

  Es decir, los miembros de la secta, que antes del fracaso no se esforzaban mucho en hacer nuevos adeptos, se lanzaron inmediatamente, en contra de lo que parecería lógico, a reclutarlos tras su fracaso, fabricando para ello todo tipo de argumentos complejos que justificaran la nueva situación. La energía para este esfuerzo surgía de la necesidad de ser consistentes con su compromiso anterior y la urgencia de obtener la prueba social que los compensase del efecto negativo del fracaso. 

   Esto ayuda a explicar contrastes como el de la Iglesia católica actual. Los dirigentes de esta enorme y poderosa organización multinacional son hombres muy inteligentes y perfectamente informados de los últimos hallazgos científicos, ¿cómo pueden entonces creer en portentos sobrenaturales propios de las tradiciones supersticiosas de la Antigüedad? A la vez, es un hecho que la inmensa mayoría de los creyentes católicos son personas de bajo nivel cultural personalmente comprometidos con las instituciones católicas dirigidas por unos jerarcas que están en sus antípodas en lo que se refiere a capacidad intelectual. Así resulta que el sistema se retroalimenta: una minoría inteligente y educada sustenta su fe en la prueba social de las masas subordinadas, de un nivel intelectual muy inferior, que a su vez se ven impresionadas por la prueba social que suponen tanto la tradición como la autoridad de sus exaltados dirigentes, y todo el conjunto se sostiene por relaciones de consistencia a partir de solemnes ceremonias, grandiosidad a todos los niveles y públicos compromisos de afiliación, en los que no faltan tampoco actos constantes de reciprocidad.  

miércoles, 5 de octubre de 2016

“El monje y el filósofo”, 1997. Revel y Ricard

  Este libro supuso un éxito de ventas a finales del siglo XX. Un monje (budista) y un filósofo (escéptico y liberal) dialogan acerca de lo que tienen en común en un marco de extrema confianza y afección (Mathieu Ricard, el monje, es precisamente el hijo del filósofo, Jean-François Revel). ¿Y qué tienen en común un monje y un filósofo por encima de todo?: la sabiduría.

En el curso de los tres últimos siglos, la filosofía ha abandonado su función de sabiduría. Se limita al conocimiento. Pero al mismo tiempo ha sido destronada de su función científica por la ciencia misma.

La sabiduría [actual] (…) que incluye a la vez la búsqueda de la justicia y de la felicidad, deja de afirmarse en el plano personal, el de la conquista de una sabiduría individual, como aún ocurría en Montaigne o Spinoza

  Ésta es la cuestión: hallar el saber que pueda dar la paz a los seres humanos en base a su condición subjetiva de individuos, acosados como están por su vulnerabilidad innata y, peor aún, por su propia malignidad indeseada. El conocimiento puede ser quizá solo para los más inteligentes y eruditos, pero la sabiduría ha de ser para todos, y el verdadero sabio ha de ser capaz de comunicarla a sus semejantes. Hace dos mil quinientos años, en plena “Era Axial”, al tiempo que en el Mediterráneo surgían los primeros filósofos, en la India aparecía el budismo. Una “filosofía” o “religión” que daría lugar a muchas tradiciones, pero todas ellas respondiendo a una inquietud universal.

La cuestión esencial es: “¿Cuál es la naturaleza del mundo fenoménico y del pensamiento?”, y en un plano práctico: “¿Cuáles son las claves de la felicidad y del sufrimiento? ¿De dónde proviene el sufrimiento? ¿Qué es la ignorancia? ¿Qué es la realización espiritual? ¿Qué es la perfección?”. Es este tipo de descubrimientos lo que se puede llamar conocimiento. (…) El sufrimiento es el resultado de la ignorancia. Lo que hay que disipar, pues, es la ignorancia. Y esta es, en esencia, el apego al “Yo” y a la solidez de los fenómenos. Aliviar los sufrimientos inmediatos del prójimo es un deber, pero no basta: es preciso poner remedio a las causas mismas del sufrimiento.

  Evidentemente, el que habla aquí es el monje. Dentro de la tradición del budismo tibetano, se considera que la introspección individual puede llevar al conocimiento de la mente humana, de sus capacidades y limitaciones, hasta alcanzar la Iluminación, un estado mental superior que garantiza no solo la paz y felicidad del creyente, sino también la más extrema actitud de altruismo y benevolencia en beneficio del bien común.

  De todas las tradiciones religiosas de la Era Axial, sin duda el budismo es la más lúcida y moderna, y permanece ideológicamente intacta después de más de dos milenios. Sin embargo, el cristianismo, sometido a tremendos vaivenes a lo largo de la historia de Occidente, es el que ha generado la civilización global de las libertades individuales y la tecnología.

  Examinemos el budismo:

El budismo llega a la conclusión de que el sufrimiento nace del deseo, del apego, del odio, del orgullo, de los celos, de la falta de discernimiento y de todos los factores mentales que se denominan “negativos” u “oscurecedores” porque perturban la mente y la sumen en un estado de confusión e inseguridad. Esas emociones negativas nacen de la noción de un “yo” al cual queremos y deseamos proteger a cualquier precio. Este apego al yo es un hecho, pero el objeto de ese apego, el “yo”, no tiene ninguna existencia real, no existe en ningún lugar ni en modo alguno como una entidad autónoma y permanente.

  Esta visión despierta algún escepticismo en lo que se refiere a qué es ese “yo” en particular, pero en lo esencial es fácil de comprender: el sufrimiento humano surge de la condición psicológica de percibir el mundo de forma negativa. Pero entonces parecería que el budismo busca resolver la problemática vital de cada individuo mediante estrategias psicológicas de apaciguamiento concernientes tan solo a ese individuo, sin contribuir en nada a las condiciones de vida de sus semejantes. Sobre todo si tenemos en cuenta que la más destacable actividad del creyente en el budismo es la realización de ejercicios de meditación.

Según una concepción antigua y convencional, Occidente se imaginaba el budismo como una sabiduría de la pasividad, de la inacción, del nirvana definido como una indolencia replegada sobre el Yo, indiferente a la gestión de la ciudad y de la sociedad.

    Los ejercicios de meditación (yoga) los puede realizar cualquiera, dentro o fuera de cualquier tradición budista. Estos ejercicios son moral y filosóficamente neutros, y se encuentran bien definidos por neurólogos y fisiólogos que los han estudiado a fondo, pero el budismo se presenta como algo mucho más complejo, implicaría una filosofía de perfección vital fuera de la práctica de los ejercicios y, sobre todo, aduce contar con un mensaje social.

La meditación no consiste simplemente en sentarse unos instantes para adquirir una calma beatífica. Es un proceso analítico y contemplativo que permite comprender el funcionamiento y la naturaleza de la mente, captar el modo de ser de las cosas. Lo que se denomina posmeditación consiste en evitar que se reanuden las propias costumbres exactamente como antes. Consiste en saber utilizar en la vida cotidiana la comprensión adquirida durante la meditación para acceder a una mayor apertura espiritual y tener más bondad y paciencia, en pocas palabras, para convertirse en un ser humano mejor.  

  Básicamente, en esto consiste la sabiduría del budismo: una estrategia para el interés privado que es coincidente con el interés del semejante. Como todas las religiones con altas metas de tipo ético, aspira al perfeccionamiento mediante la práctica de la virtud individual. Y en esto coincide con el concepto de “filosofía” de la Antigüedad. Y con la “sabiduría”. Así lo considera el filósofo de este diálogo, retrotrayéndose a la idea de vida filosófica de los tiempos de Pitágoras, Platón o los estoicos.

La filosofía, entonces, no era una disciplina más entre otras, ni siquiera la disciplina suprema que regía a las demás. Era una transformación íntegra de la manera de vivir. Ahora bien, este terreno ha sido abandonado por la filosofía occidental. El budismo lo ocupa en nuestros días con una facilidad tanto mayor cuando que no encuentra rival alguno entre nosotros.

  A finales del siglo veinte, la idea del perfeccionamiento humano mediante innovaciones políticas (leyes más justas) o tecnológicas (creación infinita de riqueza) comienza a ponerse en duda. Tras el fracaso del "socialismo científico" parece poco probable que surjan innovaciones políticas de tipo democrático de convincente eficacia, y la tecnología hace ya mucho que debería haber proporcionado, cuando menos, el fin de la precariedad y la miseria. Así, esta reflexión acerca de la filosofía-religión para permitir el cambio social mediante el perfeccionamiento individual se justifica plenamente.

El filósofo: -Si el budismo es una manera de escapar al sufrimiento, ¿no se habría planteado Occidente otra manera de hacerlo, como es transformar el mundo exterior y las sociedades humanas?
El monje:- La transformación del mundo exterior tiene sus límites, y el efecto que esas transformaciones exteriores ejercen sobre nuestra felicidad interior también tiene sus límites. Es cierto que la mejora o el deterioro de las condiciones exteriores, materiales, influye muchísimo en nuestro bienestar, pero, en última instancia, no somos máquinas, y es la mente la que es feliz o infeliz.

  Un monje practica la virtud. La virtud es una forma de conocimiento y felicidad que, lejos de ser egoísta, ha de facilitar la felicidad ajena. La vida del monje, entonces, parece envidiable. Y el fenómeno monástico caracteriza las llamadas “religiones compasivas” (históricamente, fueron los budistas los primeros monjes) en tanto que, dada la naturaleza pecadora del individuo, es preciso someter la existencia del buscador de la virtud a condiciones de vida muy controladas a fin de que, gracias a ellas, salga de los errores y contradicciones del mundo convencional. Un paso más adelante lo darían los puritanos de la Reforma, al tratar de extender la vida virtuosa, la vida en santidad, a familias y poblados enteros. Y quizá falte aún otro paso por dar: la vida monástica, virtuosa, puritana, que tome la guía del criterio científico y la racionalidad (puritanos filósofos o psicólogos). Porque un grave problema del monasticismo tal como se lo conoce hasta hoy es su dependencia de la tradición.

Los maestros tibetanos no intentan elaborar una doctrina, sino ser los depositarios fieles y perfectos de una tradición milenaria

  Matthieu Ricard, el monje de este diálogo, un hombre de una extraordinaria inteligencia y que se benefició de uno de los niveles más altos de educación occidental en su época, se sentiría atraído en su juventud por la imagen de perfección evocada por los monjes de la tradición budista tibetana que vio en un documento audiovisual. Por entonces no sabía apenas nada de la metafísica ni la psicología budistas…

No lograba entender exactamente por qué, pero lo que más me llamaba la atención era que se correspondían con el ideal del santo, del ser perfecto, del sabio, una categoría de seres que, en apariencia, ya no es posible encontrar en Occidente. Es la imagen que yo me hacía de San Francisco de Asís o de los grandes sabios de la Antigüedad. Una imagen que para mí se había convertido en letra muerta: ¡ya no podía ir a encontrarme con Sócrates, ni escuchar un discurso de Platón, ni sentarme a los pies de San Francisco de Asís! Y hete aquí que, de pronto, surgían seres que parecían ser el ejemplo vivo de la sabiduría. Y yo me decía: “si es posible alcanzar la perfección en el plano humano, seguro que ha de ser esto”.

  ¿Es el fenómeno del monasticismo uno de tipo gestual, una especie de elaboración de una obra del arte del comportamiento público para transmitir una imagen de armonía social?

Los sabios que he podido conocer tenían una fuerza de ánimo indomable, puede decirse que tenían una personalidad muy impresionante, que irradiaban un poder natural perceptible por todos aquellos que llegaban a conocerlos. Pero la gran diferencia es que no podía distinguirse en ellos la menor traza de un ego, y entiendo por ego el que inspira el egoísmo y el egocentrismo. Su fuerza de ánimo provenía de un conocimiento, de una serenidad, de una libertad interior de una certeza inconmovible.

  En cualquier caso, el budismo no es la solución. En dos mil quinientos años, el budismo, siempre fiel a la tradición, no ha construido una convivencia humana más cooperativa, pacífica y tecnológicamente avanzada que la de la cultura occidental. Puede que sus monjes hayan sido más felices, pero las sociedades inspiradas por ellos, que los han tomado como referente moral, han seguido siendo míseras, violentas e ignorantes. La tradición budista se ha mantenido inconmovible pero la sociedad no ha avanzado. La tradición cristiana, en cambio, ha sido reventada en cruentas herejías a lo largo de los siglos, pero gracias a ello la sociedad occidental sí que ha avanzado.

  ¿Cuál es la diferencia?

 El filósofo cita a otro filósofo, André Comte-Sponville:

La compasión es la gran virtud del Oriente budista. Sabemos que la caridad es la gran virtud –al menos verbalmente- del Occidente cristiano. ¿Hace falta elegir? Para qué, si las dos no se excluyen. Si hubiera que hacerlo, no obstante, me parece que podríamos decir lo siguiente: más valdría la caridad, sin duda, si fuéramos capaces de practicarla. Pero la compasión es más accesible

  La gran acusación contra el budismo, ya lo hemos visto, es que predica la inacción y que, en el fondo, es egoísta: el hombre virtuoso busca su propia paz interior para escapar a su sufrimiento y utiliza la compasión como un recurso psicológico más a su alcance. Y desde luego que la compasión (pasiva) es mucho más accesible que la caridad (activa). Esta diferencia coincide con algunos estudios psicológicos que contrastan la “empatía” con la “simpatía”, la sensación de conocimiento en uno mismo del sufrimiento ajeno, por una parte, y la motivación para remediarlo, por otra. El psicólogo Jonathan Haidt también asegura haber detectado un “sentimiento de elevación” incluso fisiológico que supone cierto estímulo gratificante al contemplar actos de bondad, pero que no exige implicación directa en ellos. Estudios neurológicos han detectado esta diferenciación en algunos estados mentales de maestros budistas, según Simon Baron-Cohen (estímulo al desencadenarse sentimientos de empatía ante el sufrimiento ajeno, pero tales sentimientos no exigen actuación para remediar el sufrimiento).

  Ante esta acusación gravísima (que de ser aceptada en la sociedad llevaría, por ejemplo, a actitudes de indiferencia o desprecio con respecto a los practicantes del budismo), la respuesta del monje Ricard es inmediata:

La motivación que nos lleva al camino espiritual es la de transformarnos nosotros mismos a fin de poder ayudar a los demás a liberarse del sufrimiento.

La compasión es, según el budismo, el deseo de poner remedio a cualquier forma de sufrimiento y, sobre todo, a sus causas: la ignorancia, el odio, la codicia, etc. Esta compasión se refiere, pues, por un lado a los seres que sufren y, por el otro, al conocimiento

El filósofo: -¿Asimilarías la compasión a la caridad?
El monje: -La caridad es una manifestación de la compasión

  Esta afirmación es, desde luego, muy conveniente para que el budista reciba la aprobación social, pero ¿es sincera y coherente con lo que supone la forma de vida del budista, centrada en la práctica de los ejercicios de meditación y la interpretación posterior de estos en el sentido de una tradición en busca de la paz interior para el practicante? Se dice que la compasión es esencial para alcanzar esa paz interior y que esa compasión (pasiva) no es diferente a la idea cristiana de caridad (activa) pero ¿esto es realmente así?, ¿lo es porque ellos nos dicen que es así?, ¿dónde están las obras que lo demuestran o tan siquiera la explicación filosófica coherente? No aparecen en la práctica budista mandatos de obras de caridad, y la tradición se centra en la virtud del maestro y la enseñanza a sus alumnos. ¿Y qué necesidad hay de remediar el sufrimiento de los desafortunados a la hora de alcanzar los estados alterados de conciencia propios de la Iluminación? Parece que tan solo se exige una visión compasiva porque repercute adecuadamente en el estado de conciencia buscado por el practicante.

  La explicación de que la reforma de la sociedad pasa por la reforma del individuo en su conducta sí tiene mucho sentido y es ésta sin duda la gran riqueza del budismo como inspiración al autocontrol del egoísmo y la agresividad para el mundo secular.

El monje: Querer actuar sobre el mundo sin haberse transformado uno mismo no puede llevar a una felicidad duradera ni profunda. Podría decirse que la acción sobre el mundo es deseable, mientras que la transformación interior es indispensable.  
El filósofo: -La idea de volver pacíficos a los hombres uno a uno de manera que la suma del conjunto produzca una humanidad globalmente enemiga de la violencia parece irrealizable en la práctica. Al menos nuestro siglo no ha avanzado en esta dirección.

  Quizá Jean-François Revel, el filósofo, se equivoca en parte, porque no cabe duda de que quienes habitan en las sociedades más avanzadas hoy en día (avanzadas incluso en lo que se refiere a tecnología y economía) son individuos de promedio mucho menos agresivos que los que habitan sociedades más pobres (cometen menos homicidios, son más tolerantes, menos crueles y se dan menos a prácticas corruptas), pero sí tiene razón en el sentido de que no se ha producido el éxito directo de doctrina pacifista alguna (“volver pacíficos a los hombres uno a uno”). Ahora bien, ¿se ha predicado alguna vez un pacifismo universal, racional y flexible, en el sentido del perfeccionamiento individual? Incluso la religión cristiana avala las instituciones armadas para la defensa del bien común. Y lo mismo puede decirse de los estados inspirados por la filosofía del budismo tibetano, como Tibet y Butan, donde también hay leyes, jueces y policías.

    El logro del monasticismo, o del puritanismo, o de cualquier sistema de enseñanza consistente en la promoción de sub-culturas de la virtud no se basaría tanto en extender su ideario como en influir indirectamente a la sociedad mediante la exposición de patrones de conducta más elevados, a modo de enseñanza o ejemplo. De la misma forma que se consideraba que los aristócratas tenían el deber de dar un ejemplo público de las conductas cívicas más exquisitas (la caballerosidad), unas cualidades aún más elevadas se propagaban desde las comunidades monásticas (y es muy probable que la aristocracia tomase las cualidades monásticas como inspiración).

  Ahora bien, ¿es la doctrina budista la mejor guía para la conducta virtuosa? Lo sería si supusiera un sistema de moralidad impecable, pero las acusaciones de cierto egoísmo e indiferente pasividad no han sido debidamente contestadas.

  ¿Es el “yo” el enemigo?, ¿lo es la negación de la individualidad, el desapego al bien humano más querido, la propia condición autobiográfica, ese hilo de recuerdos, emociones y juicios que compone aquello que más podemos ofrecer al semejante como prueba de confianza?

  Existe un concepto intermedio entre el “yo” y el egoísmo activo que es el “amor propio”, y que quizá habría debido ser siempre el obstáculo esencial a vencer en la búsqueda de la virtud. El “amor propio” no supone la individualidad privada, la intransferible, sino la voluntad de alcanzar un estatus estandarizado dentro del grupo social. Quien no tiene amor propio no busca el honor (¿o dignidad?), y la cantidad de honor que se consiga en un escenario de constante competencia es la que marca el estatus. Puesto que el estatus es enfrentamiento entre individuos e implica utilizar al semejante como medio para alcanzar una condición de supremacía meramente cuantitativa el amor propio implica el olvido de la individualidad (dentro de la misma categoría de estatus, todos son igualmente valorados). El cristianismo, a diferencia del budismo, ha buscado siempre vencer el amor propio y no tanto al “yo”. Al contrario, el cristianismo ha exaltado el “yo”, la condición privada, intransferible y llena de contenidos biográficos (pensemos en la genial invención de la autobiografía psicológica, que aparece en las “Confesiones” de San Agustín). Eso le ha permitido innovar, cambiar, ya que la condición del individuo implica adquirir constantemente nuevos contenidos sin menoscabo de la propia identidad como consecuencia inevitable del vivir en sociedad. Esta individualidad contrasta con el amor propio, que implica uniformidad (tanto como la vestimenta marca el rango del oficial militar), un valor cuantitativo frente al valor cualitativo de la individualidad de aquel que, por ejemplo, puede experimentar amor, perdón, piedad, humildad y otros vehículos de accesibilidad al semejante, individuo cuya existencia es tan heterogénea en contenidos como la suya. Esta proximidad benévola al semejante tan pormenorizadamente diferenciado desencadena reacciones de empatía (compasión) y facilita la confianza, la cooperación y el altruismo (caridad).

  La eliminación del yo del budismo supone, sin embargo, una especie de rígida y drástica esterilización de la agresividad humana hasta una uniformidad inocua, sensualmente atractiva desde el punto de vista personal (bien representada por los estados alterados de conciencia propios de los ejercicios de meditación) pero con poco contenido social, no más allá del efecto que nos hace una obra de arte bien trabajada. Y recuérdese lo dicho de que el pensamiento budista no crea ni se renueva, sino que se limita a mantener la tradición ancestral e inamovible.