lunes, 25 de enero de 2016

“¿Existe el altruismo?”, 2015. David Sloan Wilson

  El debate acerca de si el altruismo existe y en qué medida existe es central en la cuestión de la naturaleza humana por el mero hecho de que el altruismo es conveniente para los individuos: vivir en una sociedad donde la promoción del bienestar ajeno no fuera solo una circunstancia afortunada para los que se benefician de ello sino una necesidad psicológica para los que actúan supondría la solución a todos nuestros problemas, ya que la inteligencia humana en feliz cooperación puede ser capaz de casi cualquier cosa para garantizar el bien común a medio y largo plazo. No vivimos hoy, ciertamente, en una sociedad así… pero parece evidente que los cambios sociales últimos (¿”"proceso civilizatorio"?) van en este sentido, que el altruismo, la confianza y la cooperación eficiente han aumentado en las últimas generaciones en la mayor parte del mundo. ¿Se puede ir más lejos aún?, ¿cuáles son los límites al comportamiento altruista?, ¿y cómo podemos contribuir a que este desarrollo del altruismo, tan conveniente para cada uno de nosotros, continúe y dé mayores frutos?

  David Sloan Wilson empieza por proporcionarnos en su libro una descripción realista de lo que es el altruismo:

Llamamos a un comportamiento egoísta si incrementa la adaptación relativa del individuo dentro del grupo y altruista cuando incrementa la adaptación del grupo pero sitúa al individuo en una adaptación de desventaja relativa dentro del grupo

  Es decir: el altruismo se da cuando nuestros actos intencionados nos perjudican pero benefician a otros. Ahí vemos la obvia dificultad de que se produzca este tipo de conductas: el organismo vivo necesariamente ha de obrar en base al propio interés, y no en base al interés ajeno. Pero el caso es que un comportamiento cooperativo eficaz exige múltiples actos de este tipo porque si estamos dentro de un grupo, todos debemos hacer nuestra parte, y los buenos resultados para el promedio de individuos que integran el grupo dependen de la disposición de cada uno de nosotros a esforzarnos y aun a sacrificarnos por los demás en numerosas ocasiones. La sociobiología (o “psicología evolucionista”) estudia esta cuestión

Sucinto sumario de la sociobiología: (…) “El egoísmo vence al altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas vencen a los grupos egoístas. Todo lo demás es comentario”

  A primera vista, la mejor solución para el individuo es participar dentro de un grupo donde todos se sacrifican por todos… excepto uno mismo. De esa forma estás dentro del grupo que vence a todos los demás grupos, y tú vences a todos los demás dentro del grupo al sacrificarse todos por ti y tú no sacrificarte por nadie.

  Y volvemos a lo mismo: si el interés propio es el comportamiento racional para cada individuo, ¿cómo puede llegar a existir el altruismo, por muy conveniente que sea sobre el papel, a nivel de grupo?

La evolución de la organización funcional a nivel de grupo no puede ser explicada en base a la selección natural que opera dentro de los grupos. Al contrario, la selección natural operante dentro de los grupos [el interés propio] tiende a socavar la organización funcional dentro del grupo

  Pero el hecho es que

cuando el altruismo es definido en términos de acción y en términos de adaptación relativa dentro y entre grupos, éste existe en todas partes donde hay organización funcional a nivel de grupo

      En suma, que sabemos que el comportamiento altruista existe simplemente porque su existencia nos consta a nivel funcional a nivel de grupo: no se habrían dado, si no, las relaciones cooperativas que conocemos y que permiten el desarrollo de los grupos como unidades de acción –“organizaciones funcionales”. No queda más remedio que aceptarlo como algo que está ahí a nivel de instinto, implantado en nuestro código genético, igual que están implantados en el castor los impulsos que le hacen construir presas en los ríos.

Comportarse de forma prosocial no necesariamente requiere tener el bienestar de otros en mente (…) Todo tipo de motivaciones egoístas pueden resultar en un deseo de ayudar a otros

  Pensemos en la maternidad. Las madres sienten el deseo instintivo de sacrificarse por el bien de sus hijos (lo que podemos entender también como la “motivación egoísta” de satisfacer un impulso). Nadie discute esto. Y eso, por cierto, no quiere decir que a veces no existan madres egoístas y “malvadas” que maltraten a sus hijos, pero, en términos generales, el instinto altruista existe en muchísimas madres con respecto a sus hijos. Y vemos que también existe en muchísimos individuos, hombres y mujeres, y no siempre referido al bienestar de la prole. Pero este instinto altruista no se da en todas las ocasiones y no siempre se da de la misma manera, ni igual en cada persona.

El término “prosocial” se refiere a cualquier actitud, comportamiento o institución orientado hacia el bienestar de otros o de la sociedad como un conjunto. El término es agnóstico acerca de la cantidad de sacrificio requerido para ayudar a los otros o a la motivación psicológica

Prosocialidad: altruismo definido al nivel de acción

   El que el instinto altruista -o “prosocial”- haya llegado a existir se lo debemos a una serie de confluencias evolutivas a nivel cognitivo. Nuestros cerebros son tan grandes, muy probablemente, debido a la enorme actividad cognitiva que exige la compleja vida social humana. Al cabo de la evolución, los cerebros humanos se han hecho muy diferentes a los de los no humanos, y el altruismo tal como lo conocemos hoy es probablemente una de esas diferencias.

Los chimpancés, nuestros parientes vivos más próximos, rivalizan e incluso exceden nuestra inteligencia en algunos aspectos, pero tienen déficits mentales que nos resultan extraños, tales como la habilidad de comprender la información que nos transmite el señalar. 

   Los chimpancés y los otros “grandes simios” también son en buena parte indiferentes al sufrimiento o necesidad de sus congéneres, no castigan a los niños traviesos para que se corrijan en lo sucesivo, nunca reparten la comida (comen solos) y su memoria no pasa de los acontecimientos de un día.

   Y entre estas diferencias con la capacidad cognitiva humana, está también la de que solo en condiciones muy especiales, bajo presión de los estudiosos en sus laboratorios, pueden llegar, muy excepcionalmente, a comprender el lenguaje simbólico.

El pensamiento simbólico implica la creación de relaciones mentales que persisten en la ausencia de relaciones del entorno correspondientes. [Por el contrario] las ratas asocian la palabra “queso” con la comida en tanto que las dos están presentes en el mismo momentos y lugar, pero no en otro caso. (…) Los humanos incluso tienen símbolos de entidades imaginarias, tales como los “trolls”, que ni siquiera existen en el mundo real. (…) Cada secuela de las relaciones simbólicas motiva una secuela de acciones que pueden potencialmente influir en la supervivencia y reproducción en el mundo real

  La triquiñuela del pensamiento simbólico parece haber sido fundamental a la hora de expandir el altruismo humano hacia formas más complejas de cooperación. En lugar de un comportamiento altruista limitado a las personas que tenemos en nuestra proximidad (prole y parientes, lo que tendría más sentido en términos evolutivos, pues compartimos la herencia genética con ellos), gracias al simbolismo podemos sacar partido de nuestro instinto para muchas otras situaciones (podemos, por ejemplo, llamar “hermanos” a quienes no son propiamente nuestros parientes, y hacer que nuestra conducta se vea afectada por este pensamiento, una vez “interiorizado”). Probablemente, todo el mecanismo religioso para la mejora del comportamiento social -"mejora" en el sentido de fomentar la prosocialidad- se basa en el uso sistemático del simbolismo.

Las religiones causan que la gente se comporte por el bien del grupo y que evite comportamientos egoístas a expensas de otros miembros de su grupo

Convertirse en un prosocial de nivel alto requiere más que consejos y aliento. Requiere construir entornos prosociales que causen que la prosocialidad tenga éxito en un mundo darwiniano.

   Que se ha producido un espectacular incremento de la prosocialidad en la especie humana durante los últimos siglos ya nadie puede dudarlo: el número de homicidios ha bajado muchísimo, así como ha aumentado el cuidado de los débiles, discapacitados o desafortunados. Tales pautas de comportamiento benévolo generan confianza, y donde hay confianza la cooperación se acelera espectacularmente. No cada duda de que ser “bueno” es socialmente inteligente… aunque todavía consideremos al generoso, altruista y amable como básicamente ingenuo y destinado a ser decepcionado, engañado, explotado.

El gran problema de la vida humana es hacer eficiente la organización funcional a una mayor escala que nunca. La selección de las mejores prácticas debe ser intencional porque no podemos esperar a la selección natural y no hay proceso de selección de grupo a nivel planetario para seleccionar la organización funcional a escala planetaria. (…) La solución a este problema es experimentar con nuevos acuerdos sociales, monitorizar de forma natural las variaciones que suceden y adoptar con precauciones lo que funciona

Estas ideas recientes [sobre psicología social evolutiva] son tan fundacionales como las ideas asociadas con la ilustración y los primeros días de la teoría evolutiva. 

  Aún vivimos condicionados por la superstición de que el comportamiento prosocial, altruista –bondadoso-, es una cuestión moral, filosófica o incluso literaria, y no una cuestión científica. La idea de que el comportamiento moral se atiene a reglas psicológicas que pueden describirse científicamente aún nos parece extraña.

   En realidad, hasta el mismo David Sloan Wilson sigue incurriendo en alguna contradicción al respecto.

Jesús consideraba que los dos principales mandamientos eran 1) amar a Dios y 2) amar a nuestro prójimo como a uno mismo, pero los seguidores de estos dos mandamientos eran recompensados con la vida eterna. ¿Dónde está el altruismo en esto?

  Esta opinión es ingenua y desinformada, porque la recompensa de vida eterna, aun suponiendo que fuese creíble (¿dónde está la evidencia de que tal portento es cierto?), funcionalmente no requiere para nada del mandato altruista previo de “amar a nuestro prójimo como a uno mismo”. ¿No podía una religión rival al cristianismo prometer la vida eterna a cambio de cualquier otra cosa? Por ejemplo: “ama a tu rey y emperador, combate a tus enemigos, respeta las leyes de tu patria y se te dará la vida eterna” (en cierto modo, los antiguos egipcios lo planteaban así… pero la escéptica cultura griega logró conquistar Egipto ya antes de que apareciera el cristianismo con una promesa de vida eterna... que la ya vencida religión egipcia tradicionalmente conocía de mucho antes). Como veremos, al pretender menospreciar el idealismo altruista cristiano por causa de la promesa de vida eterna, parece que David Sloan Wilson aún se halla condicionado por el prejuicio contra la evolución moral religiosa. Y aquí es donde debemos tener en cuenta la observación del mismo autor que reconoce que

los primeros tratados de tamaño libro acerca de la religión desde una perspectiva evolutiva moderna no aparecieron hasta el comienzo del siglo XXI

  Entre los estudiosos actuales se encuentran los que consideran que existe una conexión psicológica entre la doctrina altruista del cristianismo y el ofrecimiento de la vida eterna (que no parece haberse dado en la misma medida en el antiguo Egipto teocrático). Esta conexión se hallaría en el énfasis altruista en la unidad y valor del alma individual (lo que refuerza la idea de que ha de ser inmortal), y en la benevolencia extrema (si este Dios se preocupa tanto por el bienestar de los débiles, humildes y necesitados, ¿cómo va a dejar olvidados a los muertos en sus tumbas?). Este planteamiento ya aparece en Platón… pero no tanto en la antigua religión judía, lo que demuestra lo compleja que es la evolución moral de las religiones, al combinar elementos simbólicos de todo origen.

  David Sloan Wilson sí está atento a fenómenos más próximos de comportamiento prosocial, rigurosamente observados. En su libro se explaya en la cuidadosa medición del comportamiento prosocial y antisocial llevada a cabo en una comunidad norteamericana (la localidad de Binghamton) que demostraría algo que siempre se ha sospechado: que los comportamientos prosociales se expanden “por contagio”, en situaciones de proximidad.

El resultado [del experimento, que medía la prosocialidad de jóvenes y situaba en un mapa sus domicilios, lo que mostraba que los más prosociales vivían cerca unos de otros] era una correlación entre el individuo y la prosocialidad general del entorno vecinal con un coeficiente de 0.7 (en una escala de -1 a 1). Aquellos que informaban de actos de generosidad efectuados por ellos mismos también informaban de haberlos recibido, lo cual es el requerimiento básico para el altruismo definido en términos de acciones que tengan éxito en un mundo darwiniano

  Y, naturalmente, existe el contrario de esto

Cualquier programa de intervención que implica reunir individuos antisociales en grupos –y hay miles de ellos- es probable que empeore el problema.

  Aparte de la proximidad, otro factor de la prosocialidad es el mero adoctrinamiento, lo que sin duda tiene que ver con el desarrollo del pensamiento simbólico ya mencionado.

Gente que está de acuerdo con afirmaciones como “creo que es importante ayudar a la gente” realmente ayudan a la gente y trabajan hacia metas comunes más que la gente que expresa indiferencia hacia la misma situación. En la mayor parte de los casos, no existe mano invisible que desplace la mentalidad de las personas poco prosociales hacia actividades prosociales.

  La prosocialidad parece una actividad cultural que exige una explotación intelectual sistemática del instinto altruista

Convertirse en un prosocial de nivel alto requiere más que consejos y aliento. Requiere construir entornos prosociales que causen que la prosocialidad tenga éxito en un mundo darwiniano.

  En suma, aunque pueda parecer poco, ya sabemos algunas cosas sobre cómo ayudar a expandir el altruismo: que la base del comportamiento altruista es innata (igual que hay “psicópatas” que no experimentan empatía, existe también su contrario), que es influenciable por el entorno y que es sensible al uso del lenguaje simbólico y otros adoctrinamientos por el estilo de los que las religiones (y las escuelas de filosofía práctica) han estado usando desde siempre. Falta, quizá, un enfoque organizado de este punto de vista científico en el sentido de promover la prosocialidad. Y señalar esta carencia tiene algo que ver con que el autor de este libro llame la atención acerca de lo novedoso de estos estudios.

viernes, 15 de enero de 2016

“La mente moral”, 2006. Marc Hauser

  La capacidad humana para formular juicios morales y actuar en consecuencia es lo que nos permite llegar a logros en la vida social inalcanzables para otros animales.

Si bien los animales la emprenden a golpes con alguno que viola una regla en el contexto de la defensa de los recursos comunes, no hay evidencia de que ataquen a aquellos que engañan en el curso de una empresa cooperativa. Hay dos posibles explicaciones para esto. Los animales, o bien no logran detectar a los tramposos dentro del contexto de cooperación, o no aplican la lógica de agresión en la defensa de recursos en el contexto de la cooperación

  La moralidad consiste, en esencia, en actuar intencionadamente contra o a favor de los individuos según estos se comporten con respecto a los intereses comunes del grupo social. La venganza es moral, el pudor es moral, el altruismo es moral. Se trata de actitudes evolutivamente seleccionadas por su trascendencia para el bien común dentro del grupo y que llevan a comportamientos psicológicamente complejos.

[Existe] un conjunto de rasgos [relativos a la vida social] que parecen ser únicamente humanos: algunos aspectos de la teoría de la mente, las emociones morales, el control inhibitorio y el castigo a los tramposos

  Estos rasgos psicológicos son los que permiten interactuar con los semejantes de la manera que es más propia de los humanos: la “teoría de la mente” implica la interpretación de los comportamientos ajenos como causados por una estructura cognitiva unificada y subjetiva equiparable a la nuestra (tiene mucho que ver con la empatía) y permite imaginar con más fiabilidad cómo los demás actúan; las emociones morales son las que nos impulsan a corregir o alabar a quienes obran contra o a favor del bien común; el control inhibitorio nos permite autorreprimirnos, no dejarnos llevar por impulsos egoístas que nos pondrían en conflicto con los demás: y el castigo a los tramposos (incluida la venganza) nos ofrece una herramienta para favorecer que los demás se comporten de acuerdo con los intereses comunes… en la medida de lo posible.

  Si bien es muy probable que la diferencia entre animales y seres humanos en cuanto a sus cualidades de comportamiento sea solo cuantitativa, el caso es que, gracias a estas estrategias, controlamos la acción de nuestros congéneres en el contexto de las actividades cooperativas, lo cual es difícil (y usualmente imposible, sobre todo en su medio natural) que suceda entre los animales. El biólogo evolutivo Marc Hauser se fija especialmente en el fenómeno de la “reciprocidad indirecta”, algo que muy raramente se ha observado en no humanos.

La reciprocidad indirecta implica reputación y estatus, y tiene como resultado que todo el mundo dentro de un grupo social se vea afirmado y reafirmado por los interactuantes partiendo de la base de sus interacciones con los demás

  Es decir, en los grupos humanos (que originariamente eran bandas de cazadores-recolectores de un máximo de alrededor de ciento cincuenta individuos) existe un complejo sistema de control de unos individuos por otros: todo el mundo está pendiente de la capacidad de todo el mundo para la cooperación social. Todo el mundo vigila, chismorrea y castiga o premia a los que contribuyen al bien común, y como resultado de esta atención constante se asigna prestigio, reputación y estatus a cada individuo. Eso permite maximizar las posibilidades de obrar en común porque cada uno se siente condicionado para tratar de hacerlo lo mejor posible  a ojos de los demás y así ganarse su confianza…

  Mucho más simple es la “reciprocidad directa” (o mutualismo), que es el “yo te doy una banana si tú me das una manzana”, lo cual se halla limitado a unas situaciones muy concretas. La “reciprocidad indirecta” (asignar una reputación a los miembros del grupo cuya conducta conocemos) nos permite, en cambio, mantener relaciones de confianza mucho más flexibles y ambiciosas: “yo te ayudo porque sé, por tu reputación, que cuando llegue el momento también tú me ayudarás a mí”.

Somos el único animal que coopera a gran escala con individuos no genéticamente relacionados, y que consistentemente muestra una reciprocidad estable

La reciprocidad requiere una maquinaria psicológica sustancial que incluye la capacidad para cuantificar costes y beneficios, almacenar estos en la memoria, recordar interacciones previas, programar los favores devueltos, detectar y castigar a los tramposos, y reconocer las contingencias entre dar y recibir

El castigo es una forma de controlar el engaño. Es una forma de control externo. Pero castigar a otro requiere al menos dos capacidades. La primera es el juicio sobre la cantidad de comportamientos posibles o tolerables en un contexto dado; esto es necesario porque las acciones punibles son aquellas que se desvían en alguna forma significativa de un conjunto de comportamientos o emociones normativos en la población  (…) La segunda capacidad es una habilidad para distinguir entre una violación intencional o voluntaria, y una violación involuntaria o accidental

  Es aquí donde entra en juego la teoría sobre la “gramática moral universal” que defiende Marc Hauser, porque estas capacidades para detectar los desarrollos complejos de acciones sociales y para detectar la intencionalidad de los individuos parecen demasiado especializadas como para darse por mera transmisión cultural. Hauser compara esta base cognitiva con la "gramática universal" de Chomsky, relativa a la construcción del lenguaje.

Chomsky (…) se refiere a los principios inconscientes que subyacen al uso del lenguaje y la comprensión. Se refiere también a los principios inconscientes que subyacen a ciertos aspectos de matemáticas, música, percepción de los objetos y, sugiero, a la moralidad.

La facultad moral consiste en un conjunto de principios que guían nuestros juicios morales pero no determinan estrictamente cómo actuamos. Los principios constituyen la gramática moral universal, un rasgo característico de la especie. (…) Nuestra facultad moral está equipada con (...) una caja de herramientas para construir sistemas morales específicos.

De la misma forma en que todos los humanos comparten una gramática universal pero podrían hablar chino, inglés o francés, parece que todos los humanos comparten un sentido universal de distribución del juego limpio [comportamiento equitativo y cortés en sociedad], con diferencias a través de las culturas que van asociadas a matices de intercambio, justicia, poder y regulación de recursos

Hemos evolucionado un instinto moral, una capacidad que naturalmente crece dentro de cada niño, diseñado para generar juicios rápidos acerca de lo que es moralmente correcto o equivocado, basado en una gramática inconsciente de acción. Parte de esta maquinaria fue diseñada por la mano ciega de la selección darwiniana millones de años antes de que nuestra especie evolucionara; otras partes fueron añadidas o aumentadas a lo largo de nuestra historia evolutiva, y son únicas tanto para los humanos como para nuestra psicología moral.

  Hauser hace una descripción aproximativa de cinco principios innatos de las capacidades cognitivas humanas (intuición sobre la acción) que permitirían el desarrollo de la moralidad.

Primer principio: si un objeto se mueve por su cuenta, o es un animal o parte de uno

Segundo principio: si un objeto se mueve en una particular dirección hacia otro objeto o posición en el espacio, el objetivo representa la meta del objeto

Tercer principio: si un objeto se mueve flexiblemente, cambiando de dirección en respuesta a objetos o sucesos relevantes en el entorno, entonces es racional

Cuarto principio: si la acción de un objeto es seguida inmediatamente por la acción de un segundo objeto, la acción del segundo objeto es percibida como una respuesta socialmente contingente (…) El comportamiento contingente dispara un sentido de lo social, un sentimiento de que hay una mente detrás de un objeto, el cual pretende comunicarse.

Quinto principio: si un objeto se mueve por sí mismo, con un objetivo determinado y respondiendo flexiblemente a los condicionamientos del entorno, entonces el objeto tiene el potencial de causar daño o confort a otros objetos de mentes parecidas.

Estos principios primitivos de acción ponen al niño en un camino adecuado a las relaciones sociales de desarrollo normal

  Puede parecernos a primera vista que estas percepciones instintivas tienen poco que ver con la moralidad, sin embargo, la base de ésta es el intercambio de acciones productivas en el contexto de un grupo estrechamente unido, y el nacer con una capacidad innata para atribuir intenciones, causas, vínculos y contingencias a unos individuos equivalentes a uno mismo da lugar a un complejo desencadenamiento de principios añadidos (éstos, culturalmente transmitidos), y ahí es donde se encuentra la moralidad: la asignación de reputación por la observación interesada de cada uno de nuestros semejantes, por parte de cada uno .

Los cinco principios de acción que he indicado guían la comprensión del mundo de los niños, proporcionando algunos de los bloques de construcción para nuestra facultad moral [y] entran en juego antes del fin del primer año de vida. Su temprana aparición representa la manifestación de un sistema innato.(…) Los niños están equipados con la capacidad de descomponer los sucesos en frases de acción discretas, y de interpretar las acciones de un objeto en términos de cinco principios nucleares. Aunque ninguna de estas habilidades es específicamente una facultad moral, proporcionan a los niños la capacidad esencial para generar expectativas acerca de objetos clasificados como agentes, para atribuir intenciones y metas a tales agentes y para predecir patrones de afiliación basados en acciones asociadas con emociones positivas o negativas. (…) Pero incluso con estas capacidades en juego, otras son necesarias: clasificar los objetos como agentes es una cosa, clasificarse a unos mismos y a otros como agentes morales –individuos con responsabilidad, una comprensión de propiedad, un sentido de imparcialidad y la capacidad de empatizar- es otra.

A medida que se aproximan a su quinto cumpleaños, los niños aprecian no solo que los otros tienen creencias, deseos e intenciones, sino que estos estados mentales juegan un papel en el juzgar si alguien es bueno o malo

  A partir de esta base se elabora el contenido específico de cada sistema moral, socialmente desarrollado y culturalmente transmitido. La moralidad innata se limita a programar la mente del niño para juzgar y asignar comportamientos de base emocional. Pero qué juicios y qué comportamientos, eso ya no depende de la capacidad innata.

La variación cultural emerge debido a que las culturas enseñan particulares variantes morales que, mediante la educación y otros factores, se vinculan con emociones. Una vez vinculadas, las respuestas a las transgresiones morales son rápidas e irreflexivas, impulsadas por emociones inconscientes.

Adquirir el sistema moral nativo es rápido y no requiere esfuerzo, exige de poca a ninguna instrucción. La experiencia con la moralidad nativa pone en marcha una serie de parámetros, da lugar a un sistema moral específico.

   Hauser pone un ejemplo clásico:

Para clarificar la relación entre la variación cultural y la universalidad, considérese el acto del infanticidio

  Hoy nos parece un crimen atroz, pero la civilización grecolatina aceptaba el infanticidio como un método más de control de natalidad… de la misma forma que en muchas culturas primitivas lo sigue siendo hoy. Y de forma parecida a cómo el aborto es aceptado hoy en muchas sociedades (y en otras no).

  Este ejemplo también nos sirve para estimar la importancia del factor emocional, porque sin la valoración emocional (repugnancia, indignación, admiración…) la moral no podría llegar a existir. La intuición permite asignar valoraciones de las que la cultura nos informa, pero es la emoción la que nos urge a actuar en consecuencia…

Es posible que el asco guarde una posición única en guiar nuestras intuiciones morales. Tanto si el asco tiene este papel único como si no (…) [los datos experimentales] plantean la interesante posibilidad de que las normas adquieren su robustez cuando están vinculadas a fuertes emociones

La infusión de emoción causará un cambio desde una violación convencional a una violación moral [no es lo mismo violar una norma de etiqueta que cometer un crimen…]

  Aunque estamos más o menos acostumbrados al formalismo de las leyes razonadas para el bien común, encontramos que el factor esencial de la moralidad se halla en las emociones irracionales a partir de principios innatos culturalmente condicionados.

El razonamiento moral consciente frecuentemente no juega ningún papel en nuestros juicios morales, y en muchos casos refleja una justificación post-hoc, justificación o racionalización de inclinaciones o creencias previamente mantenidas

   Las leyes contra el infanticidio (o contra el aborto) se convierten en una demanda social solo después de que se haya generado una reacción emocional colectiva al respecto, más o menos mayoritaria.

El asco incluye dos rasgos que lo hacen particularmente efectivo como emoción social: disfruta de cierto nivel de inmunidad de la reflexión consciente, y es contagioso, como bostezar y reír, infectando lo que otros piensan con gran rapidez

  Entonces, se nos ocurre una idea muy sencilla, ¿no sería magnífico que la injusticia social nos generara asco tal como lo hacen (hoy, pero no siempre ha sido así) el infanticidio, el homicidio o las violaciones? ¿Cuál es el mecanismo por el cual las acciones se convierten en morales o inmorales?

Independientemente de su número, los individuos que rompen con la conformidad pueden acabar [a corto, medio o largo plazo] con tradiciones duraderas, como ilustran docenas de experimentos de psicología social, y como reveló la fácil eliminación de la tradición milenaria del vendaje de los pies de las mujeres en China. Las leyes pueden tener un efecto similar al hacer explícitos los puntos de vista que sostiene una mayoría

  Desgraciadamente, este libro no nos ofrece una solución práctica acerca de cómo utilizar este fenomenal mecanismo de cambio para alcanzar los mayores bienes sociales que ambicionamos hoy. Ni siquiera aborda directamente el problema de cómo acabar con “tradiciones duraderas” que razonadamente podríamos ver como antisociales (por ejemplo, “tradiciones” como la crueldad, la competitividad, el afán del lucro, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno…). Solo se constata el origen emocional de los juicios morales a partir de una capacidad innata para asignar (conscientemente o no) valoraciones a los comportamientos. Y se subraya que esta capacidad innata no nos garantiza por sí misma grandes avances sociales, porque si existe una moralidad universal, ésta es de poco recorrido para los parámetros actuales, mucho más exigentes.

En todas las culturas, torturar bebés como diversión o deporte está prohibido

  Pero no, desde luego, el torturar adultos (o animales…)

Aunque todas las culturas tienen alguna noción del juego limpio, como se revela por el trabajo [antropológico] sobre los juegos de regateo [experimentos psicológicos donde se puede evidenciar que se es más o menos generoso, o más o menos temperamental, en las relaciones económicas, según la cultura de la que uno procede], las culturas difieren en los términos de dónde ponen los diferentes parámetros. No se sabe nada acerca del desarrollo de estos marcadores culturales (…) ¿Una vez que un niño ha adquirido el marcador de regateo de su cultura nativa, estableciendo los parámetros relevantes, puede adquirir las peculiaridades de una segunda cultura como aprendiendo un segundo lenguaje, algo que no solo lleva tiempo y esfuerzo considerable sino que implica algo que es completamente diferente de adquirir los primeros parámetros del regateo?

  Podemos acudir a numerosos ejemplos de cambios morales. Por ejemplo, el rechazo a las minorías raciales, o a los homosexuales, las burlas a los discapacitados, el uso de la propiedad privada, los hábitos de urbanidad, las reglas de parentesco…

  Pero lo que a veces resulta irritante, es que

los principios [que constituyen la facultad moral] son inaccesibles a la consciencia

  ¿Nos sirve de algo el conocimiento acerca de los mecanismos que dan lugar a nuestra facultad moral?

Tener acceso consciente a algunos de los principios que subyacen a nuestra percepción moral puede tener tan poco impacto en nuestro comportamiento moral como conocer los principios del lenguaje tiene para nuestra habla

  Cabe objetar a esto último que, al fin y al cabo, numerosas prácticas de psicoterapia (y también educativas en general) se basan en esclarecer el origen profundo de nuestros actos. Lo que sí es cierto es que para que estos esclarecimientos tengan impacto en nuestro comportamiento moral debemos lograr asignarles una dimensión emocional. No basta con saber lo que es bueno y es malo (que era un poco lo que pretendía la ética de Kant), sino que debemos sentir una emoción efectiva contraria al mal y a favor del bien. Nos consta que esos cambios se pueden producir culturalmente a veces a corto plazo (ya hemos puesto ejemplos, como los cambios de la actitud del público con respecto a las minorías) pero ¿cómo dirigirlos hacia lo que razonadamente sabemos que es bueno?

A veces nuestras intuiciones morales convergerán con aquello que nuestra cultura nos desentraña, y a veces divergirán

La psicología que sostiene una norma social en particular puede resistir el cambio incluso cuando el disparador o catalizador original ha desaparecido mucho tiempo atrás. Los sureños de Estados Unidos ya no necesitan defender sus rebaños, pero su psicología [de la cultura del honor, que exige la reparación pública de las afrentas] es inmune al cambiante entorno. En el caso de las culturas del honor, la posibilidad de que un antisocial sea tentado para llevarse los recursos de un competidor generaría una respuesta refleja de amenaza que toma la forma de violencia.

  El extenso libro de Marc Hauser nos ofrece alguna pista al informarnos de que los temperamentos individuales muestran diversas capacidades para la moralidad.

El genoma de un niño generalmente crea un estilo de comprometerse con el mundo que puede consistir o bien en acciones internalizadas o bien en acciones externalizadas. Los niños que presentan el rasgo internalista desarrollan mayor consciencia de su personalidad al enfrentarse con los sucesos. Si alguien les da helado, piensan “fui bueno, merezco el helado”. Si un amigo deja de jugar con él, piensan “yo no debo de estar jugando de la forma adecuada”. La peculiaridad del externalista es exactamente la contraria. Cuando alguien les ofrece helado, es porque quien lo ofrece es simpático. Cuando un amigo deja de jugar, es porque el amigo está cansado.(…) Los internalistas esperan [también] más tiempo para la mayor y más deseable recompensa [en las pruebas psicológicas de demora de la gratificación]

La capacidad para la demora de la gratificación coincide con el comportamiento moral

La empatía influencia el altruismo

Los sentimientos nos comprometen a actuar, proporcionando la fuerza motivadora. Sería fácil dejar un restaurante sin dejar propina. Pero hacer eso nos llevaría a experimentar sentimientos de culpa, vergüenza y turbación

  Estos ejemplos de "rasgos internalistas o externalistas” y “externalismo”, de empatía, de sentimientos de culpa y vergüenza, y de la propensión a la demora de la gratificación pueden servirnos como indicativos de cómo diversos temperamentos son más proclives al comportamiento moral. Podemos especular acerca de que la evolución cultural en el sentido de alcanzar una moral más prosocial se desarrolla mediante un proceso de selección de los individuos más proclives a este tipo de conductas (demora de la gratificación, “internalismo”,  altruismo, sentido de culpa). Estos individuos desarrollan, por su propio temperamento (si las circunstancias que les rodean se lo permiten, y especialmente si tienen la oportunidad de interactuar con otros semejantes a ellos en lo que a estas predisposiciones psicológicas concierne), pautas de conducta social más cooperativas como consecuencia de generar más confianza, con lo que se acaba obteniendo mejores resultados económicos. A medida que la sociedad reconozca el valor práctico de estas conductas se facilitaría su expansión por procesos de contagio o imitación, y las nuevas pautas sociales se transmitirían culturalmente.

  Podemos seguir especulando acerca de cómo se produce este fenómeno y cómo, de hecho, probablemente ya se ha ido produciendo de forma notable a lo largo del "proceso civilizatorio": en general, se estima que la violencia sistémica de las primeras civilizaciones permitió que una élite de privilegiados contara con recursos económicos suficientes para desarrollar este tipo de conductas de la misma forma que desarrollaban formas más complejas de arte, religión o pensamiento (es decir, se pudieron permitir el lujo de experimentar conductualmente). Debido a la supremacía de esta élite, tales cambios en el comportamiento pudieron comenzar a expandirse a las clases inferiores (ésta es, más o menos, la teoría de Norbert Elias, en "El proceso de civilización"). Otro posible método de expansión de la prosocialidad sería el desarrollo de fórmulas monásticas (las primeras aparecen con el budismo, una religión muy exigente con el comportamiento moral) en las cuales se aísla deliberadamente a individuos seleccionados de acuerdo con su temperamento (también en base a su proclividad moral: demora de la gratificación, altruismo, empatía, "internalismo", sentido de culpa…) y se les ofrece un entorno especialmente condicionado para que desarrollen pautas de conducta cooperativa cada vez más complejas y ambiciosas.

  Marc Hauser no dedica espacio a desarrollar un examen pormenorizado de estos mecanismos –deliberados o espontáneos- de expansión de la prosocialidad a partir del sentido moral. Esperemos que otros autores lo hagan en el futuro, pues desentrañar los elementos esenciales de tales procesos podría sernos muy útil.

martes, 5 de enero de 2016

“Una herencia incómoda”, 2014. Nicholas Wade

La raza puede ser una herencia incómoda

  El periodista científico Nicholas Wade escribió su polémico libro acerca de la revalorización del estudio de las razas humanas (también en lo que se refiere a pautas de comportamiento innatas) muy a sabiendas de la resistencia que iba a encontrar

Los temores de que entender las razas desde el punto de vista evolutivo promovería una nueva fase de racismo o imperialismo son seguramente exagerados. 

  No parecen tan exagerados, porque si se demostrase que hay porcentajes estadísticamente ciertos de pautas específicas del comportamiento humano (referidas a la inteligencia y a la agresividad, sobre todo) que se hayan relacionados con determinadas razas humanas (entendiendo “raza” como grupo de población con un origen genético común), la catástrofe sería inevitable por una cuestión que Wade no plantea: cualquier proceso selectivo de individuos quedaría condicionado de la misma forma que se condiciona hoy para ciertos empleos que una persona sea físicamente robusta, sana o de determinado sexo. Si una persona es de la raza “X”, y la ciencia establece que por serlo hay una mayor probabilidad de que estará más capacitado intelectualmente (o temperamentalmente) que el que procede de la raza “Y”, de forma automática se llevaría el empleo el señor de la raza “X”, y no importará que la capacidad intelectual (o cualidades temperamentales) del señor de raza “X” en particular sea mayor o menor que la del otro individuo (como puede perfectamente suceder, ya que superdotados e infradotados habría siempre en todas las razas… aunque en proporciones diferentes con respecto al total de la población). La cuestión es que el proceso selectivo SIEMPRE  eliminará al de la raza “Y”  debido a la irresistible conveniencia de que todo proceso selectivo maximice las posibilidades de éxito… Problemas parecidos ya se han dado en muchos ámbitos (durante la epidemia del Sida, por ejemplo, las compañías de seguros trataban de evitar los contratos con hombres homosexuales debido al factor riesgo de incurrir en grandes gastos médicos) y una confirmación científica de que hay tendencias de comportamiento humano según la raza a la que se pertenezca podría dispararlos, con las inevitables consecuencias de conflictividad social que ello conllevaría.

Muchas formas de conocimiento nuevo son peligrosas en potencia, y la energía del átomo es un ejemplo preeminente. (…) Es difícil ver por qué razón la exploración del genoma humano y sus variaciones raciales tendría que ser una excepción a este principio, aunque los investigadores y su audiencia hayan de desarrollar primero los términos y los conceptos para discutir de manera objetiva un tema peligroso. 

  No solo sería peligroso para la armonía social el que los criterios raciales fueran aceptados abiertamente, sino que el mismo Nicholas Wade, en sus planteamientos un tanto tendenciosos, demuestra que estas “formas de conocimiento” son peligrosas a todos los niveles, incluso para los estudiosos que abordan el asunto, pues se diría que pueden también verse arrastrados a sacar conclusiones erróneas.

  Véase:

África ha absorbido miles de millones de dólares en ayudas a lo largo del último medio siglo y aun así, hasta un reciente arrebato de crecimiento, su nivel de vida se ha estancado durante décadas. En cambio, Corea del Sur y Taiwán, que eran casi igual de pobres al inicio del período, han experimentado un resurgimiento económico. ¿Por qué han sido capaces estos países de modernizarse tan rápidamente, mientras que otros lo han encontrado mucho más difícil? (…) A principios de la década de 1960, Ghana y Corea del Sur tenían economías similares y parecidos niveles de producto interior bruto per cápita.

[Existe] una nueva posibilidad: que en la base de cada civilización haya un conjunto particular de comportamientos sociales evolucionados que la sostiene (…) Ello explicaría por qué es tan difícil transferir instituciones de una sociedad a otra.

  ¿Se imagina alguien lo que sucedería si las Naciones Unidas u otras instituciones influyentes a nivel mundial aceptaran semejantes “formas de conocimiento nuevo”? Y lo peor de todo es que hay muchas otras explicaciones plausibles para este fenómeno de desigualdad del desarrollo económico entre los pueblos. Lo más probable es que no se trate ni de instituciones ni de comportamientos genéticamente heredables, sino de pautas de comportamiento que se transmiten culturalmente de la misma forma que un niño criado en una familia disfuncional parte con una grave desventaja a la hora de convertirse en adulto. Hace cincuenta años, Ghana y Corea podían ser parecidos a nivel de producción económica, pero no lo eran a nivel cultural (por ejemplo, el confucionismo predispone a la gente a obedecer a la autoridad centralizada, y no así las tradiciones tribales del África subsahariana).

   Sin embargo, nada de esto quiere decir que, en términos generales, el planteamiento del libro esté desencaminado, porque las razas existen, muchas pautas de comportamiento sí que son heredables, y es por tanto posible que se hereden por grupos de forma parecida a como se heredan otras características tan evidentes como el color del pelo o la estatura.

Los genes especialmente afectados por la selección natural controlan no sólo rasgos esperables, como el color de la piel y el metabolismo nutricional, sino también algunos aspectos de la función cerebral, aunque de maneras que todavía no se comprenden bien.

  Aunque de ello no hay nada confirmado, y menos todavía en cuanto a que sea significativo en lo que se refiere al desarrollo político y económico de los pueblos (no se justifican las conclusiones extremas que Wade deja caer en numerosos párrafos de este libro).

  La demostración de que no solo se heredan características físicas, sino también psicológicas (también las características psicológicas son características físicas, pues el cerebro es un órgano más del cuerpo humano) la tenemos a nuestro alrededor, la conocemos desde hace milenios por la domesticación de animales a fin de maximizar características escogidas de su comportamiento.

El hecho de que pueda domesticarse a los animales es una prueba de que el rasgo puede ser modulado por las presiones selectivas de la evolución.

Como los animales en proceso de domesticación, los humanos perdieron masa ósea porque la agresividad extrema ya no suponía las mismas ventajas de supervivencia

  Aquí se apunta la trascendente evidencia de que la humanidad en el pasado procedió a un proceso de “autodomesticación”, seleccionándose los individuos cuyas características de comportamiento se adaptaban mejor a las nuevas exigencias de la vida cooperativa.

Cambios importantes en la sociedad humana, como la transición desde la caza y recolección hasta una vida sedentaria, estuvieron casi con toda seguridad acompañados por cambios evolutivos en el comportamiento social a medida que la gente se adaptaba a su nueva forma de vida.

La naturaleza agresiva e independiente de los cazadores-recolectores, acostumbrados a confiar sólo en sus parientes próximos, tuvo que ceder ante un temperamento más sociable y a la capacidad de interactuar pacíficamente con un número mayor de personas

La gente tuvo que domesticarse a sí misma, al matar o condenar al ostracismo a los individuos que eran excesivamente violentos (…) Los individuos cuyo comportamiento social esté mejor armonizado con dichas instituciones prosperarán y dejarán más hijos

  Sin embargo, casi todas las razas actuales proceden de poblaciones que llevan practicando la agricultura y la vida sedentaria desde hace cientos de generaciones. El gran cambio quedó muy atrás en el tiempo para todos.

  A pesar de eso, Nicholas Wade insiste en la probabilidad de que los pequeños cambios hayan seguido produciéndose y que sean importantes.

Aunque las diferencias emocionales e intelectuales entre los pueblos del mundo como individuos son muy leves, incluso un pequeño cambio en el comportamiento social puede generar un tipo de sociedad muy diferente.

  No hay ninguna certeza de esto, y en ocasiones el mismo Nicholas Wade reconoce que es dudoso que sea así.

Los logros de una sociedad, ya se trate de la economía o de las artes o de la preparación militar, se basan en primer lugar en sus instituciones, que en esencia son en gran medida culturales. Los genes pueden empujar levemente el comportamiento social en una dirección u otra

Afirmar que la evolución ha desempeñado algún papel en la historia humana no significa que dicho papel sea necesariamente prominente, ni siquiera decisivo. La cultura es una fuerza poderosa, y las personas no son esclavas de propensiones innatas

  Y el hecho es que no resulta nada convincente, por ejemplo, la opinión de Wade acerca de por qué el proceso civilizatorio ha resultado mucho más exitoso en Europa que en China. Se parte del hecho de que, por una parte, hay grandes sospechas de que los chinos disponen de una capacidad intelectual superior a la de los europeos, a lo que se suma al sorprendente desarrollo de la civilización china hasta hace quinientos años. Entonces llega la cuestión de por qué ellos imitan ahora los usos culturales de Occidente y no nosotros los suyos. ¿Habrá un problema hereditario de otro tipo, aparte de la inteligencia?

China consiguió un estado moderno un milenio antes que Europa. (…)Además de un ejército, sistemas de recaudación de impuestos, registro de la población y castigos draconianos, China poseía otra institución, que Max Weber consideraba que era la marca definitiva de un estado moderno, la de una burocracia impersonal elegida en función del mérito. (…) [Pero] China, con toda su precoz modernidad, nunca desarrolló el imperio de la ley, el concepto de que el soberano debe estar sometido a algún cuerpo de normas independiente

[La] gran desventaja [de China] como estado fuerte es que se halla indefensa ante un mal emperador, el más reciente de los cuales fue Mao Tse-tung

  Wade pretende hacernos creer que los chinos (la raza china) son portadores de una herencia genética que, a pesar de la probable mayor inteligencia, condiciona desventajosamente el comportamiento social.

Estas diferencias no surgen de ninguna gran disparidad entre los miembros individuales de las diversas razas (…) Surgen de las variaciones absolutamente menores en el comportamiento social humano, ya sea de confianza, avenencia, agresividad u otros rasgos, que han evolucionado en el seno de cada raza durante su experiencia geográfica e histórica. Estas variaciones han establecido el armazón para instituciones sociales de carácter significativamente diferente. Es debido a estas instituciones (que son edificios en gran parte culturales que se asientan sobre una base de comportamientos sociales modelados genéticamente) que las sociedades de Occidente y las de Asia Oriental son tan diferentes, que las sociedades tribales son tan desemejantes a los estados modernos, y que los países ricos son ricos y los países pobres son indigentes.

Contrariamente a la creencia fundamental de los multiculturalistas, la cultura occidental ha conseguido mucho más que las otras culturas en muchas esferas importantes y lo ha hecho porque los europeos, probablemente por razones tanto de evolución como de historia, han sido capaces de crear sociedades abiertas e innovadoras, absolutamente distintas de las disposiciones humanas originales del tribalismo o la autocracia.

¿Por qué sólo Occidente desarrolló una sociedad de esta naturaleza? 

¿Acaso los europeos portan genes que favorecen las sociedades abiertas y el imperio de la ley?

  Si esto fuese cierto, los chinos y asiáticos de Extremo Oriente estarían abocados a seguir viviendo en tiranías y autocracias. Y, sin embargo, japoneses, taiwaneses y coreanos del sur cuentan hoy con democracias sólidas una vez que se les ha dado la oportunidad de vivir de acuerdo con estas instituciones. No parece que su herencia genética les esté llevando a regresión alguna, y a la hora de tratar de demostrar su teoría, el mismo Wade realiza planteamientos que podrían dilucidar la cuestión, pero que no dan resultados…

Gran variedad de datos, que incluyen experimentos con niños muy pequeños, indican propensiones sociales innatas para la cooperación, ayudar a los demás, obedecer normas, castigar a los que no lo hacen, confiar en otros selectivamente y un sentido de equidad.

  Si esto es cierto, si poblaciones enteras están condicionadas en su conducta social por la herencia, ¿por qué no se realizan experimentos con niños muy pequeños procedentes de puntos muy distantes del planeta? Precisamente por ser tan pequeños, no podrían estar influidos por el entorno cultural…

Hay pruebas razonables de que la confianza tiene una base genética, aunque todavía ha de demostrarse si varía de manera significativa entre los grupos étnicos y las razas.

Se sabe que razas y etnias difieren, por ejemplo, en la estructura del gen MAO-A que controla la agresión

  Podría comprobarse, pues, si los bebés de uno y otra raza son más o menos agresivos, más o menos confiados, o más o menos equitativos en los casos que están relacionados con la conducta antisocial adulta… No se menciona siquiera la necesidad de realizar esos experimentos.

    Por otra parte, Nicholas Wade parece tomar al geógrafo y antropólogo Jared Diamond como ejemplo de los errores de las ciencias sociales “políticamente correctas”. El famoso autor del premio Pulitzer “Armas, gérmenes y acero” considera que han sido los factores geográficos los que han permitido a Occidente alcanzar el mayor grado de desarrollo civilizatorio. Pero en su intento de refutarlo, Wade llega a afirmar que la distinta suerte de los aborígenes australianos y los colonizadores anglosajones demostraría lo contrario…

Si en el mismo ambiente, el de Australia, una población puede operar una economía muy productiva y otra no puede, a buen seguro no puede ser el ambiente lo que es decisivo, tal como afirma Diamond, sino más bien alguna diferencia crítica en la naturaleza de los dos pueblos y de sus sociedades.

  Lógicamente, la “diferencia crítica” consiste en que los colonizadores llegaron al continente con su propia cultura europea (incluyendo, por supuesto, la tecnología) que era muy superior a la de los aborígenes…

  Hay más errores, que demuestran que Wade no puede abarcar un ámbito de conocimientos tan extenso como el que implica averiguar la causa de la desigualdad entre los pueblos…

Las ciudades son un ambiente que recompensa la capacidad de leer y escribir, la manipulación de símbolos y las redes comerciales de confianza elevada. Con la urbanización prolongada, aquellos que dominaban las habilidades de la vida urbana habrían tenido más hijos, y la población habría experimentado los cambios genéticos que efectúan la adaptación a la vida urbana. 

  Esto es muy probablemente erróneo porque las ciudades de la Antigüedad eran tan insalubres que la única forma de mantener la población urbana era con inmigraciones constantes de población rural desplazada, lo que imposibilitaba una urbanización prolongada que permitiese transmitir su supuesta herencia genética. El fenómeno de la insalubridad en las ciudades solo desapareció en los tiempos recientes.

  Más:

La tasa de homicidios en los Estados Unidos, Europa, China y Japón es menos de 2 por 100.000 personas, mientras que en la mayoría de los países africanos al sur del Sahara supera los 10 por 100.000, una diferencia que no demuestra, pero que a buen seguro deja margen para una contribución genética a una mayor violencia en el mundo menos desarrollado

  Esto quizá sea incluso algo peor que un error: la tasa de homicidios de Estados Unidos (particularmente en los estados del sudeste de los Estados Unidos) es muy superior a la de la población del norte de Europa o del Canadá (de promedio, el triple mayor), y se trata de poblaciones con el mismo origen étnico (blancos anglosajones). Eso hace ver que la diferencia  en la tasa de homicidios es casi con seguridad de tipo cultural.

  Y en general…

Los rasgos [culturales] que persisten [en las minorías étnicas] (…) en una serie de ambientes diferentes y de una generación a la siguiente tienen, desde luego, muchas probabilidades de estar asegurados por una adaptación genética; de otro modo desaparecerían rápidamente al adaptarse los grupos inmigrantes a la cultura dominante de sus anfitriones.

  Por supuesto que sí que desaparecen los rasgos culturales, pero no pueden hacerlo “rápidamente” en la medida en que las minorías étnicas suelen permanecer en sus propios entornos (ghettos) dentro de las poblaciones de acogida, y a que se enfrentan a graves problemas de rechazo social por el mero hecho de llegar como extranjeros.

Aproximadamente el 85% de la variación humana es entre individuos y el 15% entre poblaciones.(…) [Sin embargo,] es un error (…) la afirmación de (…) que la cantidad de variación entre poblaciones es tan pequeña que es insignificante. En realidad, es muy significativa.

  En conclusión, no parece probado en absoluto que sea tan significativa, y con independencia de que alguna vez Wade y quienes comparten sus criterios logren demostrar diferencias relevantes en el comportamiento social entre los diversos grupos étnicos, hemos de seguir enfrentándonos a la búsqueda de una respuesta al problema de por qué unos pueblos se han desarrollado antes y por qué otros se encuentran en graves dificultades para alcanzar sus aspiraciones de progreso social. Resolver ese problema podría llevarnos a soluciones adicionales que contribuyan a continuar al proceso civilizatorio hasta alcanzar la máxima cooperación posible en la sociedad.

Pinker está de acuerdo con Elias en que los principales motores del proceso civilizador fueron el monopolio creciente de la fuerza por el estado, que redujo la necesidad de violencia interpersonal, y los mayores niveles de interacción con otras personas que produjeron la urbanización y el comercio.

   Existiese o no un origen político ("el monopolio creciente de la fuerza por el estado"), está claro que se produjo un desarrollo de mecanismos culturales (tecnología de la mente) en el sentido de más estrategias de autocontrol de la violencia y promoción de las emociones de empatía; esto podría deberse a una combinación del efecto de religiones, instituciones y circunstancias variables del entorno, como geografía y economía. Es probable que hace dos mil años el Imperio Romano eligiese el cristianismo como su nueva religión oficial (de entre la rica oferta de religiones complejas que en esta época estaban desplazando a la muy simple religión estatal romana) como forma de salir del callejón sin salida causado por la desorientación espiritual del mundo mediterráneo. Es posible, incluso, que, de no aparecer el cristianismo, la cultura romana hubiese evolucionado hacia una especie de “confucionismo greco-latino” (¿el estoicismo?), pero en cualquier caso iba a ser una larga evolución de la ideología cristiana la que llevaría a su vez a una ardua elaboración de estrategias del autocontrol de la violencia a cargo del estamento eclesiástico que finalmente desembocó en los cambios de la Baja Edad Media que menciona Norbert Elias en su “proceso de civilización”. A partir de ahí ya tenemos las condiciones que dieron lugar al Humanismo, la Reforma y la Ilustración (por este orden). Un proceso muy largo y complejo, no necesariamente determinista… y muy improbablemente de origen genético.

  Finalmente, recalcar que es todo un acierto por parte de Wade el señalar esta refutación de Darwin a su contemporáneo, el muy peligroso profeta del darwinismo social, Herbert Spencer

La ayuda que nos sentimos obligados a dar a los desvalidos es parte de nuestros instintos sociales, decía Darwin. «Tampoco podríamos detener nuestra simpatía, incluso si lo reclamara la razón pura, sin el deterioro en la parte más noble de nuestra naturaleza», escribió. «Si intencionadamente abandonáramos a los débiles y desvalidos, sólo podría ser por un beneficio contingente, con un mal abrumadoramente presente

  Mientras que Spencer alentaba, muy a lo Nietzsche (y a lo Hitler, que vendría necesariamente después), la eliminación de los seres humanos más débiles y menos intelectualmente aptos, de forma parecida a como se hace en la cría de perros y caballos de raza, Darwin tuvo la agudeza de darse cuenta de que el progreso de la civilización no depende tanto de que se produzcan más individuos inteligentes, apuestos, fornidos y con cualidades propias de los guerreros homéricos, sino de que se desarrollen culturalmente pautas de comportamiento empáticas, antiagresivas y altruistas, que son las que favorecen más la cooperación y hacen así posibles los mayores logros sociales y tecnológicos.